Una característica axiomática del presente siglo es la irresistible seducción que provocan sobre una parte de los actores de la arquitectura las convenciones icónicas. Más aún cuando estas formas consienten en diseños cuya agudeza las transforma en estandartes reconocibles de una ciudad determinada. En estos casos, y el Museo del Mañana de Santiago Calatrava no es la excepción, la arquitectura prorrumpe para enarbolar un símbolo urbano donde se recluyen funciones cuya actividad muchas veces se menoscaba en virtud de potenciar la idea alegórica germinal.
Este proyecto forma parte de la revitalización de Porto Maravilha en Rio de Janeiro, un plan que además de aplicar enérgicas intervenciones urbanas, propone la creación de instalaciones culturales que promuevan una efectiva movilidad social y de este modo, generar un inmediato impacto positivo en el sitio. El edificio se interna en el mar sobre un espigón sin superar los 18 metros de altura, para evitar entorpecer las vistas desde la ciudad. Su figura hace referencia a la disposición estructural que la naturaleza concibe para las hojas de las especies vegetales, entrelazando la nervadura principal con haces y limbos.
La convención resultante define una figura de media vaina apoyada en sus lados largos que se soporta a sí misma y elimina cualquier elemento de sostén vertical en el interior del museo. Para evitar que su propia figura desestime cualquier intención de interactuar con el contexto, el propio autor propone “la adición de una plaza fuera del museo. La plaza crea un espacio urbano más coherente y refleja una mayor transformación del barrio.”
De manera sugestiva, el perfil desolado de esa enorme explanada – tiene una superficie sensiblemente superior a la totalidad del museo- se disimula con la incorporaron de jardines a su alrededor, dotados de una gran cantidad de fauna autóctona bajo los parámetros de diseño del estudio Burle Max. Aunque el exagerado voladizo que se extiende por encima de la árida plaza no alcanza a constituirse como elemento convocante de actividad pública, define con claridad el punto de acceso al edificio.
Los 5.000 metros cuadrados del museo se desarrollan en dos niveles, el inferior dominado por áreas verdes y el superior donde se desarrolla la mayor parte del programa, alojando las áreas de exposición, varias salas de investigación, restaurantes y un mirador para apreciar las vistas más extraordinarias hacia la bahía.
La dotación cultural incorporada al museo tiene como objetivo exponer posibles escenarios futuros que surgirán en el planeta. La temática de las exposiciones se desarrolla en un espacio interior que carece de apuestas perceptivas novedosas. El contenido expositivo describe en varias pantallas audiovisuales que relatan los hábitos de consumo, la distribución de la riqueza, el aumento progresivo de la población y los problemas que ocasiona el cambio climático.
Por el contrario, es en el entramado estructural donde se enseñan las propuestas más interesantes del edificio. Las superficies entre los tramos nervados están cubiertas por una infinidad de paneles fotovoltaicos transparentes que brindan energía al museo. Estas placas dotadas de movilidad cambian de posición durante el día para aprovechar el máximo de captación de la luz solar.
El manejo de la ventilación permite mejorar la climatización del lugar, aunque este no es el único recurso. También los espejos de agua que rodean el museo actúan como moderadores térmicos, además de componer la geografía del lugar con dos piscinas, una que modera la temperatura interior y otra utilizada con fines decorativos.
La irrupción de esta extravagancia de Calatrava en la bahía, consecuente con gran parte de su obra, no deja de ser paradójica, y aunque goza a su favor una interesante propuesta en términos de desarrollo sustentable, el mayor esfuerzo de diseño está dedicado a favorecer su estridente estética escultural.
Marcelo Gardinetti, 2015©
Fotografías: ©Bernard Miranda Lessa
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