Ayer por la mañana cambié el recorrido que hago normalmente para llegar hasta la estación de tren con la mayor dignidad y compostura posibles y no derrotada de buena mañana. Ahora que el calor aprieta es más complicada la tarea. Normalmente, cojo el coche para cubrir este camino de 15 minutos a paso decidido por cuestiones de tiempo porque llegar tarde, perder el tren, es la primera derrota del día. El fisco y mis obligaciones para con él, con el obligado paso por el banco del que poco aprovecho, fueron la causa del cambio de trayecto. Ayer acababa el plazo de presentación del IRPF a ingresar con domiciliación. Y yo lo domicilio todo para evitar tentaciones de última hora y olvidos imperdonables.
El camino habitual es solitario. Está bordeado de pequeñas casas de dos plantas de cuando mi pueblo era eso, pueblo, un centro de formación profesional abandonado, un par de discotecas pasadas de moda donde hoy se juntan los más jóvenes los fines de semana, un parque, un colegio, una piscina municipal… A media mañana, el aspecto del conjunto recuerda un pueblo olvidado. En mi camino de ayer, más urbano, al otro lado del parque, colindante con el casco antiguo y sus casas felizmente
rehabilitadas, adelanté a dos mayores. “Zapatero es un chorizo. Un chorizo Zapatero… -dijo uno-. Todos los del PSOE son unos ladrones, unos ladrones…”. Su compañero de paseo asintió cabizbajo. Y con este mantra los dejé atrás hasta que sus voces se ahogaron en el pequeño estanque del parque. Pero no tardaron en ser sustituidas por las de tres hombres que salían de un bar, centro neurálgico de mis pioneras salidas en la adolescencia, al que no he vuelto desde entonces. Cambiaba la estampa. Mocasines (no tengo nada en contra de este tipo de zapato, pero no es un modelo al uso en estas tierras y denota cierto regusto por la buena vida o, al menos, así me lo parece a mí), camisas impecablemente recién planchadas, como nuevas, ligeramente remangadas, pantalones de pinzas, fina estampa de pequeño empresario de pueblo con segunda residencia en la Costa Brava (tampoco tengo nada en contra de la Costa Brava, pese al riesgo de levantinización que la amenaza). “Ahora en agosto, pararemos la actividad y se cierra la empresa. Tengo seis trabajadores. ¿Tú crees que hay derecho a que tenga que pagar los sueldos de ese mes que no hay trabajo y están de vacaciones?”. “¿Y qué vas a hacer?”, le espetó su compañero de desayuno. “Los despediré y luego, si acaso, en septiembre, cuando la cosa empiece, los vuelvo a contratar”. “Sí, claro, es lo mejor”. Avivé el paso.Los ancianos que había dejado atrás unos minutos antes no les alcanzarían nunca: su caminar era más errante, así que nunca se produciría un intercambio de opiniones. Seguramente, se habrían puesto de acuerdo rápidamente pese a la notable diferencia de clase. Finalmente, llegué a tiempo a la estación: el andén estaba inusualmente lleno y, pese a todo, la sensación de derrota y el vacío eran enormes. El estruendo del tren al entrar en la estación y el chirrido de la frenada que regala a cada parada me hizo volver a la realidad. Pero me faltaba algo: me faltaba pan.