La virtud teologal de la fe es un don de Dios. Fruto de la gracia, prepara nuestra mente para aceptar los misterios revelados por Dios. Los contenidos de nuestra fe nos han sido entregados por la Iglesia a través de las Sagradas Escrituras y la tradición viva, pero la capacidad de aceptar estos misterios nos llega directamente de Dios en el acto del bautismo, o incluso antes, al momento de la conversión que lleva al bautismo.
¿Por qué Dios nos dona esta virtud?
La respuesta más sencilla es que la fe nos capacita para encontrar a Dios. Pero ¿por qué Dios prefiere el encuentro por medio de la fe en vez de revelarse empleando sencillamente medios cognitivos? Después de todo la fe implica humildad intelectual, una disposición por la que el intelecto mismo, creado por Dios con un impulso intrínseco hacia la verdad, se abstiene de utilizar independientemente todos los poderes de esta guía para apoderarse de la verdad, y bajo la influencia de la voluntad, se rinde para recibirla como don. ¿Es esta, pues, una simple degradación del intelecto? Este, en definitiva, puede llegar a la verdad empleando sus propios métodos cognitivos, experimentales o filosóficos.
Dado que el intelecto puede alcanzar la verdad, ¿por qué debe entonces someterse a la fe, asumiendo una posición de discípulo adoctrinado por el Maestro que permanece oculto entre nubes de misterio?
La respuesta a esta pregunta puede hallarse sencillamente en la experiencia humana. En nuestras relaciones no procedemos basándonos simplemente en conocimientos científicos. Confiamos. Donde existe confianza, hay apertura hacia el otro, hay espacio para el amor. Los conocimientos científicos no generan amor. Pero sí lo hace la confianza. Dios, por ende, ocultándose en el misterio que puede ser revelado solo por medio de la fe, nos revela un rostro humano.
Mientras nos acercamos a Dios por medio de la fe, vamos aprendiendo cómo confiar en El y amarlo. Descubrimos que Dios no es una simple respuesta a las preguntas sobre la existencia humana o cósmica. Dios es un padre que espera nuestra confianza y nuestro amor.
La humildad intelectual en la fe no debe, por tanto, entenderse peyorativamente. Es una extensión del intelecto hacia el vital encuentro con Dios, que al mismo tiempo deja intacta las capacidades intelectuales. La fe no obnubila el intelecto; nos permite simplemente ver mejor, para unir el conocimiento obtenido por medio de la filosofía con el recibido a través de la revelación, con el propósito de alcanzar la verdad que el intelecto, por sí solo, no podría alcanzar.
La precisión de la lengua latina nos permite distinguir tres niveles de fe.
En primer lugar encontramos la creencia que Dios existe - credo Deum esse. Esta creencia no se traduce aún en una relación personal con Dios. Muchas personas aceptan la existencia de Dios, pero no llegan a sentirse turbados por Su presencia en la vida diaria.
Le sigue la aceptación del principio que Dios es verdad, creer o confiar en la palabra de Dios - credo Deo. Esta es una actitud que acepta el hecho que Dios haya hablado, que su palabra contenga importantes verdades. Esta creencia puede no superar el nivel de una simple declaración.
Existe, por fin, la creencia en Dios - credo in Deum, subrayado el en, que expresa movimiento. Creer en o mejor dicho hacia Dios significa asumir todas las energías del alma y dirigirlas hacia Dios. Esta forma suprema de fe está constituida por la caridad. La fe en estos niveles no acepta simplemente la existencia de Dios y su veracidad, sino que reorganiza la vida de tal modo que Dios se transforma en el principio más importante. Todo lo sentido, dicho o hecho ha sido realizado concentrándose en Dios, confiando en Su presencia, ayuda y amor.
Es esta la fe que Dios espera de nosotros, porque es precisamente esta fe la que conduce al encuentro entre el Padre Eterno y sus confiados hijos. Dios no necesita de nuestra labor, pero espera con paciencia que nuestros corazones recuperen confianza en Su gracia, reciban Su amor en las actividades diarias y acepten el misterio de Su presencia en nuestras vidas.
Se debe de todas formas recordar que no es suficiente declarar nuestra fe. Debemos confesarla, cuando nuestra fe aumenta, cuando permitimos al inefable misterio de Dios penetrar en nuestras vidas, en nuestros pensamientos, sentimientos y decisiones. No existen límites para el crecimiento de la fe, porque no hay límites en la propensión hacia Dios, que es y permanecerá siendo un misterio como el misterio de Pedro cuando fue invitado a confiar, mientras Él caminaba sobre las aguas.