Revista Cultura y Ocio
La virtud del tiempo congelado: Expo 58, de Jonathan Coe, por Jordi Corominas i Julián
Jonathan Coe, Expo 58, Anagrama, Barcelona, 2015 Traducción de Mauricio Bach
Hay vida más allá de la santísima trinidad encarnada por Martin Amis, Ian McEwan y Julian Barnes. Allan Hollinghurst, Edward St. Aubyn, John Lanchester o Zadie Smith lo demuestran. Todos estos nombres tienen una narrativa que tanto por forma como por temática puede definirse como muy británica, pero quizá ninguno de ellos refleja de un modo más concreto este sentido de pertenencia a las islas como Jonathan Coe, quien a lo largo de su trayectoria se ha revelado como un pequeño gran maestro a la hora de pintar frescos de Historia contemporánea a partir de minucias cotidianas que adquieren carácter universal y muestran la evolución de la sociedad inglesa, sus virtudes y miserias.
La obra del novelista de Birmingham tiene está obsesión en la modernidad de su país, como si a partir del detalle de las vidas anónimas aspirara a captar los constantes estados de ánimo a través de las décadas. En Expo 58 repite la operación al tiempo que altera la estabilidad territorial porque así lo requiere la idea conceptual que se trae entre manos, donde el viaje de Thomas Foley de Londres a Bruselas traza la superación de fronteras individuales y colectivas.
Resulta interesante comparar la última entrega de Coe con Chesil Beach de McEwan desde una perspectiva que encaja a las mil maravillas en la elección de un mundo para poder exprimir una serie de ideas. La Inglaterra previa a The Beatles, la que dicen falleció con el funeral de Winston Churchill, era un lugar que no había superado el adiós a su pasado imperial y seguía sin intuir esos sesenta gloriosos que le confirieron un puesto privilegiado en el podio de enhebrar modernidad. Tanto McEwan como Coe coinciden en sus novelas al plantear su retrato de esos años de impasse desde las parejas, pero uno lo centra en la monotonía de un matrimonio apenas estrenado que transcurre sus horas en la mediocridad programada de las vacaciones y el otro elige a una pareja consolidada invadida por una monotonía que rompe la llamada para la capital belga con la misión de supervisar el buen funcionamiento del pub Britannia, uno de los mayores atractivos de la presencia de los de la Union Jack en la Expo famosa por el Atomium.
Thomas Foley avanza a medida que se acerca el momento de partir. De sentirse muy del terruño empieza a sentir un cosquilleo por la responsabilidad que le han encomendado. Su punto de vista personal, plagado de inseguridades y de la nostalgia de un pasado no vivido porque su madre es belga, se mezcla con la euforia general que preside el ambiente del certamen internacional, donde el tutti frutti de nacionalidades crea una atmósfera bien distinta a la de las oficinas de Baker Street, repletas de discursos anquilosados y un hedor caduco que impregna todas las estancias desde una extraordinaria resistencia a la renovación.
El evento de ese ya lejano 1958, con Europa aun lamiéndose las heridas de la Segunda Guerra Mundial pese a la esperanza de la concordia entre los pueblos, se configura en la novela como espacio donde desarrollar una trama que desde la normalidad más absoluta permite a Coe armar una metáfora del miedo al dualismo URSS-USA mediante los personajes centrales del relato, desde el misterioso ruso que come patatas Smith hasta la actriz norteamericana. Estos amigos del protagonista son la excusa para introducir el espionaje desde una vertiente seria aunque paródica, con esa especie de Hernández y Fernández que son Wayne y Radford, encargados de velar por la estabilidad de ciertas relaciones internacionales en las que intervienen secretos de Estado, la energía atómica y otras cuestiones vitales para la seguridad en plena Guerra Fría y el enfrentamiento entre los dos bloques.
De este modo el hombre sin atributos que es Thomas Foley se verá empujado a una esquizofrenia entre mantener su cordura rutinaria de Ulises fuera del hogar y defender la integridad querida por su gobierno. Las tentaciones surgen para ahondar en lo cómico de una medianía condicionada por las prácticas británicas, un pudor crónico y el temor a perder la magia de algo excepcional, otro factor que resume muy bien el porqué el autor ha ambientado Expo 58 en un recinto cerrado que sin embargo rinde muy bien como metáfora de ingenuidad del protagonista, que de las cuatro paredes de su domicilio pasa sin solución de continuidad a la miniatura de feria. Entre ambos, única salida a la verdadera libertad, sólo media un avión que avanza y retrasa la hora para que nada cambie y el conformismo domine aunque parezca lo contrario.
Quien haya leído con atención esta reseña habrá observado un cierto gusto por cajas chinas bien diminutas que desencadenan tormentas, calmas tempestades que dejan sus semillas y provocan reacciones en cadena. Pese a ellas el conjunto sigue congelado y una máscara se impone pese al deseo de progresar de una generación muy pendiente de las bondades estatales, maná que aprieta mientras suelta migas de pan. Pocos años más tarde serían los más jóvenes quienes romperían con esa tendencia y apostarían por insertarse en el sistema a través de rupturas contundentes que si revolucionaron el mapa fue porque la quietud ni siquiera las contemplaba, y el color que emanó de esa metamorfosis es atractivo por emoción, pero para determinados prosistas los tonos grises son idóneos para desarrollar lienzos que desde un grano de arena llenan enteras playas.