Vivimos en un mundo en el que las culturas cada vez se conocen mejor entre sí. Ya todo el mundo sabe de dónde viene el bretzel, el sushi y la paella. Incluso en algunos casos hay culturas que están adoptando costumbres de otras culturas, sirvan como ejemplo las celebraciones de Halloween. Pero los pueblos, al igual que los individuos, son construcciones determinadas por sus circunstancias y su historia y, así como dos individuos, independientemente de cuánto puedan influirse mutuamente, mantienen su carácter, sus vicios y virtudes y sus lastres, igual ocurre con los pueblos.
Han tenido que pasar dos meses desde qué llegué a Heidelberg para percibir más nítidamente las diferencias de carácter entre los alemanes y mis compatriotas. Claro está que todavía queda mucho camino por recorrer y muchos lugares por explorar. Me arriesgo a que mi opinión cambie con el curso de los años. La vida es fluir.
Con el tiempo se suceden anécdotas y experiencias que le ayudan a uno a configurar su visión sobre el mundo. Hace unas semanas me comentaba un profesor que, en las clases de traducción, los alumnos españoles que vienen de Erasmus, entre los que me encuentro, siempre hacen un comentario antes de leer su traducción, como intentando excusarse ante cualquier posible error. El alumno teutón, por contra, me dijo, lee su traducción primero y luego espera a los comentarios sobre su trabajo. La observación me dio que pensar. ¿Hasta qué punto el país en el que nace un individuo determina su carácter? ¿Qué factores influyen en este proceso?
Las causas de tan dispares comportamientos son muy diversas, a saber, el clima, la religión, la historia, la literatura, etc. Analicemos, pues, qué es lo que lleva a los españoles a ponerse a la defensiva en todo momento. Uno se defiende siempre de un ataque. En nuestro caso, es este ataque un ente ficticio que el español deposita sobre cualquiera de sus acciones. El español vive acomplejado. Piensa siempre que lo suyo vale menos. Cree que al alemán, o al inglés, o al sueco, se le tienen que dar mejor los idiomas de manera obligatoria. No nos terminamos de creer que alguien de nuestro entorno tenga fama internacional. Y cuando algo en el país no funciona, por mínimo y local que sea, siempre espetamos la frase: esto es España.
Pero, ¿realmente está justificado el complejo de los españoles? Pensamos que tenemos la peor educación, la peor economía, que somos los últimos en todo menos en fútbol. También pensamos que somos más tontos, sobre todo en comparación con el resto de Europa. Cuando vivía en España, e incluso estando aquí, yo también hacía comentarios similares. En cierto modo ignoraba que para establecer una comparación primero hay que conocer en profundidad los dos elementos que se comparan. Y eso es lo que no hacemos en España, por eso las valoraciones que vertimos sobre España los españoles están tan invadidas de prejuicios y autodesprecio.
¿Realmente los alemanes son más eficientes, inteligentes y están más avanzados que nosotros? Siempre he tenido la duda de si los españoles tenemos tan buena opinión del resto de europeos debido al aprecio que hacemos de ellos o al menosprecio que hacemos de nosotros. Sea cual sea la respuesta, en este artículo voy a abordar la cuestión del complejo de los españoles.
En primer lugar, como en casi todo en la vida, no creo que se pueda dar una respuesta absoluta a tal pregunta. Sin embargo, el complejo de los españoles sí que es absoluto, ya que abarca cualquier actividad que emprendemos. Yo creo que existen aspectos en los que ese complejo tiene su razón de ser, aspectos en los que España no funciona. Hablo de tres aspectos en concreto en los que Alemania, y otros países europeos, supera con creces a España. En mi opinión, la eficiencia alemana se basa en tres pilares que los españoles hemos descuidado siempre: educación, economía y política.
Para empezar, el sistema educativo alemán, con todas sus luces y sus sombras, aventaja al español en una serie de asuntos cruciales: se valora mucho más el mérito, existe un mayor respeto hacia el profesor y los estudiantes trabajan de forma mucho más independiente. Pero las bondades del sistema educativo no terminan aquí, sino que se extienden y desarrollan en la universidad y el sistema de educación dual. Llegados a cierta edad, los alumnos pueden elegir entre estudiar una carrera o combinar la formación académica con prácticas en una empresa. De esta forma, las universidades se descargan de cierto número de estudiantes que tienen mayor vocación para las profesiones técnicas. En España, al minusvalorar la FP, hemos provocado que las aulas universitarias estén sobrepobladas y muchos licenciados no puedan terminar accediendo a un trabajo relacionado con lo que han estudiado, ya que la oferta en ese campo ya está cubierta.
