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Fabulando: Las cuatro verdades (Alessandro Blasetti, Hervé Bromberger, René Clair y Luis G. Berlanga, 1962)

Publicado el 12 septiembre 2014 por 39escalones

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Dentro de la moda de las películas de episodios que proliferó en las cinematografías europeas, tanto dentro de los límites nacionales como en la modalidad de coproducción, desde los últimos 50 a los primeros 70, el punto de unión de Las cuatro verdades (1962) consiste en la traslación a época contemporánea y a personajes de carne y hueso de cuatro historietas del célebre fabulista francés Jean de La Fontaine (1621-1695). Las películas colectivas, en general, parten de la dificultad que supone el mantenimiento de una uniformidad visual, narrativa e interpretativa a lo largo de sus distintos compartimentos y, como resultado, en el conjunto final, sin que se resienta la unidad, la estética o la coherencia del acabado. En ocasiones se busca exactamente lo opuesto, hacer patentes todas esas diferencias de tonos y formas como idea global. En cualquier caso, esta fórmula suele producir películas llenas de altibajos, con variables focos de interés , saltos de ritmo y de intensidad, que hacen que pocas o ninguna de ellas haya logrado como unidad, más allá del éxito y reconocimiento de fragmentos concretos, el reconocimiento de su tiempo y de la posteridad. Esta película no es una excepción, a pesar de la impresionante nómina de directores, guionistas e intérpretes que pueblan los 109 minutos de metraje que suman las cuatro fábulas presentadas:

1. El cuervo y el zorro. La famosa historia del vanidoso cuervo que sujeta en el pico un suculento queso y que, abrumado por las falsas adulaciones del astuto zorro, ríe y lo deja caer para que este se haga con él y se dé un banquete a su costa, es convertida por René Clair en el relato de un fiscal sustituto de una pequeña ciudad francesa de provincias (Michel Serrault, cuyo personaje se llama Corbeau, es decir, ‘cuervo’ en francés) que acaba de mudarse desde París junto a su joven, moderna y apetitosa esposa (Anna Karina), a la que todos los solteros y buena parte de los casados del lugar desean. Uno de ellos, un mecánico llamado Renard (es decir, ‘zorro’ en francés, intepretado por Jean Poiret), intenta encontrar la manera de acercarse a la mujer para seducirla, ya que Corbeau, celoso patológico (y, en este caso, con razón) controla cada uno de sus pasos, horarios y compañías. La solución: atacar el objetivo mediante una maniobra envolvente, con disimulo, discreción y marchando en la dirección opuesta, esto es, frecuentando a Corbeau (incluso en la propia sala de tribunal) y cantando diariamente sus alabanzas hasta ser aceptado en el reducido círculo de sus amistades, en su casa y en sus rutinas diarias junto a la mujer. Clair maneja el episodio con su contrastada habilidad para la comedia y su ágil y ligero manejo de situaciones complejas (muy divertido el alegato del fiscal en el tribunal, con Renard como acusado), en este caso un triángulo clásico que descansa en los dos catetos (especialmente Corbeau), mientras que la hipotenusa, Colombe, queda algo más desdibujada, es un mero pretexto narrativo, el queso de la fábula, el premio del estratega adulador. La variante más importante es que ese ‘queso’ cuenta con voluntad propia, desprecia al esposo y busca desesperadamente una salida que lo aleje de él, es decir, está predispuesta a echarse en manos del ‘zorro’. Con todo, la narración es presentada de un modo que hoy resulta un tanto ingenuo y plano, teniendo en cuenta su fácil previsibilidad por parte del público. Lo mejor, la verborrea de Serrault, su personalidad excéntrica oculta bajo la seriedad de su negra túnica oficial, de su aire de cuervo profesional.

2. La liebre y la tortuga. La cosa va de triángulos: esta vez, Madeleine (Monica Vitti), va hacia la costa en su descapotable al encuentro de su esposo (Rossano Brazzi) al mismo tiempo que la amante de este (Sylva Koscina) hace lo propio a bordo del suyo, con vistas a lo que iba a ser una romántica escapada extramarital en un ambiente sofisticado, de fiestas de lujo, cenas de gala y hoteles elegantes. Así, Madeleine interrumpe, perturba e incordia sin parar (la de Vitti es quizá la mejor interpretación de la película), y además despierta los celos de su marido coqueteando con todo jovenzano que se cruza o incluso insinuando la posibilidad de seducir a su mejor amigo (Alessandro Blasetti, el director de este fragmento, se reserva este breve papel). La maniobra de Madeleine se complementa con la continua erosión a la que somete la posición de Mia, la amante, adivinando que ama más el dinero, las joyas y los ambientes refinados de la alta sociedad que a su esposo, considerado únicamente la vía de acceso más directa a ellos. Cuando Madeleine le demuestra que hay otras alternativas, Mia ve multiplicados sus puntos de interés, y Madeleine puede explotar a gusto los celos de Leo, su marido. El episodio se construye sobre las dos mujeres, la temperamental pero tierna y dulce Vitti (aquí cabe el tránsito desde la ira y el resentimiento hacia la ternura del reencuentro y el reconocimiento mutuo entre Leo y Madeleine), y la exuberante, espectacular, Koscina, la mujer que se revela más frívola que amorosa. Al mismo tiempo, este fragmento construye una perspectiva agria, cínica, burlona, de los conflictos e hipocresías sentimentales de los matrimonios acomodados de la alta burguesía italiana.

