Publicado en Cinearchivo: http://www.cinearchivo.com/site/Fichas/Ficha/FichaFilm.asp?IdPelicula=60755En no pocas ocasiones la historia de las películas resulta mucho más apasionante y fascinante, más cinematográfica incluso, que las películas en si mismas. El carrusel de la vida (también estrenada con el título Los amores de un Príncipe) es uno de esos casos, una de esas «historias del cine». El resultado final, lo que hasta el espectador actual ha llegado (que es lo mismo que se vio en su momento, por otra parte) no deja de ser un copia desvaída, un montón de huesos con muy poca carne como el propio Erich von Stroheim se refirió a su anterior y también brutalmente mutilada Esposas frívolas (1922), en comparación a la ambición, desmesurada, gargantuesca y tan bigger than life como su propio autor, que alumbró el proyecto inicial. Ni más ni menos que la consecución de la obra total sobre la caída de la Viena de principios del siglo XX, sobre el ideal romántico barrido por la furia realista de la guerra. Un fresco simultáneamente delicado y grotesco, bestial y tierno, sublime y vulgar que contase en su metraje la ciudad ensoñada que pervivía en la imaginación de Von Stroheim enfrentada a su decadencia, lo que para el director significaba la aceptación de que aquel mito que se había construido no solo no existía ya sino que, probablemente no hubiera existido nunca. Más aun, era desnudar íntimamente su condición personal de invención, de ficción fantaseada a cerca de si mismo. Frente a frente, Erich Oswald Stroheim saliendo de la Viena acosada por la guerra, y Erich Oswald Hans Carl Maria von Stroheim llegando a los Estados Unidos. Merry-Go-Round iba a ser la plasmación metafórica de la doble naturaleza, real y novelesca de su autor. Pero el resultado final, el firmado por el asalariado Rupert Julian, es otra cosa muy diferente. Mantiene cierto arrebato genuinamente emotivo, momentos de furor y fogonazos de inspiración estética, una hermosa «monumentalidad» y poco más. La historia de la organillera y el príncipe, el imposible romance entre clases amenaza la ñoñez (lo sostiene el turbio sentido de la sexualidad privativo de Stroheim), las tramas secundarias y sus personajes se desvanecen (un problema ya presente en el guión original, dicho sea de paso), los mundos opuestos pero especulares del carrusel y de la corte permanecen excesivamente aislados y la «aterradora simetría» (parafraseando a Alan Moore) de las dos mitades de la historia y de todos sus elementos no conoce el desarrollo que hubiera centuplicado su impacto y significados. Siguiendo el fundamental volumen de Richard Koszarski, Erich von Stroheim y Hollywood (publicado originalmente en 1983 y editado por Verdoux en España en 1993) el director austriaco filmó al menos un 25% del guión original, todo ello situado en un primer rollo ya que éste rodaba cronológicamente. Se le pueden atribuir, sin duda alguna, las maravillosas vistas del Prater, reconstruido en los estudios Universal, noria incluida (a lo que hay que sumar los maravillosos interiores y fachadas creados por el decorador Richard Day) y la larga secuencia de la preparación del Conde para salir, un dechado de minuciosidad, puntillismo y atención al detalle puramente stohemiano en su fijación histórica. Cabe recordar aquí que ordenó traer un carruaje genuino desde Viena y que todos los uniformes que aparecen son auténticos. Asimismo aparece ya apuntada la tumultuosa
sordidez del mundo de los feriantes con la presentación de la delicada Agnes (la bella Mary Philbin, un descubrimiento del director) y del animalesco Huber, capataz del carrusel y figura que acumula todo tipo de crueldades y sadismos, el cual aparece primero para interrumpir el cortejo del Conde (le arrebata a Agnes un figurita de un soldado que primero estrangula y luego arroja al suelo rompiéndola) y, a continuación, propina una paliza al jorobado Bartholomew, el enamorado de Agnes. Es decir, que se enfrenta de una u otra manera a los que son sus dos rivales sexuales siguiendo la lógica del sometimiento brutal a los deseos, habitual en el director (no en vano, tanto Huber como el Conde Von Hohenegg intentarán forzar a la pobre Agnes). En esta primera parte tiene lugar otra escena «marca de la casa», la habitual orgía etílico-fetichista con la cual Stonheim adoraba escandalizar a la «joven» América con la contemplación de las depravaciones de