Tal vez para mitigar ambas situaciones, los autores incluyen justificantes en sus prólogos y advertencias sobre el grado de veracidad de sus historias y relatos. Estos justificantes, para mí, son innecesarios. ¿Es acaso el escritor un mero relator de sucesos históricos, a la usanza de un profesor? ¿Busca el lector sólo eso cuando abre las páginas de una novela? En mi opinión, el artista es un relator de historias, verídicas o no, para las que puede apoyarse o no en un marco o en retazos de realidad para enmarcar al lector. Es un pacto tácito entre ambos, autor y escritor: uno admite haber utilizado la realidad para situar a sus personajes y argumento (algo inevitable) y el otro admite que ni existió Moby Dick, ni la Tierra Media, y que todo lo que se escriba sobre los Iluminati o el Área 51 son meras especulaciones que le permiten sentarse en el sillón, sonreír y disfrutar de una historia.
Ken Follett en en el pueblo viejo de Belchite
Desde nuestros primeros pasos en este planeta fuimos contadores de historias. Antes incluso de saber escribir, cuando el Homo Sapiens hoyaba la tierra por primera vez, plasmamos en las paredes de las cuevas historias, representaciones de hechos sucedidos justo al lado de símbolos cuyo propósito, suponemos, era religioso, ritual o de cohesión. Es decir, símbolos históricos junto a otros 'fantásticos'. ¿Por qué ahora, miles de años después, tenemos pues que criticar una capacidad consustancial del ser humano? Es natural en nosotros desde que hemos tenido la capacidad de comunicarnos con otros, de usar lenguajes, el hecho de comunicar historias. Fueran reales o no.
Sin embargo, sí es cierto que es necesario encontrar un equilibrio entre el contexto de una obra y su argumento, de forma que ambos se complementen y enriquezcan. Así, hay escritores que escogen un hecho histórico, verídico, y lo retuercen según sus intereses para conseguir algo impactante y novedoso, como Dan Brown y su celebérrimo 'Código Da Vinci'. Otros, en cambio, tal vez temerosos de incurrir en la falta de la inexactitud y la ira de los historiadores, supeditan aquello que tienen que contar a todo lo demás (y me permitiré, en este caso, citar una de las últimas obras de Pérez Reverte, 'El asedio'). Ninguna de las dos fórmulas se ha demostrado capaz de contentar a propios y extraños. Y, rompiendo una lanza en favor de aquél al que se refiere este artículo, hay que decir que el que más se acerca a dar con la tecla es, sin duda, el inesperado Ken Follett. No escribía novela histórica, ni necesitaba escribir una historia como la que escribió. Pero lo hizo, y en ella consiguió embeberse de la fascinante Edad Media inglesa, sus costumbres, personajes principales, sociedad, política y economía, para después utilizar ese telón de fondo para orquestar su relato.
Follet no persigue relatar una historia verídica ni se obsesiona por los detalles, y así consigue ambientarnos en un universo y momentos concretos sin que nos importe lo que éstos afecten a la historia: son su soporte, funcionan con ella y la complementan. En esto, sin duda, Ken Follet buscó y encontró la tecla. Y lo hizo a la primera.