Ali Abbasi opina que ya hemos recorrido suficiente camino en esto del territorio del cine y que los géneros cinmatográficos pueden ser utilizados exactamente para lo contrario de lo que acabaron sirviendo: no ser convencional, renunciar a los códigos normales del drama narrativo, hablar de política de un modo más sutil y encubierto... No lo comparto, porque precisamente un género es un conjunto de convenciones (recursos, temas, personajes) que dejan en segundo plano ciertos recursos de estilo más personales. En lo que sí estoy de acuerdo es en ciertos efectos colaterales que los géneros como narración pueden estar provocando en las audiencias: que bajen la guardia y se relajen pensando que todas las cartas están a la vista. Esa distensión del público ante un formato conocido la utilizan algunos cineastas colar otros discursos de un modo más sutil y encubierto, los cuales no serían tan bien recibidos con un estilo menos convencional. ¿Es posible que estos géneros modificados genéticamente se hayan convertido en un equivalente a ciertos relatos indie? ¿Tan prevenidos estamos ante el cine directo, personale incómodo? ¿Hemos logrado darle la vuelta al calcetín genérico en estos últimos diez años?
Border (2018) --basada en un relato breve de John Ajvide Lindqvist-- presenta una trama basada en los mismos elementos que la vampírica Déjame entrar (2008), con un guión del propio Lindqvist adaptando su novela: realidades paralelas, seres marginados que desconocen su verdadera naturaleza (y el filme sirve para narrar precisamente su toma de conciencia), elementos fantásticos y algunos toques de terror menor. En Border este esquema se aviene mucho mejor a una sublectura política que la que proponía Shelley (2016), el debut de Abbasi en el largometraje de ficción, y aquí es donde comparto plenamente ese uso imprevisto de los géneros para colar discursos sobre realidades contemporáneas. Para todo lo demás, no veo ningún mérito adicional en Border: al no marcar en exceso los momentos clave todo lo preside una lentitud expositiva en la que no es nada difícil anticiparse; mientras que la trama policíaca, tangencialmente relacionada con la principal, está muy poco explotada. Y si a eso sumamos unos protagonistas que no contribuyen demasiado a la empatía (tan sólo a la repulsa, y ahí es donde entra la lectura política, en la aceptación del extraño, del recién llegado) pues la experiencia resultante no es demasiado alentadora. No puede ser que las buenas críticas que ha recibido el filme se centren exclusivamente en ese uso inteligente de los géneros como subtexto, en la casi obvia metáfora política que se desprende de esta fábula sobre seres con una naturaleza física diferente, y que nadie mencione que los elementos del relato directamente conectados con el género que lo sostiene están francamente desaprovechados.
En definitiva, un filme que no atrapa ni conmueve, que exige al público altas dosis de predisposición, lo que supone un riesgo, ya que a la mínima decepción se pierde interés. Visto lo visto, el filme de Abbasi ha dejado de ser mi favorito al Oscar a la mejor película extranjera; le sustituye la alemana
La sombra del pasado (2018) --no se estrena en España hasta abril-- en detrimento de los dramas de éxito automático --gracias a sendos argumentos sobre desamparo infantil-- de la japonesa Un asunto de familia (2018) y la libanesa Cafarnaúm (2018), que creo que es la que finalmente se llevará el gato al agua. Si el principal valor de la película de Abbasi es la metáfora política que anexa, quiere decir que el uso del género cinematográfico como distracción funciona; pero es necesario apostar también por los contenidos que sostienen el relato principal. No puede ser que una lectura secundaria convierta toda la película en una obra maestra.