La abundancia de filmes sobre la preadolescencia da que pensar, sobre todo porque hay donde elegir: desde la apuesta descarada por la fantasía --Las crónicas de Narnia: El león, la bruja y el armario (2005), la pedagogía amable y maternal --La niñera mágica (2005)-- o la fábula que sirve tanto a mayores como a pequeños --Donde viven los monstruos (2009)--; todos ellos con una importante (y nada casual) base literaria. Es como si hubiera que resaltar, y mucho, la importancia de vivir o experimentar las propias fantasías, la necesidad de mantener intacto, durante toda la vida, un reducto de fantasía junto con un sentimiento de inocencia infantil. De repente el tránsito a la adolescencia es una fase crucial de la existencia que hay que reivindicar o reorientar ante amenazas tecnológicas o deshumanizadoras, y el cine se aplica a ello con entusiasmo (y también con altas expectativas de negocio, que no lo hacen por amor al arte o responsabilidad pedagógica). De paso, lanzan un (necesario) anzuelo a una audiencia que huye de los libros como de un móvil sin cobertura... Creo que todas estas cosas están tras del reciente auge del cine fantástico para preadolescentes. Y no olvidemos la abundacia y variedad de efectos digitales: el anzuelo que trata de enganchar antes de que alguno muerda el anzuelo de la lectura. No es fácil encontrar el tono y el estilo adecuados para este tipo de cine.
En este panorama tan complicado, Un puente hacia Terabithia (2007) --segunda adaptación cinematográfica del libro de Katherine Paterson, publicado en 1977; la primera es de 1985, dirigida por Eric Till-- supone una firme apuesta por la fantasía verosímil (un concepto que juguetea peligrosamente con el oxímoron). Cuenta la historia de Jess, el único chico en una familia numerosa, que lleva una existencia solitaria en un ambiente que le resulta cargante (padres poco cariñosos, hermanas zumbadas... excepto una); hasta que, afortunadamente, conoce a Leslie, una chica de su edad, vecina y compañera de clase, que le enseña a transformar y a canalizar su soledad en creatividad (Jess es un gran dibujante, pero nadie parece valorarlo, excepto su profesora de música, una perturbadora Zooey Deschanel). Jess y Leslie hacen del territorio que hay cruzando el río su propio mundo fantástico (el reino de Terabithia), dejando fluir sus miedos, sus anhelos, incluso ayudando a mejorar sus vidas «reales». Hay muchos filmes de este estilo, pero pocos alcanzan el difícil equilibrio entre el uso de los efectos especiales (estrictamente limitados a escenas muy concretas, sin recrearse en virguerías ni espectacularidades de cara a la galería) y una dosificación dramática impecable (giro argumental completamente inesperado incluido), aportando --si cabe-- un mayor verismo y sincera emotividad a la segunda parte de la historia.
No es necesario fiarlo todo a la espectacularidad (como hace la saga Narnia), ni a una pedagogía del sentido común (como propone Nanny McPhee/Emma Thompson), ni a un estilo entre vanguardista y transgresor (como Spike Jonze y sus monstruos de peluche); a veces basta con llamar a las cosas por su nombre: familia desestructurada, mobbing escolar, amistad, primeros amores imposibles, fantasía... O dejar volar la imaginación --como hace Un puente hacia Terabithia-- para reafirmar la necesidad de mantener los pies en la tierra, incluso a costa de rebajar un tanto ese énfasis pedagógicamente correcto de cultivar la imaginación. O simplemente dejarse aconsejar por tu hija y que te atrapen películas desconocidas que demuestren que ha aprendido a encontrar esos momentos cenitales que tú, por pura cabezonería, le has enseñado a detectar.