Sin olvidar que la irracionalidad también está en nosotros, aunque no siempre lo parezca, es la capacidad de razonar lo que distingue a nuestra especie. Nos dijeron en la escuela que el ser humano es un animal racional que tiene en el lenguaje su cualidad diferencial como herramienta diferencial para la comunicación y el conocimiento.
Además de usar el lenguaje para expresar intenciones, afectos y desafectos, el lenguaje -ya sea sonoro, gestual o gráfico - es el instrumento con el que nos relacionamos y transmitimos lo que pensamos. Tal vez por ello, sea objeto de los demagogos y manipuladores que intentan adulterar el significado de las palabras, apropiarse de ellas y distorsionar su significado.
Disculpen la arrogancia, pero la palabra libertad me resulta escandalosa en boca de quienes nunca la han defendido o cuando la invocan quienes, añorando al dictador, la reclaman con un palo de golf en la mano. Dicha por ellos me suena a grito soez, a concepto vacío. ¡Por supuesto que pueden pedir libertad cuantas veces quieran! Sin embargo, no puedo evitar que, en sus voces, el eco de sus gritos me suene a pantomima.
Dicen que siempre hubo estafadores y manipuladores de la palabra, pero ahora, en estos tiempos de crisis, brotan como la mala hierba. Una paradoja de estos días de pandemia, consiste en contrastar las dudas de los científicos con las certezas de los opinólogos. Vivimos tiempos complicados en lo sanitario, económico y social; tiempos que aprovechan quienes están convencidos que dialogar es debilidad y buscar puntos de encuentro, bajada de pantalones. ¿El bien común? Una monserga. ¿La solidaridad? Simple postureo. ¿El ingreso mínimo vital? Una paguita de rojos, socialcomunistas y otros indigentes intelectuales para lograr el voto de vagos y maleantes. Los conservadores más fanatizados son así de obscenos.
Y reconozco que ante la obcecación de estos fanáticos, las palabras y el razonamiento resultan insuficientes. ¿Pero quiénes son los fanáticos? Aquellos que gustan de la unanimidad y percepciones únicas, quienes no admiten la discrepancia y van por la vida orgullosos de sus certezas inmutables y verdades absolutas.
Pero si queremos una sociedad mejor, debemos desenmascarar a los intransigentes y a los falsificadores de la realidad. Y para este afán no conozco nada mejor que aprender a pensar de manera crítica y rigurosa. Recientemente Amenábar nos recordaba a Unamuno y su "vencer no es convencer"; el fanatismo trata de eso, de conquistar, derrotar y humillar sin otro argumento que la fuerza o la coacción. El fanático no pierde el tiempo especulando razones. No le interesa que estemos persuadidos. Se conforma con la obediencia. El fanático político no utiliza la inteligencia ni otros recursos para enmascarar con astucia sus intenciones de dominio. Su objetivo es aplastar la discrepancia. Tal vez por ello hay que insistir en que vivir en democracia no nos hace más libres si no defendemos nuestra libertad individual y colectiva cada día, si dejamos de protegernos de la manipulación cotidiana.
Como en la política partidaria abunda los fanáticos, no espero demasiado de ella. Más que en la política y en los políticos, confío en la ciudadanía demócrata. Porque somos nosotros quienes tenemos la responsabilidad de distinguir lo cierto de lo falso. Sabemos que la política no resuelve nuestras necesidades y que no todos los políticos son iguales. Algunos tratan de aligerar la carga que soportan quienes viven en la pobreza suspendiendo desahucios además de cortes de suministro de agua, gas y electricidad. No todos son iguales, es cierto. Los hay que congelan los alquileres o establecen moratorias para el pago de hipotecas, quienes decretan una renta para ayudar a las personas y apuestan por universalización de la sanidad. Es evidente que no todos son iguales, pero tengamos cuidado porque cualquiera de ellos pueden tomar decisiones que nos pueden complicar la existencia.