la «vieja» Europa. Julian, por su parte, siguió con fidelidad las instrucciones técnicas que figuraban en el guión original (de ahí la homogeneidad, al menos formal, del resultado global) y logró con ello instantes de gran mérito como el acoso de Huber sobre Agnes, una escena terriblemente violenta y angustiosa, formidablemente iluminada en el interior de una carpa, que incluye un llamativo acercamiento de la cámara al rostro deforme del villano o insertos de primeros plano de sus ojos ocupando toda la pantalla. Por el contrario, alteró ciertos momentos dramáticos y dulcificó en general el conjunto (aunque su intervención no fue tanta como para tener la desfachatez de pretender arrogarse la autoría del libreto, cosa que hizo); así el padre de Agnes, el payaso Sylvester (el recurrente secundario Cesare Gavina) moría a consecuencia de un macetazo propinado por Huber, aunque antes maldecía al Conde, quien había mentido a su hija haciéndose pasar por un vendedor de corbatas; diversos secundarios desaparecían o tenían menor presencia; se obvia la contextualización política, la escabrosidad erótica está muy atemperada (la historia entre el mozo de cuadras y la Condesa Gisella Von Steinbruck apenas tiene incidencia, cuando en origen ejercía como imagen envilecida de la historia de amor pura entre Agnes y Von Hohenegg), y la presencia de la guerra, y especialmente la tragedia de la posguerra, no tiene comparación con las ambiciones de Stroheim y su habilidad para mostrar la miseria y la desesperación. Dos cambios más, ambos capitales, se desprenden de aquí: el Conde, apurando el exceso hasta el final mismo, contrapesando la belleza del amor triunfante con la desesperación del amor derrotado. Siempre los opuestos, siempre las figuras dobles, siempre la simetría.en la versión sobre el papel, perdía ambas piernas en el frente, lo cual le igualaba en cierto modo al tullido Bartholomew y subrayaba la dimensión trágica de las historias de amor de este film y su simbolismo histórico; al igual que Von Hohenegg, Viena ya nunca sería la misma. La alteración final volvía a afectar al jorobado Bartholomew, el cual en la versión de Julian rehúsa al amor de Agnes y se consuela con su único amigo, el chimpancé del circo (al cual había empleado como brazo ejecutor con Huber), en la de Stroheim se suicida, Pero sobre el guión hay que tener algo en cuenta, y ese algo es la manera en la cual su mismo autor lo empleaba. El austriaco usaba lo escrito como herramienta para un interminable work in progress que nunca parecía conocer final. Abrazando su obsesión por crear la realidad a partir de la ficción repetía tomas sin cesar, forzaba a sus actores a deshacerse de la interpretación, llevaba todo al límite, improvisaba, sumaba, cambiaba… Sus películas crecían y se expandía, serpenteaban y se bifurcaban, se creaban, en definitiva, en el mismo instante en el cual se rodaban. De tal modo que incluso el guión definitivo no es más que un indicador levemente aproximado de lo que cualquiera de sus películas podría haber llegado a ser. Esta mezcla de monomanía, tiranía y eternización en busca del instante o del detalle era lo que desquiciaba a los ejecutivos del estudio y «El hombre al que amas odiar», como lo bautizó la prensa de la época, se ganaba a pulso el apelativo dentro y fuera de las pantallas: no concedía nada, exigía todo. Con lo que iba a ocurrir con El carrusel de la vida, Stroheim estaba a punto de convulsionar Hollywood para siempre. Los problemas de verdad habían comenzado ya con Esposas frívolas y con el ascenso de un veinteañero Irving Thalberg, de secretario a mano derecha del jefe de la Universal Carl Lemmle, ferviente admirador y máximo valedor de las excentricidades del austríaco. Esta película anterior había sobrevivido gracias a la descomunal campaña de prensa que se había organizado de manera prácticamente espontánea. Era el «film-escándalo», el «panteón de los excesos» del Hollywood perdulario, la ofensa definitiva a la moral de América por parte de ese pequeño individuo ponzoñoso que siempre interpretaba a malvados, a sádicos y a sátiros de uniforme y monóculo. Desgraciadamente, las proporciones mayúsculas de lo dimes y diretes, como tan bien recoge Kenneth Anger en su delicioso Hollywood Babilonia, no fueron suficientes para cubrir la inversión descomunal que había requerido el film, más de un millón de dolares. No era de extrañar