“Por una mirada, un mundo; por una sonrisa, un cielo;por un beso…¡yo no sé qué te diera por un beso!”Olvidamos también que, aparte de sangre y huesos, también tenemos hormonas y que esas hormonas juegan con nosotros, haciéndonos sentir cosas que a veces acabamos pagando de por vida, bien por tratar de negarlas, o bien por hacerles demasiado caso.Cuando dos personas se enamoran, sus cuerpos se revolucionan segregando una cantidad de hormonas que les hacen llegar a creerse invencibles, porque de repente pueden con todo. Son capaces de desafiar las condiciones más adversas para conseguir estar juntos por encima de la autoridad de los padres, de la fidelidad a sus parejas oficiales, de los hijos cuya custodia puede peligrar o de las normas de la empresa en la que trabajen ambos, si ésta prohíbe las relaciones entre sus empleados.Cuando una relación amorosa no acaba de cuajar, muchas veces oímos la excusa de: “Es que no había química entre nosotros”. Y es muy normal que nos preguntemos, ¿qué tendrá que ver algo tan artificial como la química con el amor? Pues tiene mucho que ver, porque todo empieza en nuestros sentidos. A través de las percepciones que canalizamos a partir de ellos, miles de impulsos nerviosos viajan hasta las estructuras cerebrales que regulan la secreción de diferentes hormonas y neurotransmisores que nos harán sentir o no sentir ciertas sensaciones placenteras o de rechazo hacia la persona que acabamos de conocer.Las primeras que entran en acción son las feromonas, algo que asociamos a los animales, pero que también nos afecta a los humanos. El olor que desprendemos despierta nuestras hormonas sexuales que entran en juego en la fase del deseo. Así, la testosterona en los hombres y los estrógenos en mujeres, se combinan con la Adrenalina en su estrategia de atontarnos y hacernos creer que no hay más mundo que el que se vislumbra en el fondo de esa mirada que nos conquista y nos eleva por encima de nosotros mismos.En la fasede la atracción entra en juego otra hormona, la Dopamina. Ésta es la responsable de nuestras sensaciones de placer y su influjo hará que procuremos repetir todo aquello que nos lleva a experimentarlo. Se la considera la hormona de la fidelidad, precisamente porque nos hace desear seguir viendo a esa misma persona y también regula nuestras motivaciones y deseos.Más tarde hace acto de presencia la Feniletilamina, otra hormona que aún nos estimula más y nos hace conducirnos como en una nube, hasta el punto de que a los que habitualmente tenemos alrededor les parece que no somos los mismos, porque nos ven como abstraídos y como si sólo tuviésemos ojos y oídos para esa persona que acabamos de conocer y que nos quita el hambre, el sueño e incluso el estrés. La Feniletilamina también es la responsable de que nos revoloteen mariposas en el estómago y nos sintamos inmensamente felices, viéndose potenciada por el efecto del neurotransmisor Norepinefrina, que nos llena de euforia y nos desboca el corazón.En esta fase de enamoramiento, la Dopamina y la Epinefrina serán las responsables de hacernos cometer locuras por amor. Pese a haber caído en una especie de enajenación mental transitoria, llegados a este punto de explosión hormonal y de pasión incontenible, la naturaleza es muy sabia y acude a otra hormona, la Serotonina, para que medie en tanto despropósito afectivo y nos haga retomar un poco la razón, recuperando el control de lo que sentimos y relajándonos un poco. Ahora será otra hormona, la Oxitocina, la que intervendrá para ayudarnos a desarrollar el apego, afianzando los lazos que nos unen a la otra persona, profundizando en las emociones y los sentimientos mutuos.Alcanzada la fase del apego, la pasión inicial empieza a desinflarse un poco y el deseo sexual se atenúa, entrando en escena la hormona Vasopresina, que nos permitirá sosegarnos un poco y estabilizar la relación de pareja. Si esta relación no se mantiene en el tiempo, son típicas las excusas de los implicados en ella del tipo “Se perdió la magia”,“Se acabó la química” o “Se nos rompió el amor”.Pero si perdura y se consolida, tampoco es extraño que, pasada la euforia inicial, tengamos la sensación de haber caído