En Europa ’51 (con guión de Fellini y un notable papel secundario de Giulietta Masina) Ingrid Bergman es una caprichosa aristócrata romana que vive sumida en la frivolidad, aislada en un mundo de naderías, hasta que su pequeño hijo, repleto de impotencia y dolor frente a la desatención materna, decide arrojarse por las escaleras, buscando acaso llamar la atención de una madre ausente que sólo tiene tiempo para cócteles y reuniones sociales (quienes hayan leído Por la parte de Swann, de Proust, notarán que esos acontecimientos iniciales guardan una cierta similitud con algunos de los recuerdos de la infancia en Combray del narrador). El desenlace de lo que inicialmente se presupone un accidente y no un acto voluntario del niño, termina por cobrar un cariz trágico, instantes después de que Irene Girard –tal es el nombre de la mujer interpretada por la musa inspiradora de Rossellini–, en una escena memorable y desconsoladora, le dice a su marido: “tenemos que cambiar nuestra manera de vivir”.
Empero, sólo será Irene quien decide dar otro sentido a su existencia, primero guiada por su primo comunista, y más adelante por su propia intuición y afán de redención. A medida que se sumerge en los bajo fondos, en las barriadas romanas, en el lodoso terreno de los pobres, se aleja cada vez más del universo de lujos que la rodeaba y le confería rasgos identitarios y de pertenencia; sobre todo, se aparta de su familia conservadora y reaccionaria, incapaz de comprender el irremediable sentimiento de culpa que anida en el corazón de una madre que perdió, por negligencia o falta de amor, al fruto de sus entrañas. Irene descubre los meandros de un mundo desconocido para ella, un mundo en el que un niño igual al suyo puede morir, no por desatención, sino por falta de cobertura médica. En un excelente artículo, Ángel Faretta escribe: Así Irene Girard visita una villa miseria, conoce a las gentes que allí habitan y comienza a practicar con ellos una caridad que luego se convierte en una entrega total.
Cuando la cámara de Rossellini se detiene en el rostro de la Bergman, el sufrimiento, la culpa y la angustia se corporizan ad æternum. Estamos hablando de una mujer destrozada que se purifica con cada acción bondadosa, y que incluso llega a rozar el delito, poniendo su propia humanidad en peligro, en el momento que protege a un delincuente marginal acechado por la policía. Su abnegación llega al extremo de reemplazar en su trabajo en una fábrica a una obrera con la que traba amistad. Apunta Faretta al respecto: Esta sola secuencia, con la entrada al establecimiento, la descripción minuciosa del trabajo en cadena, las filas de obreras, las sirenas marcando las entradas y salidas, todo magistralmente realizado con rigurosidad absoluta por Rossellini, prácticamente incita al espectador a regresar a la producción artesanal. No es la única, pero quizás si la más notoria analogía con la vida de Simone Weil, lúcida filósofa francesa que se brindó por completo a los más desfavorecidos. De hecho, según el propio director del filme, el personaje principal tenía como punto de partida algunos detalles biográficos de la mujer fallecida tempranamente en 1943.
Por ende, la asociación no resulta novedosa ni mucho menos. En cambio, sí encuentro bastante original la interpretación que efectúa Faretta a posteriori: al lleva parte de la vida de Simone Weil al cine, Rossellini también estaba apuntalando –sospechándolo o no– el mito de Eva Perón, cuyo corazón dejaría de latir precisamente en 1952. A dos años de su periplo europeo, y en donde por cierto en Italia visitó la propia Roma –así como Milán y el Vaticano–, allí como en otros lugares su figura era ya por entonces algo incomprensible. Sobre todo por la imposibilidad de ser –como la mujer del filme– ubicada en un casillero fijo de aquellos que se exigían por aquel tiempo.
Si Europa ’51 es una metáfora aplicable mucho más allá de las fronteras italianas, aun a miles de kilómetros de distancia de la Europa de posguerra, el personaje de Ingrid Bergman se transforma –con su cabello dorado y algunas similitudes físicas a cuestas– curiosamente, en el retrato cinematográfico más fidedigno y trascendente que se haya realizado de la “abanderada de los humildes”, muy lejos ética y estéticamente de aquel injuriante pastiche hollywoodense pergeñado por Alan Parker y protagonizado por Madonna. ¡Cuánto más cercana la figura de Evita a esa sufriente Irene Girard que al final es internada por su propia familia en una institución psiquiátrica! Ciertamente, no son pocos los paralelismos que se me vienen a la cabeza: la escena en que los pobres, congregados en el jardín del psiquiátrico, reclaman la presencia de aquella a la que llaman “una santa” guarda parecido con las imágenes de la primera dama argentina, ya consumida por la enfermedad y dejando jirones de su vida, al saludar a sus descamisados prácticamente en estado de trance. El misticismo subyace en ambos planos. Volviendo a la película, sobre el cierre, la colosal actriz sueca se asoma por la ventana y también saluda a los únicos que no la consideran una loca.
De este modo, Rossellini no sólo concibió una joya a menudo pasada por alto a la hora de apreciar su obra, sino que afianzó el ingreso de Eva Perón a la inmortalidad, seguramente en forma mucho más efectiva que la manera en que lo vienen haciendo, desde hace ya tantos años, tantos supuestos seguidores que sólo quieren que tenga y mantenga una eternidad de afiche y cartón. Será cierto pues lo que dice un personaje en el largometraje de Bertolucci Prima della rivoluzione: ¡no se puede vivir sin Rossellini!
Europa ’51 (Italia, 1952).
Director: Roberto Rossellini.
Intérpretes: Ingrid Bergman, Alexander Knox, Ettore Giannini, Giulietta Masina, Teresa Pellati, Marcella Rovena.
Calificación: 8,50.