Otro de los aspectos – ya mencionado en otras entradas – es el de la libertad que goza el universitario alemán. El clima de las clases es mucho más relajado y distendido, más informal. Este ambiente tan familiar hace que el estudiante se sienta más cómodo, aproveche mejor el privilegio de estudiar una carrera y gane en creatividad. En España, en cambio, hay un intento de convertir a la universidad en una extensión del instituto. Se ignora que tanto profesor como alumno son ya adultos y que hay ciertas jerarquías que deben desaparecer.
Todos estos aspectos posicionan al sistema educativo alemán por encima del español según recoge el informe PISA, que sitúa a Alemania 23 puestos por encima de España en competencia científica, por aportar un ejemplo. Naturalmente, este hecho acaba repercutiendo en la economía y en la política notablemente.
Pero si sólo considerásemos la educación en su significado académico, estaríamos dejando el retrato a medio hacer. Buena parte de nuestra educación se curte en el ámbito familiar y, según lo poco que he podido observar hasta el momento, los padres saben complementar la educación que sus hijos reciben en las aulas. Los padres educan a sus hijos para que, desde muy pequeños, aprendan a ser independientes y a buscarse la vida. No es extraño, por ejemplo, ver a niños de 6 años coger solos el autobús que los lleva a casa después del colegio. Cuando llega la hora de estudiar en la universidad, los hijos se marchan a otra ciudad para hacer allí sus carreras. Muchos de ellos se buscan trabajillos para facilitar su situación financiera durante estos años de derroche. Cuando salen de sus grados, ya son personas totalmente formadas y con experiencia laboral, con lo que no tardan tanto tiempo en encontrar un empleo. Pero la mayor bondad de esta independencia no es la generación de individuos que pueden encontrar un empleo, sino que además están dispuestos a crearlo. La iniciativa empresarial entre los jóvenes alemanes supera con mucho la de los españoles. En España todavía no comprendemos que un país próspero, rico e independiente necesita empresarios e innovación. Sólo con este cambio de mentalidad podemos salir de la crisis. Porque se trata precisamente de eso, de salir de la crisis y no de que nos saquen.
Es cierto que el sistema de enseñanza también tiene sus sombras. Alemania es otra víctima del psicologismo educativo, que lleva a suponer que unos psicólogos pueden pronosticar si un niño de cuatro años tendrá éxito o no. Además, la segregación por niveles quizás se establezca a una edad demasiado prematura – 10 años – como para conocer el potencial de los alumnos. Y lo digo basándome en mi propia experiencia. Si me hubiesen evaluado a los 10 años hubiera acabado trabajando en un taller. En cambio, 10 años más tarde estoy estudiando tercero de Traducción, que no tiene nada que ver con aquello. Aun así, a pesar de este defecto, la educación alemana sigue puntuando muy por encima de la española, por lo que no sería un mal modelo a imitar.
En segundo lugar, Alemania, como es bien sabido, nos aventaja en el tema de moda: la economía. La suya es mucho más próspera, estable, y no está viviendo el drama que sufre la nuestra. Un buen número de indicadores muestra que la economía alemana está atravesando triunfante este pedregoso camino. La tasa de desempleo está en el 6.5%, la inflación es relativamente baja – como en España, gracias al euro -, el déficit se está reduciendo considerablemente y es posible que para 2014 se equilibre el presupuesto, un objetivo que cualquier nación ha de conseguir si no quiere hipotecar a sus jóvenes. Estos grandes resultados se deben, entre otros factores, a una política monetaria hasta cierto punto sana, que no genera una inflación alta, lo que facilita sobremanera la vida de las clases medias. Comparado con España, el mercado laboral es mucho más flexible, las empresas encuentran menos obstáculos para poder abrir y las finanzas públicas están en orden, lo que anima a la inversión. Es este un tema profundo y que lamentablemente no se puede desarrollar aquí, pero qué duda cabe que un sistema económico estable es el principal garante de la paz entre los individuos y los colectivos.
