Mi relación personal con el cine de Fellini es contradictoria. Siempre he pensado que está sobrevalorado y que es algo superficial, pero después me encuentro disfrutando de sus películas y me dejan un grato sabor de boca.
Ahora se cumplen cincuenta años de una de sus más famosas producciones, esta que es recordada sobre todo por la imagen de la hiperpechugona Anita Ekberg bañándose en la Fontana de Trevi, una imagen hermosa, pero tan banal como el personaje que lo representa: una actriz cuya principal virtud es su frivolidad, algo que se espera de ella como protagonista de la incipiente prensa del corazón.
¡Ah, la prensa del corazón! ¿Qué se puede decir de bueno de algo tan abominable? Si bien en la época en la que fue rodada esta película aún se encontraba en gestación y se puede advertir cierta inocencia en sus protagonistas, en la actualidad se trata de un circo concebido para manipular y atontar al telespectador, que es consciente de todo esto, pero que no puede evitar pedir más, indignarse ante los descarados montajes que se le preparan diariamente como menú y gozar con las zafiedades de los personajillos que se ganan la vida de esta manera indigna.
Esto es solo mi opinión, por cierto. Habrá quien sostenga que la prensa del corazón también es periodismo, que la gente necesita saber y tal y cual. A mí más bien me parece el antiperiodismo. Ciertamente, antes, cuando esta prensa se dedicaba a enseñar la nueva casa de Isabel Pantoja o la boda de la hija de la duquesa de Alba podía tener algún sentido para alguna gente, interesada en asomarse a una vida mejor que nunca va a poder gozar en carne propia. Ahora parece ser que todo eso ha ido dando paso a insultos continuos, peleas y profundización en las peores miserias humanas, todo bien mezclado y servido de la manera más hedionda, para que su fragancia envuelva al telespectador, éste quede fascinado ante la visión de la más pura basura y siga pidiendo más día tras día, hora tras hora, porque estos programas invaden ya cualquier franja horaria.
Pero alejémonos de la fetidez para hablar de lo que nos ocupa, la película de Fellini. Aquí se nos retrata una Roma alegre y despreocupada, cuyo epicentro se encuentra en la elegante Vía Véneto, cuyas terrazas son punto de encuentro entre famosos y periodistas del corazón (por cierto, las escenas no están rodadas en exteriores, sino en una reproducción de la avenida construida en Cinecittá). Lo mejor de esta historia es el personaje de Marcello, un experto relaciones públicas, insatisfecho del mundo banal en el que se mueve y sobre el que escribe, al que le gustaría dedicarse a temas más elevados a través de la escritura de una novela, pero que no puede hacerlo, pues en realidad no sabe vivir de otro modo, su forma de vida es su droga. Su búsqueda de la escritura pura, lo que se traduciría en una vida más auténtica está abocada al fracaso.
El tema de la incomunicación está presente en todo el metraje. Los personajes hablan entre sí, pero no se entienden, no son capaces de entender las intenciones del otro y apenas se conocen más allá de los gustos alcohólicos de cada cual. En este sentido resulta interesantísima la aparición de Steiner, hombre de vida a primera vista perfecta, con mujer, hijos y casa aparentemente perfectas, pero cuya existencia está marcada por el pensamiento en la irrupción de una fatalidad inminente que acabará provocando él mismo.
Hay otros episodios, que siguen la pauta de Fellini de tomar la vida como un gran circo, como un gran espectáculo digno de ser mostrado: el milagro del que dicen ser testigos dos niños y que provoca la llegada al lugar de masas de gentes esperanzadas que no son capaces de advertir que asisten al más burdo de los engaños, el padre de Marcello, que quiere mostrarse todavía como un hombre joven y dinámico pero fracasa miserablemente en su intento, el club nocturno instalado en las termas de Caracalla o las diversiones infantiles de la decadente nobleza. Un conjunto variado que siempre nos habla del error del ser humano de preferir mostrarse hacia el exterior con una sofisticada máscara con la que aparenta la felicidad más perfecta. Una pequeña mirada al interior puede revelarnos que los auténticos deseos se encuentran en las antípodas de lo que impuesto por las esclavitudes sociales.