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Exotismo de cartón piedra: Bagdad (Charles Lamont, 1949)

Publicado el 06 enero 2014 por 39escalones

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Valga este collage de imágenes para mostrar buena parte de lo que es Bagdad, colorista cinta de exóticas aventuras desértico-arábigas dirigida por Charles Lamont en 1949 para la Universal International Pictures. En verdad, poquito hay que rascar que valga la pena de esta obra menor de bajo presupuesto destinada a las salas de programa doble, pero sirve para ejemplificar el funcionamiento de la cadena de montaje de los estudios en la producción de películas para el mercado secundario de la serie B durante el Hollywood clásico.

A los mandos, Charles Lamont, un director acostumbrado a películas ligeras (ya fueran del género aventurero o bien a la medida del artista cómico de turno, especialmente de la pareja Abbott y Costello) y capaz de rodar con rapidez y no excesivo metraje (en el caso que nos ocupa, apenas 78 minutos); al frente del reparto, una estrella, una pelirrojísima y más exuberante que nunca Maureen O’Hara, que luce esplendorosamente voluptuosa a falta de una mayor ‘chicha’ en la caracterización de su personaje; a su lado, un galán acartonado, sin carisma ni encanto que sobrepase lo meramente superficial, Paul Hubschmid (acreditado como Paul Christian), destinado a hacer de percha imitadora de Errol Flynn; frente a ellos, dos villanos, uno magnífico, como siempre, con un carisma y un poder de presencia realmente estimables (Vincent Price), y otro esquemático y escasamente dibujado (John Sutton); la historia, un cliché de lugares comunes y elementos previsibles escrito por Tamara Hovey y Robert Hardy Andrews, que combina la fantasía de Las mil y una noches con las aventuras coloniales, la comedia musical o la comedia basada en el error de identidad; como marco, una Bagdad recreada en unos aparentemente lujosos pero baratos decorados de estudio y unas tomas de exteriores (a menudo acompañadas de un uso bastante chapucero de las transparencias) filmadas en los parajes desérticos de los alrededores de Los Ángeles; y como complemento, la fotografía de Russell Metty, que sirve a la perfección tanto al elemento mágico y exótico que una historia bagdadí requiere como a la belleza de O’Hara, una de las bazas comerciales y artísticas del filme, y la música con toques orientalizantes de Frank Skinner, que sirve de entrada para situar el argumento geográficamente.

El conjunto, sin más pretensión que el entretenimiento de evasión, funciona dentro del estrecho margen que marcan la pobreza general de su concepción y un guión que renuncia a ofrecer algo distinto del previsible y trillado camino por el que suelen discurrir este tipo de productos de la época: la princesa Marjan (O’Hara) es una joven y hermosa beduina, criada en Inglaterra por orden de su padre, un príncipe de una de las tribus más importantes del desierto de Arabia durante la dominación otomana (es decir, en algún momento de mediados o finales del siglo XIX -la película no lo aclara pero los objetos, los uniformes, las armas y el tono general de la puesta en escena permiten suponerlo así-), que regresa a Bagdad para enterarse de que su padre ha sido asesinado a traición, al parecer tras una encerrona preparada por el príncipe Ahmed, al que tanto el gobierno turco como algunas tribus beduinas persiguen acusado de ser el cabecilla de los llamados Chilabas Negras, levantisco grupo que está arrasando a sangre y fuego los territorios entre el Tigris y el Éufrates (los cuales, al menos geográficamente, no son Arabia, pero eso a la película le da igual…). Este Ahmed, sin embargo, se ha infiltrado como Hassan (Paul Christian), un simple camellero, en la caravana que ha conducido a Marjan hasta Bagdad, con idea de descubrir quién está detrás del complot que le señala como el rebelde asesino líder de los Chilabas Negras, y tras el cual están el Pachá que gobierna la zona por delegación turca (Vincent Price) y el príncipe Raizul (John Sutton), su propio primo, que es el auténtico jefe de los asesinos. Todo, sin embargo, transcurre por los derroteros de lo inverosímil o de lo directamente absurdo.

En primer lugar, nos encontramos con una proliferación de príncipes y princesas que no existe ni en Disney: todo individuo que lleva una gumía y una capa con brillos se atribuye el título de príncipe, algo muy normal, por otra parte, en aquel tiempo y lugar antes de la irrupción del famoso Lawrence de Arabia. Una de ellos, Marjan, ha sido educada “a la europea”, lo cual le hace ser una musulmana ‘liberada’, que no sólo gobierna sobre sus súbditos de la tribu sin contestación alguna, sino que no luce velo ni lleva el cabello cubierto, además de colocarse unos vestidos con unos escotazos que te mueres y llevar encima más joyas que el escaparate de una quincallería; por otro lado, esa educación europea la hace tomarse con menos rigor las limitaciones sociales y culturales propias de la zona, y no le importa lanzarse a cantar canciones en inglés para amenizar las cenas de los comensales en el único café de Bagdad que ofrece comidas y costumbres europeas. Además es una heroína de acción, que lo mismo hace grandes cabalgadas por las arenas que se disfraza de gitana para ‘dar el pego’ a los malos. Hassan-Ahmed, por su parte, llega a cambiar de identidad hasta tres veces, además de las que le colocan otros, aunque como héroe espadachín y acróbata no le llega a Flynn a la suela del zapato o al bordado de la chilaba. Vincent Price desempeña el papel más creíble: cínico, perverso, interesado, mujeriego y ambicioso, realiza una de sus habituales interpretaciones, con el piloto automático y sin esforzarse mucho, pero con su habitual empaque y efectividad en este tipo de papeles (realmente, una cara de Price como villano bien vale el visionado del film). Por último, el humor tampoco resulta muy logrado: ni los equívocos entre los personajes principales llevan realmente a un antagonismo equiparable a la “guerra de sexos”, ni Christian-Hubschmid resulta demasiado efectivo en la encarnación del frívolo aventurero canallesco de extracción noble que se divierte con sus arriesgadas correrías por las terrazas y azoteas de Bagdad.

Por tanto, poco bueno reseñable tiene esta película más allá de la poderosa presencia de O’Hara, que vale asimismo un buen vistazo, el maléfico encanto de Price, y algunos pequeños detalles tanto de la puesta en escena (especialmente la recreación en cartón piedra y telas pintadas, pero hermosa y llena de color y vida, de Bagdad, pero también en la secuencia, por ejemplo, del ritual del “lanceado de los ojos” en el campamento tribal) como de la música cuando se pone en plan arábigo (cuando se limita a ser una mera fanfarria de acompañamiento a las secuencias de acción, particularmente en el desierto, resulta irritante y machacona), pero sirve para ilustrar a la perfección el tipo de producto de consumo que los estudios ofrecían en un escalón más bajo de producción y calidad con fines puramente alimenticios, tanto en Estados Unidos como en el extranjero, así como para mostrar la capacidad evocadora de un cine que distaba muchísimo de la imagen que Bagdad supondría para el público americano, y del resto del mundo, apenas cuarenta años más tarde.


Exotismo de cartón piedra: Bagdad (Charles Lamont, 1949)

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