Por último, y como consecuencia de todo lo anterior, tenemos el sistema político y la vida en sociedad. Y comencemos por el que creo que es el mayor problema de la política española: la corrupción. Y de esta desgracia son tan responsables los políticos, por protagonizarla, como los ciudadanos, por tolerarla y haberla integrado como un elemento más de la vida cotidiana en España. En Alemania, ante el más mínimo caso de corrupción – y estoy hablando de casos que se alejan bastante de los ERE o Gürtel -, el implicado dimite y no se le vuelve a ver el pelo. Los índices de corrupción son muchísimo más bajos y la población no duda en desconfiar de cualquier político al que se le sospeche el más mínimo trapicheo. Naturalmente en el Bundestag se suele ceder a las peticiones de los lobbys y las decisiones políticas siempre obedecen a intereses particulares y maniobras. Nihil novum sub sole.
Eso sí, la tensión y el cainismo de la política española no existen. Aquí hay dos partidos fuertes – la CDU y el SPD – y los Verdes y el FDP, no tan fuertes pero que suelen formar parte de muchos gobiernos . Son habituales las coaliciones y, a diferencia de España, estas pueden estar formadas por los dos grandes partidos, lo que los alemanes llaman la Gran Coalición. Les importa más la estabilidad de la nación que las disputas partidistas. Creo que particularmente este último punto le haría mucho bien a España, pero ya sabemos que el cainismo inunda todos los resquicios de la nación y lo que se refleja en la política no es más que un retrato del ciudadano medio. Schade.
La vida en la sociedad española está marcada por la tirantez, por la mala leche y la asignación de culpas, pero es que además las conversaciones de política están a la orden del día. En Alemania apenas se habla de política. En estos dos meses todavía no he escuchado a nadie poniendo a parir a Angela Merkel en el autobús o sacándole los colores al Gobierno Federal en la cola del supermercado. La política queda siempre en un segundo plano. La gente sigue adelante con su vida sin mirar a los políticos cada dos pasos. Ahora bien, es cierto que en esta conducta hay implícito un cierto borreguismo, pero siempre son más peligrosos unos borregos que embisten.
En este marco general se insertan los aspectos de la vida cotidiana en los que España debería aprender de Alemania. Es verdad que no son pocos, también que son de gran relevancia y habría que corregirlos, pero siguen sin ser suficientes para justificar el complejo general de los españoles. Los alemanes también tienen sus defectos. Hay en ellos cierta tendencia imperialista y se suelen disgustar si las cosas no se hacen a su manera. Podría decirse que el alemán es un ser arrogante porque conoce sus virtudes e ignora sus defectos y el español es un ser acomplejado porque conoce sus defectos e ignora sus virtudes.
Y va siendo hora de que conozcamos nuestras virtudes. De España han salido artistas brillantes como Dalí,Velázquez o Goya, nuestra literatura no conoce parangón. Es difícil encontrar en otras culturas a escritores tan inteligentes como Unamuno, Cervantes, Pérez Galdós, Quevedo, García Lorca o Góngora. La lista es interminable. Tenemos músicos que, de haber nacido en Brooklyn, serían de renombre internacional. Nuestro país ha cojeado siempre en las ciencias positivas. Eso nadie lo pone en duda. Pero antes de prejuzgarnos, tenemos que conocer que nuestra historia estuvo marcada durante mucho tiempo por el oscurantismo de la Inquisición, los reyes absolutistas, el hambre, el aislacionismo y el retraso y que hemos de tener paciencia mientras nos deshacemos del yugo del pasado. Sólo si cuidamos y protegemos a nuestros jóvenes, ponemos coto a la fuga de cerebros y creamos un ambiente de amor al conocimiento podremos lograrlo.
Ignoro si una de las consecuencias de la globalización será la supresión de las identidades nacionales, si en el futuro existirá en cada país una fusión de los elementos más significativos de todas las naciones. Me inclino a pensar que siempre hay un sustrato que permanece y que a medida que las influencias mutuas crecen, el mundo no sólo no se hace más homogéneo sino que acaba por resultar en una serie de híbridos que lo convierten en un lugar más diverso y particular. Puede que dentro de 50 años el español, o lo que quede de él, siga despotricando contra sus compatriotas, pero mientras come sushi y ojea un periódico en inglés.