The Cannon Group Inc., consorcio empresarial que incluía la compañía Cannon Films, produjo 181 películas entre 1967 y 1994. Especializada inicialmente en el cine de serie B, su inesperado éxito propició un movimiento de expansión internacional y de diversificación de negocio que incluía la gestión de catálogos clásicos (EMI Films), de estudios (los célebres Elstree de Londres), de salas de cine (en el Reino Unido, Países Bajos e Italia) y la distribución de títulos en videoclubes de todo el mundo. Reconocida, sobre todo, por su periodo de los años 80 bajo los dictados de los primos hermanos Menahem Golam y Yoram Globus, durante el que predominaron los títulos de acción y aventuras protagonizados por Chuck Norris, Charles Bronson, Jean-Claude Van Damme, Sylvester Stallone o Michael Dudikoff, en su haber figuraron también colaboraciones, más o menos logradas, con cineastas de renombre como John Cassavetes, Jean-Luc Godard, Tobe Hooper, Franco Zeffirelli, Andréi Konchalovski o Jerry Schatzberg, quien tras un interesante arranque de su carrera en los años setenta –Confesiones de una modelo (Puzzle of a Downfall Child, 1970), Pánico en Needle Park (The Panic in Needle Park, 1971), El espantapájaros (Scarecrow, 1973), Escalada al poder (The Seduction of Joe Tynan, 1979)…-, había comenzado su irrecuperable declive. El reportero de la calle 42, meritorio e inteligente esfuerzo de guion por aunar thriller, drama social y crítica al estamento periodístico, sirve también para ejemplificar cómo la etiqueta de «cine independiente» no garantiza un tratamiento valiente, contestatario, crítico o innovador de temas incómodos, improcedentes, delicados o candentes. Muy al contrario, en línea muy similar a lo que sucede con la inmensa mayoría del cine independiente, o autoproclamado como tal, que ha venido llegando de Estados Unidos desde su explosión comercial en los años 90, la película de Schatzberg, bajo su apariencia marginal, apenas recubre un perfil conservador de defensa de los valores burgueses establecidos de familia, orden, ley y sociedad.
Porque la semilla crítica del guion de David Freeman (nada que ver con el coprotagonista de la película) se va disolviendo conforme se desarrolla la trama: Jonathan Fisher (Christopher Reeve), periodista de una revista neoyorquina que está ya aburrido de los temas banales, insignificantes, de los que suele encargarse, aprovecha la ausencia de un compañero para ofrecerse a escribir en su lugar un reportaje pendiente sobre la Nueva York nocturna. El argumento que convence a Ted (Andre Gregory), su editor, es que Jonathan dice conocer a un chulo al que puede entrevistar, pero no es cierto; cuenta con un fin de semana entero para sumergirse en la noche de los barrios bajos y lograr testimonios interesantes sobre los que construir su artículo. Sin embargo, el fracaso de su método le lleva a inventarse todo el reportaje. Su inesperado éxito le cambia la vida de repente: gana en consideración en su trabajo, recibe ofertas para trabajar en televisión… pero también llama la atención de gente más peligrosa: mientras que el ayudante del fiscal del distrito cree que su reportaje se inspira en Leo Smalls (Morgan Freeman), un chulo acusado del asesinato del cliente de una de sus chicas, y le exige las notas y los datos que ha tomado para la redacción de su trabajo, notas y datos que, simplemente, no existen, Leo ve la oportunidad de conseguir una coartada que le libre de la cárcel (si a la hora del crimen estaba recorriendo las calles con Fisher, evidentemente no podía estar cometiendo un asesinato). La trampa se cierra sobre Fisher, entre la amenaza del desacato, la revelación de su mala práctica profesional y la posible ruina súbita de su carrera, y, tras conseguir entrar en contacto con Leo gracias a Punchy (Kathy Baker), una de sus prostitutas, y ver primeramente salvada su situación, un riesgo mucho mayor, el de acabar, tanto él como su novia, Alison (Mimi Rogers), en manos de un delincuente sin escrúpulos dispuesto a todo para salvarse. Al mismo tiempo, su cada vez más estrecha relación con Punchy también termina alterando su vida sentimental.
