Un televidente puede ser entendido como un protohumano que renuncia a su libertad de llegar a ser completamente humano a cambio del peligroso placer de no pensar en nada y olvidarse de sus problemas.
Que la televisión es el más importante instrumento del sistema para controlar el psiquismo de las masas es de perogrullo. Resulta desconcertante constatar cómo hasta los televidentes más afectados por la zombimorfosis están de acuerdo en ello. Algo que, por otra parte, confirma la eficacia del sistema para hacer inofensiva cualquier crítica, pues ésta rara vez se verá acompañada de una acción efectiva de autoliberación.
Es decir, que el pensante en realidad no está pensando aunque se crea pensador. En realidad está siendo pensado por otros, si bien se piensa en ello. De ahí que el placer de no pensar en nada sea tan peligroso para uno mismo y tan inofensivo para la comunidad…
En fin…
La táctica para aprisionar a los que en un día lejano incluso pudieron haberse convertido en seres humanos se basa en un proceso bastante sencillo: potenciar los contenidos conformistas y estereotipados.
Tal propagación de la nada hueca, ni siquiera es humo, logra, con asombrosa rapidez, anular cualquier inquietud y prolongar la pasividad y la enajenación en que vive su público.
Una enajenación que resulta imprescindible no sólo para mantener la paz del sistema al que sirve, sino porque es, precisamente, la que mantiene al espectador pegado a la pantalla.
Cuando la ficción ocupa el lugar de lo Real
Para lograr tal objetivo, no se puede tolerar nada que se salga de la norma. Las reacciones han de estar automatizadas para evitar el pensamiento y favorecer el olvido, de modo que la realidad se somete a un maquillado y se convierte en una ficción bien ordenada –realities, por ejemplo—, y la ficción se esquematiza siempre igual para que el espectador sepa lo que va a pasar, aunque juegue a que no lo sabe. Es más, a veces esto incluso favorece que uno se crea más listo que otros por haber adivinado el final…
Como dice Adorno en su breve ensayo “Televisión y cultura de masas”:
Todo espectador de una historia de detectives televisada sabe con absoluta certeza cómo va a terminar. La tensión sólo se mantiene superficialmente y es poco probable que tenga todavía un efecto importante.
Este anhelo de “sentirse sobre terreno seguro” –que refleja una necesidad infantil de protección más que el deseo de estremecerse—es satisfecho comercialmente. El elemento excitante sólo es conservado de los dientes para afuera. Estos cambios coinciden con el cambio potencial de una sociedad libremente competitiva a una sociedad virtualmente “cerrada” en la que uno quiere ser admitido o de la que uno teme ser rechazado. De algún modo, todo se presenta predestinado.
Y es que el orden nos exime de ser libres, como dice la poeta y filósofa Chantal Maillard.
Lo mejor de todo es que tanta ficción creada para reconstruir la realidad a través de una pantalla se sale de la misma y termina afectando a la propia realidad, en un efecto de retroalimentación sorprendente para cualquiera que no se viera afectado por el mismo. De manera que la realidad misma comienza a imitar la ficción televisada.
Es entonces cuando la televisión deja de retransmitir la realidad para convertirse en la creadora de nuestra realidad. La vida adquiere la consistencia de un fraude en el que los ciudadanos se comportan como actores que interpretan los guiones creados por los anuncios de televisión.
Distanciamiento afectivo
Es lo que dice Slavoj Zizek al afirmar que la ficción se vive como realidad y lo Real se almacena como ficción:
Los elementos desagradables se empaquetan en películas con etiqueta hollywoodiense: catástrofes, violencia, corrupción, vicios, etc. Al mismo tiempo, los horrores del Tercer Mundo son imágenes proyectadas por la televisión que no conectan con la realidad cercana. Lo macabro se concibe como ingrediente de lo fantástico o de lo muy lejano, pero nunca de lo cotidiano.
Este orden afecta a todo. Y cuando se dice todo, se dice todo. Incluso los supuestos programas de protesta y crítica social, pues resulta complicado, cuando menos, llegar a comprender cómo un medio que representa la garantía de un sistema dado puede rechazar a dicho sistema. Podemos usar, en este sentido, la crítica de Adorno en su Teoría estética a la limitada capacidad del arte para cambiar la conciencia social, pues el auténtico arte, dice, nunca puede afectar a la mayoría:
…para oponerse al todopoderoso sistema de comunicación tiene que renunciar a unos medios de comunicación que son los únicos que podrían difundirla, poniéndola al alcance de toda la sociedad.
