Revista Cultura y Ocio

Eternamente jóvenes

Publicado el 10 julio 2019 por Molinos @molinos1282
Eternamente jóvenes—Lo que me da miedo ahora, es morirme joven y perderme vuestra vida.—Mamá, no te preocupes, eso ya no va a pasar. Ya no eres joven. 
Mi hija tiene la vida ( y casi todas sus ideas) perfectamente estructurada. Hasta los doce años eres niño, de trece a veinte eres adolescente, la juventud dura hasta los treinta y nueve y la adultez/madurez (no tiene claro como llamar a esta etapa) llega hasta los sesenta y nueve. A partir de ahí eres viejo y se llegas a los cien, héroe. 
Todos nos vemos más jóvenes que los otros padres del colegio, creemos que nos conservamos mejor que nuestros antiguos compañeros de clase y, al llegar a una reunión, jugamos a valorar si somos más o menos jóvenes que la mayoría. Luego, llegamos a casa, miramos a nuestros hijos y pensamos «qué mayores son, cómo han crecido» y nos arrasa la nostalgia por su infancia, por el recuerdo de nosotros como padres jóvenes, inexpertos, novatos. Lo que no hacemos, porque no queremos, porque nos da miedo, porque es lo que realmente nos enfrenta al paso del tiempo, es mirar a nuestros padres y pensar: qué mayores están, cómo han envejecido. 
Lo pensamos de pasada, de refilón, casi siempre cuando nos sacan de quicio porque una de sus manías se ha vuelto aún más omnipresente, o cuando repiten la misma batallita mil quinientas veces o cuando se olvidan de algo o se despistan. En esas ocasiones pensamos: «madre mía, mi madre qué despiste lleva» o «mi padre es pesadísimo». Es un pensamiento fugaz, repentino que dejamos pasar porque no queremos ahondar en él. Nos da vértigo. Tenemos nostalgia de nuestros hijos siendo pequeños y adorables y, a la vez, nos aferramos al recuerdo de nuestros padres siendo jóvenes y capaces. Queremos que nuestros padres sigan siendo un anclaje, alguien a quién recurrir, un faro, un apoyo. Que sean independientes, capaces de enfrentarse a la vida, a sus nimiedades e inconvenientes sin tener que contar con nosotros más que cuando a nosotros nos viene bien, nos encaja. Lo que nos envejece, lo que nos hace mayores no es que nuestros hijos tengan veinte años, es que nuestros padres tengan ochenta. No nos envejece tener hijos universitarios, nos hace mayores que nuestros padres no puedan conducir, no entiendan lo que les dice el médico o necesiten que les acompañemos a hacer cualquier gestión. 
Nuestro permanente elogio de una juventud convertida en una especie de paraíso nos ha hecho considerar la vejez como un territorio a evitar. Pensamos que la vejez es un jardín al que podemos evitar entrar si hacemos ejercicio, si completamos los sudokus, si nos mantenemos activos (odio esa expresión) si sabemos usar la tecnología... y no. La vejez no es una opción, es inevitable y tiene sus limitaciones.  Y no queremos aceptarla, ni la nuestra y por eso nos consideramos los padres más jóvenes de la clase, ni la de nuestros padres y por eso recurrimos a ellos. 
El lunes tuve un accidente de coche. Un encantador señor con unos impresionantes ojos azules y ochenta y dos años, me embistió por detrás en la entrada de una rotonda. A él no le pasó nada. A su nieta, que viajaba en el asiento de atrás, tampoco. Eran las ocho y diez de la mañana y la estaba llevando al colegio. Mi coche se lo llevó la grúa, yo tuve que rellenar los papeles, llamar al seguro y tranquilizar a su hijo por teléfono. «No, su padre está perfectamente. Su hija también. La única que tiene algo soy yo, no se preocupe». 
Estamos preparados para cuidar a nuestros hijos, para ser adultos responsables de nuestros descendientes. Lo que nos cuesta la vida es aceptar que tenemos que cuidar a nuestros padres, que nuestros padres ya no pueden hacer una serie de cosas, que ya no pueden ayudarnos. Estamos tan empeñados en querer seguir siendo jóvenes que no estamos preparados para que nuestros padres se hagan mayores, para dejar de ser hijos.
PS: acabo de darme cuenta de que hace dos semanas también escribí de este tema. Me estoy haciendo vieja y me repito.

Volver a la Portada de Logo Paperblog