Filmada en clave de sordidez, estableciendo un paralelismo entre la geografía urbana por la que transitan los personajes y las turbiedades personales y morales que mueven sus acciones y sus relaciones con los demás, la forma de thriller acaba por resultar contraproducente, ya que el mecanismo de género y el suspense que le va asociado provoca un distanciamiento entre el espectador y la intención de conmover, o al menos interesar, por medio de la carga social que aspira a contener la película (principalmente, a través de los personajes que pululan en torno a Leo, su secuaz, sus chicas, su esposa), apenas aludida más allá de las imágenes de inicio. El guion, que se revela muy incisivo en su planteamiento, va adquiriendo, a base de giros que complican progresivamente la situación de Fisher, retorcimientos del argumento en alguna ocasión forzados e incluso poco creíbles, un aire cada vez más propio del cine policial y menos ligado a lo social, y en lo que respecta a la crítica del estamento periodístico, en particular de la prensa escrita y la televisión, apenas pasa de una observación epidérmica asentada en la excentricidad de Ted (un poco excesivo Gregory) y en la ligereza ética de Fisher, pero no profundiza ni en el análisis del medio ni en las causas y las consecuencias que permitan extrapolar el contenido más allá del mero recurso narrativo, renunciando, por tanto, a proyectar su mirada sobre el estado de las cosas a mediados de los ochenta. Así, la cinta pierde fuelle hasta que apuesta por ajustar las cuentas morales con sus personajes, principal, e inesperado, dada su marginalidad, baldón del film, puesto que tampoco proporciona una respuesta del todo satisfactoria, por tópica, en su vertiente de thriller. Así, el guion se dedica a repartir castigos e indulgencias según el papel que cada personaje ha representado a lo largo de la película: el cabeza loca con buena intención, Fisher, se gana la oportunidad de redimirse, al mismo tiempo que se abre la puerta a su reencuentro con Alison; los personajes negativos (Leo y su secuaz) reciben la consiguiente penalización a sus malas acciones; Punchy, en cambio, es la criatura sacrificada por la salvación de Fisher, pasa de prostituta a mártir, una María Magdalena de conveniencia que cierra el oportuno círculo moralizador de la película y permite que otros cabos de más enjundia (sistema judicial, la prensa como cuarto poder) puedan quedar sueltos y en vigor, libres de cuestionamiento serio.
La película, no obstante, también contiene algunos elementos a reivindicar. La habilidad e inteligencia del guion en su perfil de intriga policial con ribetes sociales y toques de sordidez urbana, aunque muy lejos de otras películas anteriores y más eficaces y redondas como Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), Hardcore, un mundo oculto (Hardcore, Paul Schrader, 1979) o La celda de cristal (Variety, Bette Gordon, 1983), se beneficia de la mirada, algo en exceso pausada pero siempre eficaz, de la dirección de Schatzberg, mientras que en el plano interpretativo Kathy Baker ofrece una interpretación generosa y sobresaliente (en última instancia, tal vez quizá algo más timorata de lo que la película parece anunciar), al tiempo que Morgan Freeman se erige en el principal atractivo de la película, convincente y viscoso gañán que se llevó la mayor parte de los aplausos y atrajo nominaciones (Oscar, Globo de Oro) y premios (Spirit Awards, Círculos de Críticos de Nueva York y de Los Ángeles). El final, totalmente complaciente, nada rupturista ni polémico, sino más bien acomodaticio y previsible, no evita que El reportero de la calle 42 sea una de las escasas películas rescatables de una filmografía, la de la productora Cannon bajo la dirección de la dupla Golam-Globus, demasiado vinculada al cine de bajo coste y nula exigencia, a las películas más baratas en todos los conceptos. A la larga, su apuesta de comida rápida significó su desaparición. Lo barato siempre sale caro.