Revista Espiritualidad
De vez en cuando, por ejemplo cuando las cosas se me ponen cuesta arriba, me da por fantasear que si me dejaran ser la fray escoba de un templo, sería feliz. Me encanta fregar y barrer, tender y planchar. A la comida le tengo más alergia, así que nada de hacer de tenzo. En el caso de que “me tocara” haría cocido tras cocido hasta aburrir a todo el mundo y conseguir que me dejaran por imposible y me relegaran a lo que de verdad hago bien: limpiar...
... fantaseo y fantaseo hasta que caigo en la cuenta de que pudiera ser que fuera posible hacer de mi casa un templo. O de mi vida una vida con ritmo y sabor templarios. Claro que tendría que poner al orden a los que conviven conmigo. Tampoco debería resultarme muy difícil puesto que uno de ellos es monje pero no es verdad, algo falla. Y pensando, pensando (entretenimiento al que me abandono muchas horas al día) voy perfilando algunas cuestiones.
Lo bueno de un templo es que hay normas bien claritas. Se sabe lo que se puede y lo que no se puede hacer, cuándo, quién y cómo. Lo que se dice una estructura aceptada e incorporada. Esto es curioso en el caso del zen que en apariencia empuja a la ausencia de estructura. O más bien habría que decir que utiliza la estructura como base y trampolín para acceder al mundo de lo totalmente desestructurado, caótico, anárquico... aparentemente. Debe ser que para el asalto a lo más grande se necesita apoyar los pies en la gran tierra y la cabeza en el gran cielo.
Ya he dicho alguna vez que trabajo en una unidad de psiquiatría infanto-juvenil. Llegan desordenados, según yo, a todos los niveles. Es que ni la higiene la llevan ordenada. Y de pronto allí, no les queda otra que acogerse a horarios, normas y tareas. Los primeros días se los pasan de queja en queja, de protesta en protesta y reclamando su libertad (¿) en todas las formas que se les ocurre sin obtener más resultado que la respuesta habitual: “Aquí las cosas se hacen así”. Terminan cediendo, claro. Y hay un momento mágico que suena como un click brillante, en el que se acogen a las normas y empiezan a relajarse, siguen el ritmo, encuentran el ritmo, y la mayor parte de sus penas y pesares se desvanecen por el abandono. Ahí encuentran, aunque ni lo sepan, el espacio infinito. Lo cual no quita para que pregunten, cuestionen, inventen y propongan, se rebelen, den la lata, molesten, y mejoren, el universo entero.
Por muy pequeños que sean no dejo de preguntarme si tal vez a nosotros los grandes adultos con toda nuestra experiencia de vida vivida a medias más que a enteras, no nos hace falta algo de eso: estructura y referencia para desestructurar y desreferenciar. Y vuelta y otra vez a empezar.
Éste es uno de esos gloriosos días en los que, graciosamente, me concedo un derecho vital: decir bobadas