En los cien años últimos creamos nosotros, en el mundo occidental, una riqueza material mayor que la de ninguna otra sociedad en la historia de la especie humana. Pero hemos encontrado el modo de matar a millones de seres humanos por un procedimiento que llamamos “guerra”. Además de otras muchas guerras menores, hemos tenido guerras grandes en 1870, 1914 y 1939. Todos los participantes en estas guerras creían firmemente que luchaban en defensa propia, por su honor, o que contaban con la ayuda de Dios. A los grupos con quienes uno está en guerra se los considera, muchas veces de un día para otro, demonios crueles e irracionales a quienes hay que vencer para salvar del mal al mundo. Pero pocos años después vuelve la
matanza mutua, los enemigos de ayer son nuestros amigos de hoy y los amigos de ayer nuestros enemigos de hoy, y otra vez empezamos a pintarlos, con la mayor seriedad, del color blanco o negro que les corresponde. En este momento estamos preparados para una matanza en masa que, si sobreviene, sobrepasará a todas las matanzas que la especie humana haya realizado hasta ahora.
Está preparado para ese objeto uno de los mayores descubrimientos que se han hecho en el campo de las ciencias naturales. Todo el mundo mira con una mezcla de confianza y recelo a los “hombres de estado” de las diferentes naciones, dispuesto a dedicarles todo género de alabanzas si “logran evitar una guerra”, ignorando que son sólo esos mismos hombres de estado los que siempre producen la guerra, habitualmente no por sus malas intenciones, sino por la irracional torpeza con que manejan los asuntos que se les han confiado.
En esas manifestaciones de destructividad y de recelo paranoide, no procedemos, a pesar de todo, de manera diferente a como procedió la parte civilizada de la humanidad en los últimos tres mil años de historia. Según Víctor Cherbuliez, desde 1500 a. c. hasta 1860 d. c. se han firmado no menos de unos ocho mil tratados de paz, de cada uno de los cuales se esperaba que garantizaría la paz perpetua, aunque, uno con otro, no duró más de dos años cada uno de ellos.
No es mucho más alentadora nuestra gestión en los asuntos económicos. Vivimos dentro de un régimen económico en el que una cosecha excepcionalmente buena constituye muchas veces un desastre económico, y restringimos la producción en algunos sectores agrícolas para “estabilizar el mercado”, aunque hay millones de personas que carecen de las mismas cosas cuya producción limitamos, y que las necesitan mucho. Precisamente ahora nuestro sistema económico está funcionando muy bien, entre otras razones porque gastamos miles de millones de dólares al año en producir armamentos. Los economistas esperan con cierta intranquilidad el momento en que detengamos esa producción, y la idea de que el estado debiera producir casas y otras cosas útiles y necesarias en vez de armas fácilmente provoca la acusación de que se ponen trabas a la libertad y a la iniciativa individual.
Más del 90 % de nuestra población sabe leer y escribir. Tenemos radio, televisión, cine, un periódico diario para todo el mundo; pero en lugar de damos la mejor literatura y la mejor música del pasado y del presente, esos medios de comunicación, complementados con anuncios, llenan las cabezas de las gentes de la hojarasca más barata, que carece de realidad en todos los sentidos, y con fantasías sádicas a las que ninguna persona semiculta debiera prestar ni un momento de atención.
Y mientras se envenenan así los espíritus de todos, jóvenes y viejos, ejercemos una feliz vigilancia para que no suceda ninguna “inmoralidad” en la pantalla. Cualquiera indicación de que el gobierno debiera financiar la producción de películas y de programas de radio que ilustrasen y cultivasen el espíritu de nuestras gentes provocaría también gran indignación y acusaciones en nombre de la libertad y del idealismo.
¿Para qué seguir describiendo cosas que todo el mundo sabe? Indudablemente, si un individuo obrase de esa manera, se producirían serias dudas acerca de su cordura; pero si pretendiese que no hay en ello nada malo, y que actúa de una manera perfectamente razonable, el diagnóstico entonces no podría ser dudoso.
Erich Fromm ( extracto de su libro “Psicoanálisis de la sociedad contemporánea”) y añadimos el libro al que hace referencia al inicio del libro: “El miedo a la libertad“
PD.: muchos psiquiatras y psicólogos se resisten a sostener la idea de que la sociedad en su conjunto pueda carecer de equilibrio mental, y afirman que el problema de la salud mental de una sociedad no es sino el de los individuos “inadaptados”, pero no el de una posible inadaptación de la cultura misma. Este libro trata de este último problema; no de la patología individual, sino de la patología de la normalidad, y especialmente de la patología de la sociedad occidental contemporánea.