Obviando la campana de maitines de las cinco de la mañana, ciertos mosquitos aclimatados al frío y algún perro solitario que ladra desde los chalets cercanos, en el monasterio se duerme de fábula. Ayuda el cansancio empedrado de la subida.
Aun sin la capucha puesta, los monjes se mimetizan en las oscuridades de los largos pasillos, flotando en pasos siempre apresurados. Si rompen el silencio, lo hacen con una educación exquisita. Y me sorprende comprobar la abundancia de los que no han asomado a la cuarentena.
Mi amigo, un habitual de la hospedería desde hace más de una década, me cuenta que los opositores adoran este enclaustramiento. En los corrillos administrativos de Vegueta se hablan maravillas del poder de estas horas de quietudes infinitas, que afilan la memoria y tiemplan la autodisciplina.
“Los repetidores somos muchos. He coincidido varias veces, por ejemplo, con un par de chicas de la capital, que suelen venir un poco más adelante para escapar de la Navidad”. No hace falta explicar la ironía. Que ustedes lo compren bien.
