
La cosa es que McDonagh no ha perdido el pulso narrativo, y sigue sale airoso de una anécdota de apenas recorrido y personajes, pero repletas de escenas y diálogos de profunda intensidad. Esta vez ha localizado la historia en una remota y ficticia isla de Irlanda en 1923, durante los últimos días de la guerra civil que estalló tras la batalla por la independencia del Reino Unido. Un conflicto que en la película apenas son unos sonidos de proyectiles lejanos, porque lo importante es el inefable conflicto entre dos aldeanos que un día, por decisión unilateral de uno de ellos (Colm, interpretado por Brendan Gleeson), decide dar por finalizada su amistad con el rústico Pádraic (Colin Farrell). Como espectadores nos sentimos inclinados a pensar que detrás hay un grave conflicto no nombrado o deliberadamente escamoteado por el autor, así que nos dejamos envolver por el ambiente repleto de sobreentendidos y chismes que rodean un suceso tan nimio y, al parecer, trascendental para el pueblo. Es difícil lograr que no decaiga el interés a base de tantas idas y venidas casi idénticas, de encontronazos y desencuentros en un lugar donde apenas pasa nada, pero las interpretaciones y el desarrollo dramático prometen un final a la altura, porque estamos casi seguros de que la cosa terminará con un estallido, un duelo, una revelación...
Aunque Almas en pena de Inisherin no es exactamente eso, porque la historia deriva hacia un conflicto donde un raro anhelo de transcendencia, una conexión con un mundo mítico (las banshees del título original) que parece estar detrás de la fascinación por el paisaje y las personas que pueblan el filme de McDonagh. El resultado más bien parece un reto personal antes que la presentación de un conflicto que a menudo parece querer dar a entender que es algo más, la transnominación de algo universal concretado en una situación tan cotidiana que nos resistirnos a aceptar que sea sólo eso. Filme para autoconvencidos de antemano y/o iniciados en situaciones que siempre expresan más de lo que significan.