Revista Cultura y Ocio

'Evocando a la España de ayer'

Por Almargen

Mi memoria de Malasaña: mi Madrid, mis años 80

Barrio de Malasaña

De vez en cuando sucede algún acontecimiento que, de manera inesperada, me devuelve al tiempo de la 'movida', a mi juventud algo tardía en el Madrid que cabalgaba el potro a punto de desbocarse de la transición política. Más de una vez aquí, en Al margen, me he referido a esa etapa por otros motivos: El recuerdo de Enrique Urquijo o la muerte de Antonio Vega (hoy podría ampliar esa nómina de muertos prematuros que vienen de aquella época con  Enrique Sierra, el que fuera guitarra y compositor de Radio Futura y fundador de Kaka de Luxe), pero en esta ocasión mi reflexión/evocación la ha desencadenado la lectura del artículo 'Malasaña, año cero', de Javier Gutiérrez, autor de una de las novedades de Mondadori en el primer trimestre del año, la novela Un buen chico. 
Javier Gutiérrez, en su artículo, alude a la Malasaña (y, como consecuencia de ello, a la década de los ochenta) a través de la lupa de su experiencia personal. También en parte, a través del cristal con que la historia más o menos oficial ha dejado establecidos, en el inconsciente colectivo, esos años: La 'movida  madrileña' en que crecieron hasta quebrarse y sucumbir en la desolación, el sida y la droga escritores como Eduardo Haro Hibars, la Malasaña libertaria por donde deambulaban, construyendo los sueños de un malditismo que mezclaba los ecos de la beat generation con las sombras del París existencialista o de las venguardias europeas de entreguerras y una confusa memoria del anarquismo de los años veinte y treinta en nuestro país. Leopoldo María Panero, Michi Panero, entre los más radical-libertarios, Luis Antonio de Villena, Julio Llamazares -que escribiría una crónica difuminada en su novela El cielo de Madrid)-, José María Merino entre los más 'moderados', eran algunos habitantes literarios de entonces. Tiempos de esplendor de Antonio Vega, de Enrique Urquijo y Los Secretos, de Gabinete Caligari y Duncan Dhu, Alaska... Un tiempo mitificado en La chica de ayer, la canción que Vega compuso en estado de gracia... Esa es, supongo, la movida que Javier Gutiérrez nos cuenta en su novela.
¿Qué me hace evocar la simple mención de Malasaña? Un tiempo duro, difícil, atravesado por el miedo. Sólo fui una vez a los bares nocturnos de Malasaña: Con algunos amigos, con E., una noche de viernes, o de sábado. Recuerdo borrosamente que algunos de los políticos entonces emergentes de la clandestinidad comenzaron a visitarlos como tributo al hervidero cultural en que estaba convirtiéndose Madrid: Recuerdo la imagen de Enrique Curiel, o de Alfredo Tejero, entonces dirigentes del PCE, mezclados con actores también emergentes como José Sacristán, Imanol Arias, Juan Echanove o con cantautores que venían del desafío de los años setenta como Luis Eduardo Aute o Hilario Camacho, sumados todos ellos a la nueva realidad que, a tumbos, se apuntaba en el país y que parecía recluirse, las noches de los fines de semana, en Malasaña y sus alrededores para la celebración.