Y si logra usar la capacidad de influencia de los medios de masas, es porque necesariamente se ha tenido que adaptar a las necesidades sociales existentes, eliminando aquello que realmente podía ser útil en su intento de provocar una reacción válida.
Quizás sólo aquellos que se encuentran cómodamente asentados en la realidad establecida puedan caer en una ilusión semejante. Sería un síntoma más del “cinismo integrado” del que habla Sloterdijk en su Crisis de la razón cínica para referirse a la capacidad de los hombres de este tiempo para engañarse a sí mismos:
Saben lo que hacen, pero lo hacen porque las presiones de las cosas y el instinto de autoconservación, a corto plazo, hablan el mismo lenguaje y les dicen que así tiene que ser. De lo contrario, otros lo harían en su lugar y, quizá, peor.
O quizás no sea tan complicado entenderlo. Es posible que, sencillamente, la ausencia de actividad consciente frente a la pantalla permita abordar cualquier asunto sin el más mínimo peligro de acción por parte del espectador. En este sentido, podemos recurrir a la filósofa Marina Garcés:
El espectador contemporáneo del mundo recibe sus imágenes sin ser tocado por ellas, sin verse afectado por el encuentro con su verdad.
Cabría una objeción a lo que acabamos de decir: el mundo-imagen y las imágenes marca que articulan nuestra visión del mundo provocan en nosotros cada vez más emociones. La sociedad del espectáculo persigue la intensidad emocional como llamada que nos mantiene vinculados a su interrumpido estímulo. No en vano se habla actualmente de “capitalismo emocional”. Pero es importante no confundir las emociones del espectador contemporáneo con la capacidad de ser o no ser afectados por la realidad que compartimos. […]Con demasiada obviedad, las emociones sólo hablan de uno mismo. Emoción no es hoy, por tanto, sinónimo de encarnación n la vía emocional es el camino para superar nuestra distancia espectatorial con el mundo.
(“Ojos para un mundo común”)
Y concluye con nosotros que “una luz que ilumina sin calentar no puede estar más que al servicio del poder”.
Aislamiento
Siguiendo con Garcés, encotramos más intentos de explicar por qué no hay acción posible para un aficionado a los espectáculos de masas. Al distanciamiento del espectador, a su falta de verdadera afectación, “se añade ahora su aislamiento”. En la introducción al libro de Jonathan Crary, Suspensiones de la percepción, se expone cómo los modos del siglo XX obligaron a los individuos a inhibirse de los estímulos circundantes y centrarse, en nombre de un mayor rendimiento y eficiencia, en unos pocos estímulos.
De esta forma, se le desconectó de las condiciones naturales en que se desarrollaba su existencia:
La cultura espectacular no se basa en hacer que el sujeto vea, sino en estrategias a través de las cuales los individuos se aíslan, se separan y habitan el tiempo despojados de poder.
El control de la atención es, así, una extensa estrategia de individualización a la que preocupa más “individualizar, inmovilizar y separar a los sujetos que el contenido específico de las imágenes”.
Y cita a Crary:
La lógica del espectáculo prescribe la producción de individuos separados y aislados, pero no introspectivos. [...] La privatización es compatible con la comunicación, pero no con la transferencia y el intercambio de experiencias, que sólo funcionan sobre la base de la percepción de un mundo común. Por eso hoy podemos vivir en un mundo hipercomunicado y a la vez privatizado o, como decíamos, aumentar nuestras relaciones y conexiones sin estar, por eso, menos aislados.
Este aislamiento del individuo frente al televisor se hace terrible al profano que contempla una familia, o un grupo de amigos, sin más experiencias que compartir que las de unas imágenes ajenas que conquistan y arrasan el hogar, el que fuera centro sagrado para la manifestación de la interioridad en cualquier otro tiempo del devenir humano.
La moda kitsch y el fin de la eternidad
Dice Chantal Maillard en Contra el arte y otras imposturas:
El kitsch es el arma de la economía de consumo. […] Se trata, pues, de proporcionar satisfacciones materiales y emocionales moderadas que consigan mantener un estado aparentemente satisfecho pero altamente insatisfecho en las capas más profundas del espíritu. La política de consumo necesita individuos ansiosos, permanentemente insatisfechos. El individuo kitsch busca el agrado porque es esencialmente inseguro y dependiente.
