Revista Opinión

Feminoicas

Publicado el 16 noviembre 2013 por Carlos López Díaz @Carlodi67
Estábamos mi mujer y yo en el skatepark, viendo a nuestros hijos, junto a decenas de otros niños y adolescentes, ejecutando acrobacias con sus monopatines, con la evidente intención de romperse algún hueso. En eso que veo a una niña montada en un patín con manillar y no puedo evitar advertir que es la única representante de su sexo. No sin cierta sorna, me pregunto qué dirían nuestras feministas paranoicas (permítanme el neologismo bárbaro: feminoicas) de este hecho: "una demostración patente de los procesos de aculturación sexista, que imponen a los niños y niñas roles de género, y bla, bla bla". ¡Cómo si yo no me hubiera resistido todo lo posible a comprarles a mis dos vástagos varones esas tablas suicidas!
El feminismo original sostenía que las mujeres son iguales a los hombres en derechos: que pueden desempeñar cualquier actividad y participar en política exactamente igual que cualquier varón. Algo que nos parece obvio a los occidentales del siglo XXI, pero que no se lo parece a los árabes, ni se lo parecía a nuestros abuelos.
El feminismo de segunda ola, o feminismo paranoico, parte de una idea completamente distinta. Lo que afirman las feminoicas es que cualquier desigualdad estadística observada en la conducta y las características culturales y económicas entre hombres y mujeres (incluidas sus elecciones) es necesariamente consecuencia de una injusta dominación de los primeros sobre las segundas. Por ejemplo: si nos encontramos con que hay un porcentaje claramente superior de ingenieros de caminos de sexo masculino (no sé si es así, pero supongámoslo), ello sólo puede deberse a una conspiración varonil para dificultar el acceso de las mujeres a esta profesión.
Uno de los mantras de las feminoicas es la brecha salarial. Como es cierto que, en conjunto, las mujeres cobran menos que los hombres, se deduce de ello que existe una discriminación más o menos soterrada, una confabulación de los empresarios para pagarles menos por el mismo trabajo. Sin embargo, la tesis de la confabulación no es la única explicación posible de esa diferencia salarial global. Porque sabemos que muchas más mujeres trabajan en jornadas parciales, muchas más mujeres que hombres solicitan bajas por maternidad y, sobre todo, muchas más mujeres optan por puestos o cargos conciliables con la vida familiar, aunque sean menos competitivos y menos bien pagados.
A esto las feminoicas responden que la culpa es de los varones, que se desentienden de la familia y las tareas domésticas, aprovechándose de la pócima de la culpabilidad que han instilado en un descuido en la copa de las mujeres, que por ello experimentan mucha más preocupación que sus parejas por no ser tildadas de "malas madres". Es decir, si las mujeres demuestran tener una escala de prioridades distintas a la de los hombres; si demuestran, estadísticamente hablando, ser menos obsesivas con su profesión, o con los puestos de mayor poder o prestigio económico y político, no es porque las mujeres sean así, sino porque han interiorizado ideas machistas, de las cuales es preciso liberarlas. Incluso aunque no muestren mucho interés en ello.
Existen numerosos estudios empíricos que demuestran que la concepción feminoica probablemente es falsa, en términos generales. (Una excelente presentación de estos resultados se puede hallar en el libro de Susan Pinker, La paradoja sexual, que toda feminoica debería leer, acompañándolo de ejercicios de relajación y una dieta rica en fibra.) El problema es que la dictadura de la corrección política convierte en algo verdaderamente heroico airear estos estudios. Nadie quiere que le ocurra como al presidente de la Universidad de Harvard, Larry Summers, que se vio obligado a dimitir en 2006 por haber señalado un hecho estadístico bien conocido, y es que, si bien hombres y mujeres tienen promedios similares de inteligencia y otras características psicológicas, la variabilidad masculina (las desviaciones por debajo o por encima de la media) es mucho mayor, lo que hace que existan más varones en el extremo superior (¡y en el inferior!) del talento humano, en disciplinas como la ingeniería o la matemática.
Incluso personas con alta formación interpretaron erróneamente que Summers estaba sugiriendo que las mujeres están menos dotadas para las ciencias que los hombres (cosa que por supuesto desmienten sus calificaciones académicas, universalmente, en todas las carreras). En realidad, lo que se deduce de la conferencia del presidente de Harvard era que ciertas diferencias en la distribución sexual podían deberse a diferencias en los rasgos psicogenéticos, y no a un machismo atávico, sin descartar tampoco a priori este factor. Susan Pinker relaciona estas diferencias genéticas con otros hechos sobradamente conocidos, como la mucha mayor propensión de los varones a padecer TDAH (Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad) o a ingresar en el mundo de la delincuencia. La reflexión final de esta autora podría formularse como: "¿Por qué diablos las mujeres tenemos que seguir empeñándonos en imitar modelos masculinos de competitividad, poder y estatus, si lo que preferimos es alcanzar un equilibrio en el que la obsesión por la profesión y las ganancias no absorba todo lo demás?"