ya que el montaje había sido totalmente alterado, reducido drásticamente hasta convertir la película en algo solo lejanamente coherente. El resultado era un caótico revoltijo de genialidades y cinismo que hizo que Stroheim montara en cólera. Se la habían dejado terminar a su manera, es cierto, pero solo para «asesinarla» en cuanto les dio la espalda. Ya durante el rodaje de Esposa frívolas, Thalberg había intentado despedirle, el director tenía contrato para dos películas al año y en ese momento no había ni concluido siquiera la primera, pero entonces el vienés se encontraba en una posición de fuerza. No solo era el mimado de Lemmle, sino que era la estrella masculina del film. Stroheim respondió amenazando con que si se marchaba el director el actor haría lo mismo, se quedarían sin protagonista con el rodaje ya muy avanzado y tendrían que rehacerlo todo. Thalberg se tragó el sapo, pero no olvidó, ni mucho menos, aquella afrenta. Un pequeño salto en el tiempo nos coloca en el centro mismo de la mayor tormenta vivida en el Hollywood de los pioneros. En su empeño por convertir El carrusel de la vida en su obra definitiva sobre un periodo básico en su vida Stroheim había renunciado incluso a protagonizarla (pese a haberlo sopesado en un principio, con la oposición de Irving Thalberg que no quería tenerlo nuevamente como director-estrella), en parte por ese mismo deseo, en parte porque nunca se había visto a si mismo como un buen actor y ahora deseaba un intérprete menos codificado que él mismo para así poder ofrecer una variación madura y matizada sobre su habitual arquetipo. Su rostro despiadado no estaba dotado para transmitir el cambio de un hombre enamorado de verdad por vez primera y capaz de romper con todo para culminar ese sentimiento. Para el papel escogería al galán Norman Kerry (el cual se consagró con este título y se labró una notable carrera en el seno de los Estudios) y con este paso firmó su sentencia de muerte en la Universal. Rápidamente Thalberg le colocó un guardián, James Winnard Hum, en labores de «supervisor de la unidad de producción», que fiscalizaba cada paso del rodaje. Siendo el plató territorio sacrosanto para el realizador aquello fue visto como una afrenta personal insoportable, como un alarde de poder por parte del ejecutivo con la que von Stroheim no estaba, ni mucho menos dispuesto a transigir. En consecuencia redobló sus exigencias, tiranizó más que nunca y se mostró irascible y colérico, caprichoso y genial (rodajes eternos, decorados rechazados por inservibles una vez construidos, vestuario que se eternizaba…) del modo exacto en que Thalberg esperaba. Le estaba desafiando de nuevo pero esta vez tenía las de perder; su gran valedor, Carl Laemmle se encontraba en Europa para una estancia de más de cuatro meses. La filmación avanzaba a un ritmo penoso, entre estallidos de demencia, numeritos orquestados para molestar y genuinos arrebatos de creación pura que asombraban al propio Hum. Una escena en la que Kerry aparecía bañándose desnudo sirvió de espita. Aquello fue decretado como inaceptable e inutilizable, sin tomar en cuenta que Stroheim rodaba en continuidad para luego trocear las escenas durante el montaje. Evidentemente, solo fue un excusa muy pobre que ocultaba otra realidad: por una parte estaba evidentemente fuera de si y solo sus fieles lo soportaban; por otra aquel film amenazaba con convertir el desembolso de Esposas frívolas en una minucia. La Universal, sencillamente no podía seguir costeando a aquel ritmo. Thalberg echó a von Stronheim y con ello finiquitó la era de los directores y abrió la puerta al studio system, una idea que había incubado desde que entró en el negocio. De un día para otro Hollywood cambió para siempre, desde ese momento un von Stroheim (lo cual era equivalente a decir un David W. Griffitho un Rex Ingram) era intercambiable por un Rupert Julian. Los directores no volverían a tener tanto poder hasta la década de los 70, y solo durante un periodo muy corto de tiempo antes de que su propia megalomanía los fagocitara o antes de que el Sistema los integrara o de que ellos mismos se volvieran el sistema. Erich von Stroheim es, quizás junto con Orson Welles, el ejemplo más crudo de que un artista ferozmente individual, necesitado de una maquinaria colectiva y monetaria poderosísima para funcionar, está condenado al fracaso. Afortunadamente es un hermoso fracaso.•