Por: Andrea López
Fotografía cortesía del FICG 25 y Marshall Peterson
Del 15 al 20 de este mes tuve la oportunidad de participar en el laboratorio de documentales que tiene lugar durante el Festival Internacional de Cine de Guadalajara.
A pesar de la distancia de la Universidad respecto a los lugares donde se daban las proyecciones del Festival, debo decir que la experiencia fue sumamente enriquecedora y estimulante. En principio, porque todos los participantes muestran parte de su documental en proceso, el cual es diseccionado (discutido) por personas con bastante trayectoria en el oficio.
Esto permite apreciar los trabajos en pantalla grande y compartirlo con personas dedicadas, logrando un intercambio de propuestas e ideas bastante esclarecedor.
En segundo lugar, permite darte cuenta de la competencia (en el sentido sano del término); pues muchas veces ó creemos que nos la estamos comiendo o que sencillamente el trabajo es lo peor que hemos hecho en la vida (esto sobre todo cuando se hace sin presupuesto). De modo que, cuando confrontamos nuestras películas con otras, logramos tener un balance más real de cuál es la situación de nuestra pequeña obra. Más allá de esto, sin duda lo más enriquecedor ha sido acercarnos a los temas y miradas que se gestan en América Latina y España.
Durante el laboratorio, tienen lugar una serie de charlas nutritivas. Por ser esta una crónica personal referiré la plática que en mi caso resultó más pertinente, la referida a los riesgos que enfrenta un documentalista cuando trata un tema “detonador” o molesto en círculos sociales y/o políticos. Mención en un capítulo aparte merecerá un evento no menos importante: el encuentro con la veterana Agnès Varda.
Lourdes Portillo (Señorita Extraviada, 2001) Emilio Maille, productor de La Vida Loca, 2009; Everardo González (Ladrones Viejos, 2007) y Alberto Arce (Disparando un elefante, 2010) entre otros, expusieron sus experiencias con los feminicidios en Juárez, Las Maras de El Salvador, los bombardeos del ejército israelí sobre Palestina y la cárcel.
Si bien considero que todo tipo de documental implica riesgos, merecen especial admiración esta personas que se exponen durante largo tiempo (todo buen documental implica estar inmerso mucho tiempo); a situaciones de violencia y peligro.
Alberto Arce afirma que quien se dedique a un documental sobre la guerra o la violencia y no esté dispuesto a morir, simplemente no debe hacer este tipo de trabajo. Para él, el miedo adquiere algunos matices: prefiere morir de un bombazo israelí que secuestrado en Bagdad donde tras torturas y agonía llegan a cortarte la cabeza.
El realizador dice que no sólo se pone en riesgo la vida sino también la reputación: él ha sido acusado por una de las partes como un evangelista de Hamas y, por el otro, como un intruso. Aún cuando se le haya negado el acceso a la Franja de Gaza, afirma: “Cuando he querido emprender acciones contra el genocidio que significa emplear fósforo blanco contra los palestinos, muchos me aconsejaron no hacerlo”. Para Arce es parte de la ética ser un ser humano antes que periodista.
Emilio Maille, productor de La Vida Loca califica la aseveración de ingenua. Para él, el “pecado” de Christian Póveda fue dejar de ser un artista haciendo un trabajo para convertirse en un activista que anhelaba la desaparición de esta guerra. El resultado: la guerra lo rebasó.
El testimonio de Emilio Maille es sumamente conmovedor, pues vivió de cerca cómo su amigo y gran documentalista Cristian Póveda murió abaleado antes del estreno de su película. Para Maillé, de poco sirvió cuidarse durante años de no grabar a sus protagonistas haciendo algo ilegal. La relación de Póveda fue en todo momento de respeto y jamás medió una relación de dinero. Su idea era la de darle la película a Las Maras para que estos grupos lucraran dentro de sus propios circuitos de distribución y exhibición. Sin embargo, a menos de 24 horas de haber sido asesinado, la policía robó su computadora y el filme apareció colgado en numerosos portales de Internet, así como en la distribución pirata.
Para Everardo González (México), quizá poco importe poner en riesgo su propia vida pero en su caso el peligro amenazó la vida su hijo y familia.
Y aquí Lourdes Portillo advierte el devenir de la autocensura: Más allá de las amenazas, lo más importante es decir siempre la verdad. La primera vez que leyó en un periódico local de Chihuahua una reseña pequeñita acerca de las muertas de Juárez, por allá en la década de los noventas, decidió marchar a ver qué sucedía. Su intención estaba lejos de descubrir a los asesinos, sólo quería exponer una situación y hacer un retrato social. En el proceso pudo ver cómo mujeres que afirmaban (por coacción) no haber sido amenazadas, sufrían más tarde la desaparición de sus hermanas, amigas o allegadas.
Y llegados a este punto me pregunto si realmente fue un “pecado” el que Póveda haya querido revertir una situación de guerra más allá del documental; o si más bien las condiciones viciadas y corruptas de América latina coartan la libertad de creación al no garantizar la seguridad de sus artistas.
Portillo asegura no haber sentido miedo porque vive en los Estados Unidos. Dice que incluso, lo menos que aconseja por estos lares es “pedir permisos a las autoridades a la hora de grabar o filmar, pues esto supone compromisos con organizaciones absolutamente corruptas, mafiosas y peligrosas”.
Alberto Arce reconoce que no puede pisar la Franja de Gaza pero se siente seguro en España.
Esta sensación, esta libertad de creación, sin duda no es compartida por el mexicano Everardo González y menos por los compañeros de Póveda. Hace mucho el documentalista Errol Morris logró sacar del corredor de la muerte a un sentenciado con el documental “la delgada línea azul” y el precio de su activismo no fue su vida.
Sin duda, hay que reflexionar seriamente en cómo inciden las condiciones de violencia y represión en nuestros países en la escogencia y tratamiento de ciertos temas en la región.