Mi memoria de Malasaña: mi Madrid, mis años 80

Pero ese, con todo, es un recuerdo marginal. Yo entonces, era diputado autonómico: si no el más joven, uno de los más jóvenes de la recién creada Asamblea de Madrid. Comunista, apegado a mi barrio, más próximo al Suanzes que Javier Gutiérrez apunta en su artículo ('barrio de herencia industrial en el norte de Madrid', nos dice) que a Malasaña: Vivía en el barrio de Hortaleza, una realidad periférica, semi industrial, de barrios oficiales, chabolas y nuevos bloques para funcionarios y empleados de banca. Cada mañana, salía del metro de Bilbao y, de camino a Noviciado, cruzaba a pie, la hoy mitificada plaza para acometer mi jornada laboral en la sede parlamentaria de entonces: La vieja Universidad de San Bernardo. Y veía (recuerdo días fríos de enero, de febrero) los restos del naufragio nocturno: Botellas vacías, vasos de plástico pisoteados, cajetillas vacías de tabaco, alguna que otra jeringuilla vacía en los precarios jardines. No había vivido su noche, pero era testigo de los sedimentos de la felicidad de paso de sus habitantes... Me gustaba aquella ruta porque había viejas tiendas heredadas de un tiempo remoto, antiguas librerías, papelerías residuales (descritas en mi libro Espejo y tinta) bares donde servían churros recién hechos, tiendas de ultramarinos o farmacias cuya fachada y escaparate eran auténticas obras de arte.
De modo que mi 'movida madirleña' estaba no en aquel lugar que el tiempo ha convertido en referencia cultural y literaria (nunca estuve en Rock Ola aunque oí hablar mucho de aquel lugar), sino en la periferia de Madrid. Recuerdo que, en mi labor política, recorrí casi todos los pueblos de la región madrileña. Recuerdo, también, que mi vida cotidiana estaba en las calles de la Uva de Hortaleza, en el barrio de Santa María, en San Blas. Era otra 'movida', hecha de asociaciones de vecinos, de clubs juveniles en parroquias austeras, muy alejadas del integrismo que hoy domina la Iglesia, de centros culturales improvisados, de reuniones sindicales, cursillos de urbanismo, exposiciones al aire libre y lecturas poéticas a la intemperie: A aquellos barrios, a las fiestas que la democracia había vitalizado, inventado o resucitado, llegaba el heavy metal, Asfalto, Barrabás, Barricada, Ñú, Leño, Rosendo... Era el proletariado musical, el desafiante impulso de otra movida que confluía con la que nos traíamos en la periferia madrileña: Getafe, Méndez Álvaro, Torrejón, Coslada... Aquellos días los recuerdo, además, marcados por el nacimiento de mi hija (otra lente para ver el mundo), por mis viajes diarios hasta el barrio de San Blas, donde nos aguardaba, casi al amancer, la guardería, una cooperativa idealista, utópica, maravillosa, llamada Pulgarcito. Cruzar Canillejas y la zona industrial de Julián Camarillo en mi viejo Citröen Visa, con mi hija sentada en el asiento de atrás, me hizo percatarme en directo de una crisis industrial que dejó, enteros, polígonos vacíos, fábricas en ruina, parques desolados, al poco de inaugurarse, por la peregrinación nocturna de jóvenes sin horizonte enganchados a la heroína. Los recuerdo, también, apegados a la alargada sombra del 23-F, que no lo olvidemos, inauguró la década: Todos los amaneceres eran lugares para el miedo, buscábamos refugio en la radio esperando que no se nos informara de un nuevo atentado de ETA, de un nuevo movimiento militar en algún cuartel.... En Malasaña, en las noches estaba la movida que tantos cuentan. Fuera de Malasaña, en nuestros barrios, estaba el terror a volver atrás, la memoria aún fresca, amenazante, de la dictadura, las miradas ocultas de quienes, antes delatores de la brigada social, todavía esperaban el milagro de un golpe militar para volver a las andadas. Allí vivían los obreros, las mujeres dedicadas a 'sus labores', los empleados modestos, los parados, los jóvenes sin futuro y alejados de cualquier veleidad cultural....

Mi memoria de Malasaña: mi Madrid, mis años 80

También viví la 'movida' a través de otra lente: La de escritor en el tiempo libre frecuentando una pequeña editorial, Endymion, dirigida por el imborrable y entrañable Jesús Moya, con sede en la trastienda de la librería Fuentetaja, hoy desplazada a la otra acera de San Bernardo. Allí publiqué mis dos primeros libros, en aquella desordenada y humilde sede corregí mis primeras galeradas, soñé con la gloria literaria. Y allí, alguna vez, me encontré con los que estaban protagonizando la 'movida': a Julio Llamazares (en aquellos días, a la movida llegaban los escritores de León), a Leopoldo María Panero, a autores desconocidos que eran amigos de miembros de Los Secretos, o de Aute (también lo conocí allí), o a otros poetas, con los que luego trabaría una amistad más o menos intensa como José Carlón, Adolfo García Ortega, Fanny Rubio, o ensayistas como Rogelio Blanco... Endymion, como Fuentetaja, eran refugios de la hora última de la tarde para cotillear en las novedades, charlar con Moya o con Jesús Ayuso, tomar un café en alguna de las cafeterías fronteras a la vieja Universidad. También recuerdo el empeño de Antonio Huerga, Charo y Ediciones Libertarias (el refugio, entonces, de la literatura de Haro Ibars) y el triungo de los colores pastel en los carteles de la postmodernidad.  
Leeré la novela de Javier Gutiérrez. Aunque sólo sea para evocar aquel tiempo y volver a constatar la distancia que había entre mi mundo de entonces, en los días de la 'movida', y el mundo de escritores malditos e insubordinación cultural despolitizada que el solo nombre de Malasaña nos evoca. 


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