en la rutina, de haber dejado de sorprendernos y de resultar demasiado previsibles.A veces nos enamoramos de una estrella fugaz que atraviesa nuestra mente cuando conocemos a una persona y nos lleva a fantasear con lo que supuestamente encontraremos en ella. Contrariamente a lo que acostumbramos a creer, el amor no se gesta en el corazón, sino en la mente. Es ella la que nos hace idealizar o aborrecer a alguien, la que nos inunda el entendimiento con sus diferentes hormonas, la que nos hace creer lo que nos conviene creer en cada momento y no lo que más se ajusta a la realidad. No son los demás los que nos engañan ni los que juegan con nuestros sentimientos. Somos nosotros los que decidimos otorgarles o negarles la credibilidad a sus palabras, sus gestos y sus conductas hacia nosotros.Otras veces pensamos que una relación de pareja ideal sería la que lograse mantenerse en ese estado de enamoramiento del principio indefinidamente. Nos equivocamos del todo, porque ningún organismo podría mantenerse vivo por mucho tiempo si en su torrente sanguíneo se estuviese vertiendo continuamente esa cantidad de secreciones hormonales. Sería como arriesgarse a vivir con una bomba de relojería en el estómago. En cualquier momento podríamos estallar por los aires.De ese amor estable que deviene rutinario y que en ocasiones nos hace replantearnos si no nos estaremos equivocando al empeñarnos en continuar unidos a esa persona por la que sentimos cariño y respeto, pero ya no pasión, trata la novela Lo que encontré bajo el sofá, de Eloy Moreno. Es sorprendente lo mucho que podemos llegar a empatizar con unos personajes que parece que nos hayan leído el pensamiento en muchos párrafos y que nos demuestran que no somos bichos raros por atrevernos a cuestionarnos tantas cosas, porque mucha otra gente también se las cuestiona, aunque luego se arrepienta. Conocer a alguien de quien lo desconoces todo todavía e ir desgranando poco a poco su naturaleza es una experiencia apasionante, pero siempre tiene fecha de caducidad y luego nos viene el bajón, cuando nos damos cuenta de que ya no hay más misterios por desvelar, ni más sorpresas, ni más trucos de magia. Basta fijarnos en el cine para darnos cuenta de que las historias románticas siempre acaban justo cuando los novios se declaran su amor, o cuando se casan, o cuando uno de los dos muere trágicamente.En esas películas nunca se recrea la vida cotidiana de una pareja ya consolidada y, si lo hacen, es para complicar la trama con la aparición de un amante.
La vida cotidiana no vende, porque se la considera aburrida, vacía, insípida.
Lo que los espectadores quieren ver cuando van al cine no es más de lo mismo que ya tienen en casa. Quieren evadirse con historias de pasiones desenfrenadas, de vidas que se atiborran de emociones salvajes como si no hubiese un mañana. Pero olvidamos que, lejos de corresponderse con la realidad, esas vidas son como
estrellas fugaces que se acaban disipando ante nuestros ojos antes de que tengamos tiempo a darnos cuenta de su presencia. Y, de tener la oportunidad de vivir como los protagonistas de esas historias, lo más probable es que echásemos de menos la estabilidad que tenemos en nuestra vida real. Ese andar sobre terreno seguro, esa convicción de que esa persona que te acompaña no te va a fallar ni tú le vas a fallar a ella, ese calor que se siente aunque fuera haga frío y dentro esté todo en silencio, ese no necesitar palabras para que el otro o la otra nos entienda mejor que nadie y esa satisfacción de estar a gusto con tu vida porque tienes al lado a esa otra persona, son sensaciones que no tienen precio y no deberíamos ponerlas en riesgo por ninguna ilusión efímera y del todo insustancial.De la misma manera, tampoco sería muy sano, ni para nuestros organismos ni para nuestra economía, que el espíritu navideño se instalase entre nosotros indefinidamente. Porque la Navidad y todo el desenfreno que conlleva, no es más que otra estrella fugaz que nos deslumbra y nos hace creer en milagros y en espejismos que nada tienen que ver con la vida real de cada uno ni con lo que verdaderamente sentimos los unos por los otros.Estrella PisaPsicóloga col. 13749