Por aquel entonces Fabián tenía 7 años. Vivía en un país muy cercano, muy cercano. Acababa de salir del único cine de su pueblo. La película de Peter Pan le había impresionado tanto que empezó a correr entre la gente creyendo que volaba. Se había enamorado de Campanita. Al ir cogiendo velocidad comenzó a darse cuenta de que sus pasos le proyectaban más arriba de lo normal. El tiempo se ralentizaba. Estaba contento. Cuando llegó a la plaza mayor probó con saltos más altos. Un breve impulso y ascendía lentamente. Poco a poco descendía sobre un pié, nuevo impulso y hacia arriba. ¡Qué bonito era aquello de sentirse ingrávido! No era volar, pero resultaba muy divertido. Probó entonces a impulsarse hacia delante. Sobrevolaba la plaza, las calles. Caía hacia abajo y remontaba de nuevo. Nunca sobrepasaba los pequeños edificios de dos plantas entre los que volaba. La gente caminaba por la calle, él los sobrevolaba ligeramente. La situación era natural. Nadie reparaba en ello. A veces, cuando los sueños eran pesadillas, se daba cuenta de que sobrevolaba leones o toros que andaban sueltos por la calle. En estos casos, como toda buena pesadilla que se precie, los leones o los toros acababan por cogerle y se despertaba sobresaltado.
Lo estuvo repitiendo durante algunos años hasta que un buen día se dio cuenta de que ya no volaba tanto como antes. ¿Qué había pasado? ¿Ya no le divertía? ¿Se había hecho mayor? Fabián tenía mucha confianza con su madre. Le contó con preocupación que había palpado un pequeño bulto que había crecido en medio de su cabeza. –No tendrá importancia, –le dijo- lo tendremos en observación a ver qué pasa, parece sólo un bulto de grasa.
Un verano en la montaña sintió que su amigo lo había traicionado. Le apesadumbró que Isidrín le diera la espalda. Ante esta situación de desesperación, por un momento le pareció percibir lo que estaba pensando su amigo. –Dios mío –pensó- ¿cómo puede ser que mi mejor amigo esté tan enfadado conmigo por una tontería? Estuvo todo el invierno soñando con él mientras se divertían por las montañas y calles del pueblo. Por momentos lo veía en el Instituto con sus amigos de clase, en su casa, con su familia. Eran sueños tan reales… Estaba claro que unos eran sueños-deseo de estar junto a él divirtiéndose, pero lo otro… Fabián lo sentía como si lo estuviera viviendo directamente. ¿Y si no se trataba de sueños? ¡Tanto se había identificado con él que vivía sus vivencias? ¿Qué misterio era ese que le hacía percibir sus pensamientos?
Pronto se dio cuenta Fabián que a los otros les pasaba lo mismo. Ellos percibían su pensamiento. Él buscaba ser sincero, no le agradaban las mentiras ni las manipulaciones, quería ser transparente para los demás, pero… algo no funcionaba bien. Pronto vio que la gente de su alrededor le menospreciaba por lo que sentía, por lo que pensaba. Y peor aún, había algunos que lo utilizaban en su contra.
Fabián estaba confundido. ¿Era normal lo que le estaba pasando? Lo comentó en alguna ocasión con su madre y esta le respondió que era un fantasioso, que tenía mucha imaginación, como ella.
Un buen día, se le ocurrió pensar que aquel bulto que le estaba creciendo en la cabeza podría ser el culpable. ¿Y si fuera una antena emisora-receptora? Probó entonces a intentar bloquear sus pensamientos de forma que no salieran al exterior. Iba a convertirse en un joven opaco. ¡Y funcionó! Al no emitir sus sentimientos la gente no se daba cuenta de que él estaba allí. Se puso a ir de escaqueo. Pero él podía seguir percibiendo los pensamientos y sentimientos de los demás. ¿Qué hacer? ¿Era lícito esto? Caramba, cuántos problemas. Lo solucionaría poniendo un filtro de modo que captara lo estrictamente necesario; las demás personas tenían derecho a su intimidad.
El bulto siguió creciendo hasta que un buen día, sin previo aviso, desapareció. El Fabián adulto no hacía más que tocarse el cuero cabelludo para detectar alguna señal. Nada. Milagrosamente se había diluido. Probó a emitir y recibir y vio que aún funcionaba… y mucho mejor que antes. ¿Qué había pasado? Se refregó las manos por el pecho y sintió un ligero calambre, como si hubiera electricidad. Rápidamente pensó en la posibilidad de que “la antena” se hubiera invertido y ahora ocupara todo el cuerpo. –Es posible -pensó-. Vamos a observar.
Fabián continua volando de tarde en tarde y sigue percibiendo; ha hecho varios intentos para emitir “en abierto” pero se ha dado cuenta de que eso le causa muchos problemas. No tendrá más remedio que dejar de emitir. Pero no va a dejar de observar. Quiere sentir. No va a dejar de vivir. Quiere seguir disfrutando de la vida. Sabe que cuando su vida acabe habrá terminado todo, pero mientras tanto… Seguirá volando, resintonizando, percibiendo, emitiendo sólo en determinados momentos… Fabián se ha hecho mayor.
Caña al embotamiento que nos impide ir un poco más allá.