Esta película de Rudolph Maté, brillante director de fotografía reconvertido en director de películas, supone la sublimación de una de las premisas indispensables del cine negro: el destino amenazador que oprime a los protagonistas, la fatalidad ineludible que les conduce a un desenlace trágico, violento, mortal… Basada en una cinta alemana previa, escrita por Billy Wilder y dirigida por Robert Siodmak, en la que el protagonista iba en busca de su propio asesino, Con las horas contadas (D.O.A., 1950) sitúa a Frank Bigelow (Edmond O’Brien) en el trance de investigar su asesinato. Es decir, el protagonista es un inminente cadáver que, antes de que se consume lo inevitable, pretende esclarecer la autoría y las causas de su muerte para que la policía pueda actuar. El título original del filme, Dead on arrival, traducido algo así como “ingresado cadáver” o “muerto al llegar” (que es como se conoce en España el remake ochentero protagonizado por Dennis Quaid), advierte ya suficientemente del punto sobre el que gira la trama.
Circunscrita a los cánones del cine negro, corriente de la que constituye uno de los más estimables exponentes de comienzos de la década de los 50, la intriga sirve para poner de relieve el cuestionamiento de determinados aspectos morales y sociales, reflejados con notable atrevimiento para la época (sobre todo, pero no solo, de índole verbal) y las exigencias censoras, como son cierta relajación en las costumbres de la América urbana, y el exceso de libertinaje. Así, nos encontramos a Frank, lo que en España vendría a ser un notario, que ejerce su profesión en una pequeña ciudad de California. Deseoso de pasar un fin de semana de asueto, arregla una breve estancia en San Francisco para ocuparse en salir de noche, emborracharse, gozar de la música y de las mujeres. Para ello, por lo visto, no es obstáculo la relación que mantiene con su secretaria, Paula (Pamela Britton), que a regañadientes consiente en que vaya (atención al explícito machismo de las conversaciones de ambos, la “facilidad” con que ella acepta los “argumentos” de él para permitirse la escapada, así como la manera en que ella, posteriormente, descarga previamente a Frank de las culpas por aquello que pueda hacer durante su viaje…). Tal vez debido a esta conculcación del primer mandamiento de la vida en pareja en el Hollywood del Código Hays, Bigelow se encuentra en San Francisco con lo que no buscaba: la muerte. Y eso que al principio todo parecía ir sobre ruedas. El hotel donde se hospeda aloja una convención de negocios, empleados de ambos sexos que en las noches se corren unas enormes juergas en las habitaciones y los pasillos del edificio, o deambulan por los locales nocturnos de la ciudad hasta el amanecer. Un grupo convence a Frank para que se una a ellos, pero en el club “The fisherman” (“El pescador”), mientras intenta beneficiarse a una moza apetitosa (justo en ese momento, ahí se ve el toque moral de la censura), alguien manipula su bebida. A la mañana siguiente, ya es tarde. Aunque los escrúpulos morales de Frank le impidieron finalmente acudir a la adúltera cita, se siente mal. Los médicos a los que acude le confirman el desastre: envenenamiento por iridio. Conmocionado, logra rehacerse sabedor de que le quedan solamente unas horas de vida, y decide invertir ese tiempo en averiguar lo ocurrido para comunicárselo a las autoridades antes de que sea tarde. Empezando por el club, comienza desenmarañar una tela de araña que guarda relación con una misteriosa llamada que recibió en su oficina cuando ya se había marchado de viaje, y con una escritura que validó meses atrás, en la que una partida de iridio cambiaba sospechosamente de manos…
Maté traslada magníficamente a imágenes el guion de Russell Rouse y Clarence Greene, y construye la película sobre un gran flashback en el que Frank relata lo sucedido a la policía de San Francisco. El interés del director, no obstante, no reside tanto en la presentación de la intrincada y laboriosa investigación de Frank y en el uso del suspense (cosa lógica, teniendo en cuenta que lo primero que hace el filme es anunciar el final), con todos los resortes dramáticos a ello asociados, sino en la evolución del personaje ante la angustiosa situación que le ha tocado vivir (o más bien morir), y en las implicaciones que esto arrastra (en particular, como ejemplo de un suspense no ligado al hecho criminal, la reacción de Paula cuando sepa qué le sucede a Frank).Por eso buena parte de las mejores secuencias del metraje se dedican a esta cuestión, como son la escéptica charla que mantiene con el primer médico o la desesperación que sigue a la confirmación de su extraño diagnóstico en su visita al hospital, primero rechazando con aspavientos la verdad que el doctor le presenta metida en un tubo de ensayo (un líquido fluorescente que Maté no se resiste a mostrar en pantalla apagando las luces), y después en la alocada carrera que emprende por la ciudad, huyendo de aquello que no puede escapar, magnífica escena que concluye con unos planos mágicos: exhausto, sudoroso, Edmond O’Brien se apoya en un quiosco de prensa (en el que, curiosamente, predominan las portadas de la revista Life, “vida”) para, inmediatamente después, devolverle a una niña con un tacto y un cariño casi paternales la pelota que se le acaba de escapar de las manos.
Estas imágenes encuentran su correspondencia en una fase más avanzada, cuando Frank, que ya ha descubierto que todo obecede a las oscuras maniobras del gángster Majak (Luther Adler), es perseguido por sus esbirros con alevosía y nocturnidad por las calles de San Francisco. Maté inventa una extraordinaria secuencia en la que se combina el seguimiento de un coche a un autobús con una persecución a la carrera, la entrada en una tienda y el subsiguiente tiroteo. La creciente tensión violenta se completa con el tiroteo en la fábrica abandonada, con un magistral contraste de luces y sombras y una brillante composición de líneas rectas horizontales y verticales mostradas con el recurso a la profundidad de campo, y, en especial, con el clímax situado en el recurrente y célebre (cinematográficamente hablando) edificio Bradbury (su patio, techumbres, balconadas y escalinatas, tan presentes en películas de distintos géneros y épocas). El virtuosismo de Maté tras la cámara culmina en la secuencia inicial, el largo plano secuencia que acompaña la espalda de O’Brien durante los créditos de la película, y que desde la calle introducen al personaje, a través de vestíbulos, pasillos y antesalas, en el despacho de los policías (muy ociosos, por cierto, al comienzo del filme) a los que va a presentar su insólito caso.
Fenomenalmente interpretada por O’Brien, uno de los más grandes de su tiempo, soporta prácticamente en solitario toda la película, hallándose constantemente presente durante sus 82 minutos. Secundado por personajes e intérpretes de perfil medio, su actuación todavía sobresale más, e incluso obliga a disculpar ciertos deslices de guion que no resultan adecuadamente justificados, como por ejemplo, el hecho de que Stanley Philips (Henry Hart), que ha sido víctima de un envenenamiento semejante al de Frank, sufra los efectos del veneno con tanta rapidez mientras que el personaje de O’Brien puede desenvolverse sin mayores problemas durante la mayor parte de su investigación, acudiendo a varios médicos, recorriendo la ciudad de parte a parte e incluso disparando, corriendo y peleando con quienes le han llevado a tal estado. La inmensa capacidad de absorción del interés del espectador que genera la trama, no obstante, camufla esta leve incoherencia y proporciona un vibrante producto de cine negro, lúcido y muy entretenido, en el que el virtuosismo visual (por ejemplo, el instante en que es revelada al público la identidad del verdadero asesino) encaja a la perfección con el principio de angustia vital que es piedra angular de los antihéroes del noir clásico. Una gozada para disfrutar con las tribulaciones ajenas.