Con el fallo que confirmó la constitucionalidad total de la Ley de Servicios Audiovisuales, más conocida como Ley de Medios, la Corte Suprema de Justicia de la Nación ofrece un regalo difícilmente superable para quienes celebramos el 30º aniversario de nuestra democracia. En Espectadores festejamos esta feliz coincidencia con un obsequio subsidiario: la transcripción de la argumentación final del ministro Eugenio Raúl Zaffaroni (párrafos publicados entre las páginas 192 y 196 del documento completo).
El Estado de derecho también es un producto cultural, que hace trescientos años no existía, pues no se conocía la división de poderes y se mantenía la esclavitud, la tortura, la servidumbre, el absolutismo monárquico, la división de la población por estamentos y otros residuos feudales. Este producto cultural que es el Estado de derecho, que se origina apenas a fines del siglo XVIII y en el siglo XIX, sólo puede sostenerse en el marco de la cultura plural que ha permitido su creación y que ha dado pie a su perfeccionamiento a medida que avanzaba su pluralismo.
Nuestra cultura es esencialmente plural, pues somos un Pueblo multiétnico; nuestra Constitución no aseguró los beneficios de la libertad sólo para nosotros, sino también para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino. Y por cierto que fueron muchos los que quisieron habitarlo: hombres y mujeres, por supuesto. Los sobrevivientes de los masacrados pueblos originarios, gauchos mestizos, oligarquías con aspiraciones aristocráticas, clases medias en pugnas por ascender, clase trabajadora concentrándose industrialmente en migración interna, población europea transportada masivamente, inmigrantes de países hermanos, colectividades de los más lejanos países del planeta, refugiados de todas las persecuciones, Weltanchauungen por entero diferentes.
Todo convive en nuestro Pueblo, interactúa cotidianamente, dinamiza nuestra sociedad, y esa convivencia se convierte en coexistencia y va configurando nuestra cultura, tal vez como el ensayo o adelanto de una forma de coexistencia planetaria, menos problemática y violenta que la actual.
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En esta cultura nació y opera nuestra Constitución -o tratamos de hacerla operar- en pos de los fines señalados en el Preámbulo. Pero nadie puede poner en duda que los medios audiovisuales son hoy formadores de cultura. No sólo se trata de la creación de realidad explicada en un clásico de la sociología fenomenológica, sino de la propia creación de valores.
Es innegable que los medios audiovisuales tienen una incidencia decisiva en nuestros comportamientos, en los miedos, en los prejuicios, en toda la vida de relación entre los humanos. Son los medios audiovisuales -más que la prensa- los que nos deciden a salir con paraguas porque amenaza lluvia, pero también los que fabrican amigos y enemigos, simpatías y antipatías, estereotipos positivos y negativos, condicionan gustos, valores estéticos, estilos, gestos, consumo, viajes, turismo, ocio, espectáculos, deporte, entes envidiables o despreciables, vestimenta, modas, usos, sexualidad, conflictos y modo de resolverlos, y hasta las creencias, el lenguaje mismo y, al incidir en las metas sociales -en el sentido de Robert Merton- , también determinan los propios proyectos existenciales de la población. Para cualquier escuela sociológica, fuera de toda duda, esto es configuración de cultura.
Ningún Estado responsable puede permitir que la configuración cultural de su pueblo quede en manos de monopolios u oligopolios. Constitucionalmente, estaría renunciado a cumplir los más altos y primarios objetivos que le señala la Constitución y que determinan su efectiva vigencia, que hacen que sus palabras sean en ella misma de conformidad con su contexto, pues le arrebataría el contexto.
De esta guisa, estaría restándole a la Constitución su propio soporte cultural, del que surge, se desarrolla, vive y necesita para la realización de su programa.
La homogeneización de nuestra cultura a través de la monopolización de los medios audiovisuales sería la destrucción de nuestro pluralismo, como lo es cualquier uniformización, por definición antípoda de la igualdad republicana y democrática. El derecho a ser diferente quedaría a merced de los intereses pecuniarios -o de cualquier otro orden- de los grupos económicos dominantes. Y en nuestro caso el derecho a ser diferente es mucho más importante, precisamente, porque todos nosotros somos muy diferentes y nuestra cultura, la que todos vamos creando día a día, es la que nos permite coexistir en la diferencia.
Por ende, no se discute en estos autos una cuestión meramente patrimonial, dado que el derecho de propiedad queda a salvo en caso de probarse daños emergentes de actos lícitos del Estado; tampoco se agota la discusión en torno a los derechos de información ni de expresión que, por otra parte, no están lesionados por esta ley. Lo que en el fondo se discute -apelando a tesis descartadas hace más de un siglo en su país de origen- es si se deja o no la configuración de nuestra cultura librada a la concentración de medios en el mercado. Jurídicamente, permitirlo sería una omisión inconstitucional, porque lesionaría el derecho a nuestra identidad cultural.
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Permitir la concentración de medios audiovisuales, renunciando a una regulación razonable, que puede discutirse o ser todo lo perfectible que se quiera, pero que en definitiva no se aparta mucho de lo que nos enseña la legislación comparada (a veces más limitativa, como respecto de la prohibición de la propiedad cruzada), en estos tiempos de revolución comunicacional y más aún de nuestras características, sería simple y sencillamente un suicidio cultural “.
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