Y define al hombre kitsch como aquél que “abusa del gesto tanto como del sonido porque sus palabras son huecas y cree que mediante la redundancia y el énfasis cargará de sentido aquello que no lo tiene”.
Lo kitsch es uno de los recursos favoritos del medio audivisual, pues la tecnología de la imagen y el sonido permiten exagerar al máximo la parafernalia y llevar la envoltura de sus “no-contenidos” al máximo de excentricidad.
Hay otra referencia al arte que nos viene bien aquí. Explica Maillard en Pequeña zoología poemática que…
…a aquella sociedad que, a finales del siglo XX y a lo largo del XX, construía los cimientos del Mercado, le interesó el doble desplazamiento del interés en el arte: de lo que la obra representaba (el paisaje que se muestra a través del cristal de la ventana, para utilizarla conocida metáfora de Ortega) a la obra misma (el cristal de la ventana), y de éste, a quien, situado detrás del cristal, deja de interesarse por él y lo utiliza de espejo. El autor como valor mercante, la autoría como valor: -“¡Papá, papá, mira lo que hecho!”…Y papá le hace una foto delante de su obra. La obra, detrás. La tarea de designar (la de augur) sustituida por la de signar. El valor del saber hacer por el valor de la firma.
“El autor como valor” sin que la obra tenga más importancia. ¿No es acaso tal lo que subyace al mayor de los “no-contenidos” televisivos, los programas donde personajes que lo son por el mero hecho de aparecer en televisión hablan de sí mismos como si su vida fuera digna de ser contada al mundo, llenando así programas que se retroalimentan a sí mismos con su propia nada? Pues aquí ya ni siquiera hay obra alguna que firmar…
“Sólo hay un mundo y está hecho a imagen del Capital”, dice Frederic Neyrat. Y volviendo al artículo de Garcés:
El mundo del capitalismo globalizado, esté o no en crisis, agota hoy la totalidad de lo visible y proclama que no hay nada más que ver, que no hay nada escondido, que no hay otra imagen posible. Esto es lo que hay, nos dice. Es una nueva forma de gestionar lo invisible: si en otras épocas era patrimonio de las religiones, cuyos dogmas establecían de qué estaba “hecho” lo invisible y quién establecía su ley, hoy el capitalismo global cancela toda invisibilidad, todo no-saber, en favor de su única verdad presente.
En La llave maestra de la realización de sí mismo, libro de filosofía hindú, leemos que:
En marathi, la palabra «Aksha» es un sinónimo de ojo. «A» es la primera letra del alfabeto y «Ksha» es una de las últimas. Eso significa que todo lo que ve el ojo está dentro del alcance de estas dos letras. Sólo le dará información de los objetos exteriores.
Y sigue:
Los objetos groseros serán visualizados por el ojo grosero y lo sutil será sentido por los sentidos que son sutiles. Pero en marathi, una letra que viene después de «Ksha» es «jña». La letra «jña» indica el conocimiento que no puede ser visto ni por el ojo grosero externo ni por el ojo sutil del intelecto. Por consiguiente, al «ojo» se le indica con el sinónimo «aksha». Como el ojo, los demás órganos de los sentidos, a saber, el oído, la nariz, la lengua, etc., están dirigidos hacia afuera y continúan existiendo debido a la fuerza de los objetos externos. El rey del conocimiento (yo soy) persuade a todos los sentidos y parece otorgarles el dominio. El hecho de que no atraiga la atención de nadie el hecho de que él (yo soy) esté presente antes de los sentidos, se debe a esta externalización.
Durante muchos nacimientos, la mente y el intelecto han adquirido el hábito de mirar sólo hacia afuera; por lo tanto, «volverlos hacia adentro» ha devenido una tarea muy difícil. A esto se le llama «la vía inversa», que siguen los santos cuando se vuelven en la dirección opuesta y observan la mente, abandonando completamente ver lo que es externo. Donde un hombre ordinario está dormido, estos santos están despiertos; y donde un hombre ordinario está despierto, estos santos están dormidos.
Hoy, cuando el hombre moderno se ha decidido por hacer del ojo “grosero” su instrumento de creación, la mirada sólo sirve para caer en el más absoluto de los olvidos.
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