Revista Opinión
Recuerdo que no hace aún muchos años, fui con un amigo a pasar unos días a la Isla de Ibiza. Habíamos cargado con una moto que nos daba independencia. Tenerla a la puerta de la tienda de campaña en el camping nos proporcionaba la libertad que deseábamos. Un día nos dio por ir hacia el noreste a ver aquella parte de la isla y nos entretuvimos en las ruinas de un asentamiento púnico. Estábamos solos y nos encontrábamos deambulando por allí. Era verano, el atardecer era precioso, había hecho calor y ahora empezaba a refrescar un poco; hacía una temperatura muy agradable. Estábamos muy a gusto poniéndonos en la situación de los antiguos pobladores, dejándonos llevar por nuestras entelequias mentales, cuando nos dimos cuenta de que había anochecido y que estábamos a más de veinte kilómetros del camping. Subimos rápidamente a la moto y nos pusimos en marcha. No tardamos ni cinco minutos en darnos cuenta de que no hacía el calor que habíamos tenido durante el día: Teníamos frío. Paramos. A pesar de que él conducía me dio su toalla de baño con la que me envolví, me acurruqué detrás y temblando, temblando, enfilamos el camino “a casa”. Él prácticamente iba a pecho descubierto. Quedé sorprendido por su control. Desde entonces que vengo observando esa particularidad suya: Admirable. Yo soy incapaz de hacer eso. He sido testigo desde entonces de su capacidad de autodominio en situaciones límite, no se deja anonadar. De verdad que cuando mayor presión tiene, mejor se desenvuelve. Su control mental es increíble en situaciones de presión agobiante.
Con el tiempo he descubierto que bajo presión fallo más que una escopeta de feria. Y sin ella también aunque menos. Es una realidad que me apabulla. Intento justificar mis posiciones con aquello de: “Pues tiro mano de lo que tengo, ¿qué le vas a hacer?” ¿Un ejercicio de humildad? No. Simplemente un posicionamiento aproximativo a la realidad. Hay mucho, muchísimo que se nos escapa. Nuestra vida interior nos hace “elevarnos” pero siempre llega el momento en que algo nos dice: “Calma tío, ¿No ves que metes la pata día sí y día no? ¿No ves que todo es relativo? ¿No te das cuenta de que siempre hay por encima de ti alguien más inteligente? ¿No ves que no puedes ni siquiera considerarte fuerte? ¿Qué eres? ¿Qué tienes?
Intentas comparar con el único fin de ubicarte. Tratas de saber desde dónde estás echando un vistazo alrededor y observando a los demás; y llega el momento en que quizás te ves diferente, pero reconoces que no; ves que eres más de lo mismo: Un pobre animal en un planeta perdido en el Universo, sometido a las “inclemencias”, las circunstancias. Que normalmente sueles equivocarte, pero que lo que más te duele son los errores que cometes cuando estás bajo presión. No se te puede dar prisa.
¿No ves que somos seres limitados? Fíjate en qué somos, al fin y al cabo. Soy mi cerebro. Una “maquinita” increíble, extraordinaria, pero lejos de ser “perfecta”. El cerebro trata de ver y de interpretar, pero está sujeto a un mecanismo interno. En él confluyen multitud de factores de funcionamiento que los miles de años pasados lo han ido configurando en base a unas primitivas circunstancias que lo hacían reaccionar para sobrevivir y por eso estamos aquí. El que esté abierto a muchísimas posibilidades no quiere decir que no cometa errores. Te aseguro que los comete, y muchos, al menos el mío.
Si fuéramos capaces de aceptar realmente esto, nos ayudaría a fijarnos más, pero sobretodo a darnos cuenta del momento en que estamos bajo presión, que nos producirá inseguridad y que va a llevar casi inevitablemente a cometer errores. El estado emocional alterado nos lleva directamente al error. Sólo si nos conocemos, sólo si sabemos que eso ocurre, nos pondrá alerta para no dejarnos llevar por esas circunstancias que van a hacer que cometamos errores.
Caña a las personas que sabiendo que eso ocurre, no nos paramos a reflexionar sobre ello.