Revista Sociedad
Desde el Código de Hammurabi, allá por los albores de la civilización sumeria, unos dos mil años antes de nuestra era, las leyes se han caracterizado por respetar unos mínimos que además de legales, las hacen legítimas. Y es que legales eran, sí, las leyes raciales de Nuremberg promulgadas por el régimen nazi alemán, por ejemplo, pero su misma naturaleza racista y genocida las hacía ilegítimas y por tanto, rechazables y combatibles incluso con las armas en la mano. En cristiano y abreviando: hay leyes que, aunque hayan sido publicadas en el BOE, no dejan de ser aberraciones si su contenido político y social es aberrante, por impecable que sea su factura jurídica. El caso es que a principios de la década pasada legisladores y políticos cayeron en la cuenta de un hecho incontrovertible: los presos de ETA, al hacer uso de los beneficios penitenciarios, salían a la calle mucho antes de ver cumplidas sus condenas a cientos o miles de años. Las sentencias se dictaban naturalmente según el ordenamiento legal, y en proporción al recuento de los crímenes probados cometidos por el individuo juzgado. Pero resulta que según rezaba la ley española hasta la reforma de 2005, nadie podía pasar en la cárcel más de 30 años seguidos, lo cual dicho sea de paso es sumamente razonable y habla del buen talante de quienes en su momento se opusieron a que en el ordenamiento jurídico de la democracia española, entonces naciente, se incluyeran tanto la pena de muerte como las condenas a cadena perpetua irredimible, dos figuras penales propias de sociedades que viven en la barbarie y la miseria moral por ricas y avanzadas que sean. Así que ya de entrada, el que un etarra o cualquier otro reo sea condenado a 400 años de cárcel suena incluso un poco tonto; es obvio que no los cumplirá, y yo diría incluso que es bueno que así sea. En realidad las sentencias deberían tener en cuenta ese techo máximo de tiempo que realmente pasará en prisión el reo. Si el techo máximo son 30 años, o 40, ninguna sentencia debería condenar a más años de los que establece como límite el Código Penal. Claro que aquí viene la segunda parte. Muchas personas y no solo políticos y legisladores tenían y tienen (tenemos) la sensación de tomadura de pelo cuando se sabe que ese mismo delincuente convicto condenado a 400 años de cárcel en realidad no cumplirá ni los 30 del techo máximo establecido gracias a los beneficios penitenciarios, que en la mayoría de los casos son aplicados al poco tiempo de estar en la cárcel y que disminuyen el tiempo de condena no restando del conjunto de años al que fue sentenciado el preso en su día, sino descontando del techo máximo de tiempo que puede pasar en prisión. Entendámonos, en un sistema que busca la redención a través de la pena y no la venganza salvaje de los agraviados por el reo, los beneficios penitenciarios para todos los presos son un concepto irrenunciable; su tipo y gradación en cada caso, debería ser otra cosa. Como decía antes, nadie debería ser condenado a más años de los que realmente señala el Código legal como límite de tiempo efectivo a pasar entre rejas, pero es obvio que entonces el descuento de días por beneficios penitenciarios debería guiarse de modo distinto en el caso de quien mató a otra persona en un homicidio imprudente, por ejemplo, del caso de quien asesinó a 50 mediante un coche bomba indiscriminado. Todo esto viene a cuento del ridículo mundial que acaba de hacer el Gobierno español actual y también su antecesor por causa de la siniestra "doctrina Parot" (una verdadera estafa jurídica, pura prevaricación de jueces y legisladores), que aplican en casos especiales los tribunales españoles y que permite retener en prisión a alguien que debería haber sido puesto en libertad en el momento en que se agotó su período máximo de estancia en la cárcel. El Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo acaba de condenar severamente al Estado español por el caso de la etarra Inés del Río, cuya condena venció hace cinco años y a pesar de ello sigue en la cárcel en aplicación de la doctrina Parot. Era evidente que los presos etarras se acogían a beneficios penitenciarios a veces diseñados a medida (cursos de euskera por correspondencia sin exámenes, inscripción en carreras universitarias de determinadas universidades bajo la tutela de determinados profesores etc), y que algo debía hacerse para remediar esa situación, pero de ahí a secuestrar a esas personas media un abismo. La palabra es dura, pero real: secuestro. Y es que España entera es un Guantánamo en el cual hay gentes que han finalizado el pago de su deuda social, y sin embargo no se les permite salir a la calle. Lo más terrible del caso es que para mejor manipular a la opinión pública, se mete en el mismo paquete de la doctrina Parot a los etarras más sanguinarios y a presos sociales como violadores, asesinos reincidentes, etc. Una vez más, como en el espectáculo de Els Joglars (1977) sobre la ejecución de Heinz Chez, el desgraciado al que dieron garrote junto a Salvador Antich para así justificar el carácter de "criminal común" de Antich, estamos ante una verdadera "torna", el añadido que se suma para hacer más digerible el crimen de Estado: se usa a los presos sociales para intentar disimular el carácter de represalia estricta de una política penitenciaria que lejos de resultar socialmente curativa, deviene en abyecta y planificada venganza. Peor todavía, se lanza a la calle a los voceros de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, esos profesionales del dolor que ejercitan su oficio por cuenta ajena, al modo de las antiguas plañideras, para que refuercen la posición de la gentuza que nos desgobierna y que ya amenaza poco veladamente con pasarse por el arco del triunfo la sentencia del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. Entiendan por favor, que esta no es una batalla a favor de los presos de ETA, sino de los derechos humanos más elementales de todos nosotros, de todos aquellos a los que un Gobierno cuyos principios rectores se hunden en la tradición del más rancio fascismo español, puede cualquier día acabar metiendo entre rejas por ser individuos "antisistema", "asociales" o simplemente por no ir a misa, como sucedía en los tiempos de Franco. Lo menos que merece un convicto es saber de entrada cuanto tiempo real pasará en prisión. En la imagen que ilustra el post, representación de La torna, de Els Joglars.