3. El leñador y la muerte. En el mejor, sin duda, de los pasajes de la cinta, el alemán Hardy Krüger interpreta a El rubio, un organillero acosado por la desgracia: la manivela con que hace música se halla requisada, debe afrontar una interminable lista de pagos, multas, sanciones e impuestos para poder recuperarla (el agente de la autoridad es un formidable Agustín González), y, como necesita el organillo para reunir el dinero con que pagar pero sin la manivela no lo puede hacer funcionar, le sale más a cuenta pedir a un amigo que regenta un tenderete callejero (Manuel Aleixandre) que birle otra para él en un puesto próximo, o bien fabricarse una artesanalmente. Para colmo, el mulo que arrastra el órgano se rompe una pata, y se ve abocado a cargar él mismo con el voluminoso artilugio… Su desesperación le lleva a plantearse el suicidio, pero ni eso, por lo visto, puede salirle bien… Un relato amargamente turbio y cómico, como corresponde a la lúcida mirada común de Luis García Berlanga y el gran Rafael Azcona, para un episodio que alterna patetismo, ternura, excentricidad y los habituales follones repletos de personajes de los maravillosos plano-secuencia berlanguianos, sin olvidar los guiños a la situación patria (las monjitas, Lola Gaos entre ellas, que piden limosna al pobre para mantener a sus ancianitos, pero que no quieren ver su organillo ni en pintura, ni mucho menos dando una serenata en su albergue; el amor por los reglamentos y las ordenanzas del agente de la autoridad; el tipo que se mete en la piscina vestido de buzo y la bronca que provoca; la esperada referencia al Imperio Austro-Húngaro, marca de la casa de Berlanga…), y cuyo agridulce final deja en el aire un velo de tristeza y un deje de socarrona ironía.

4. Los dos pichones (también llamado Los dos palomos). Relatado en flashback por los protagonistas a sus respectivas parroquias (ella, a sus compañeras modelos de alta costura; él, a sus colegas de trabajo en una fábrica), la historia es la de una pareja de desconocidos (Leslie Caron y Charles Aznavour, corresponsable también de la música del film) que por pura casualidad se quedan encerrados en el piso de ella durante un fin de semana de puente festivo en el que media ciudad está fuera y la otra adormilada. Sus gritos de socorro, sus maniobras para abrir o echar abajo la puerta, incluso para descolgarse por la fachada con unas sábanas anudadas, fracasan, de modo que sólo se tienen el uno al otro para pasar los días hasta que el cerrajero donde han dejado el aviso pueda acudir en su salvación. En lo que es una agudísima revisión de las relaciones de pareja, la antipatía mutua y la hostilidad predominan mientras el enfado por el encierro forzoso reina sobre la frustración del fin de semana perdido en compañía indeseada; siguiendo el tan manido camino inverso de la vida matrimonial, es precisamente ese roce, esa convivencia forzada, la que hace que los personajes lleguen a empatizar justo cuando la puerta va a abrirse… De un romanticismo ambiguo y muy irónico (la única esperanza de salvación que pasa por la calle lo que pretende en realidad es robar en el coche de él), la dirección de Hervé Bromberger sale airosa de lo limitado de la localización, y crea unos cuantos gags estimables en torno al conflicto de la puerta cerrada, las maniobras para abrirla y la necesidad de escapar, no se sabe si tanto de la situación temporal que ha unido a los personajes o más bien del cada vez mayor riesgo de que esa unión persista cuando ambos tengan de nuevo la oportunidad de separarse y volver a sus vidas.

En suma, una obra estimable acompañada de un buen puñado de moralejas, adicionales a su base fabulística, que van directamente ligadas a la sociedad de comienzos de los sesenta, especialmente destacable en el caso español, en el que Berlanga y Azcona nos obsequian con otra de sus agudos retratos del franquismo sociológico inherente a la dictadura.


Fabulando: Las cuatro verdades (Alessandro Blasetti, Hervé Bromberger, René Clair y Luis G. Berlanga, 1962)

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