La tendencia, por desgracia, sigue siendo de dominio de la histeria feminoica, y esto se aprecia en la manera cómo derecha e izquierda compiten por ser más feministas que nadie. Así, el gobierno del PP amenaza con gastarse más de 40 millones de euros en promover el uso de móviles avanzados (o sea, con internet) entre las mujeres. Intentos como este de liberar a las mujeres a pesar de sí mismas suponen tratarlas como seres infantilizados, a los cuales hay que enseñar a descubrir sus propios intereses, independientemente de sus preferencias y predisposiciones.
El grado máximo de delirio del feminismo paranoico se muestra en la politización del matrimonio. Este deja de ser una institución en la que un hombre y una mujer se entregan mutuamente, para convertirse en un estricto equilibrio de poderes, hasta el punto que deja de comprenderse por qué debería existir, salvo como una unión de interés económico mutuo, basado en compartir una vivienda y unos gastos determinados. De ahí todo el discurso que pretende equiparar las familias monoparentales y homoparentales a la familia "tradicional", como se denomina con evidente ánimo despreciativo a la situación que cualquier niño del mundo desearía: tener una madre y un padre.
Los feminoicos y feminoicas de derecha e izquierda han puesto el grito en el cielo por un libro titulado (con torpe provocación, hay que decirlo) Cásate y sé sumisa, de la escritora italiana Costanza Miriano. Bueno, no se han limitado a rasgarse las vestiduras, sino que exigen directamente retirar el libro, en una franca manifestación del auténtico carácter despótico de las ideologías liberacionistas. Ellos han decidido de antemano cómo debe ser la relación entre dos personas de distinto sexo, excluyendo al posibilidad de una jerarquía libremente aceptada.
He dicho muy conscientemente jerarquía, palabra tabú fuera de las prácticas sadomasoquistas (en cuyo caso no provoca el menor recelo). No he leído el libro objeto de la polémica, pero sí he leído Mero cristianismo, de C. S. Lewis, que dedica un capítulo al tema del matrimonio, en el que defiende que este idealmente no está presidido por la igualdad entre hombre y mujer (nada que ver con la igualdad de derechos) y en que es preferible una preeminencia del hombre. Y sus argumentos me parecen sumamente convincentes y razonables. En primer lugar, Lewis concibe el matrimonio como una institución de vocación vitalicia, por lo cual, en caso de desacuerdo, sólo un "voto de calidad" de uno de los dos cónyuges puede evitar un bloqueo absurdo, o la disolución. Y en segundo lugar, el autor propone que esta prerrogativa encaja mejor con el carácter del hombre, por tener este un talante más ecuánime en las relaciones externas de la familia, lo que contrapesa el visceral (aunque bendito) "patriotismo familiar" de las mujeres, facilitando la cohesión social. Espero no estar dando información a nuestros censores de derecha e izquierda para que la emprendan ahora contra los libros de C. S. Lewis, ni contra el Nuevo Testamento.
Se compartan o no esos razonamientos, lo importante es que admitir la jerarquía (sea en la familia, en la empresa, en el ejército o incluso en la amistad), no tiene nada que ver con ningún rebajamiento de nadie, salvo cuando se convierte en un disfraz del abuso. La literatura nos ofrece ejemplos de relaciones de amistad jerarquizadas que nadie en su sano juicio consideraría atentatorias contra la dignidad humana. ¿Habría que "liberar" a Sancho Panza o al doctor Watson de la opresión intolerable sufrida a manos de don Quijote o de Sherlock Holmes?
Al día siguiente de mi sufrida visita a la pista de patinaje, presencié una escena con la que cierro estas reflexiones. Una soleada mañana, un matrimonio de ancianos almorzaba en la terraza de un bar. Por las palabras del marido, me percaté de que la mujer sufría un estado de senilidad severa, que requería cuidados constantes. Aquel, con paciente delicadeza, le estaba diciendo que no se bebiera toda el agua antes de comer. Me pareció conmovedora esa estampa de un matrimonio como los de antes, para toda la vida, en la salud y en la enfermedad. E imaginé que aquel amante esposo no se sentía más "esclavo" de lo que debía sentirse su mujer cuando durante años le estuvo lavando los calzoncillos. Ellos no concebían su matrimonio como un equilibrio de poder, sino como una relación de amor, en la cual uno lo da todo, sin esperar nada a cambio.

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