Revista Deportes
Fernando Cuadri,
poeta.
Son tres palabras anotadas en el dorso de una fotografía que bien podría ser una pintura de Zurbarán. Enrollada, aguarda destino dentro de una botella que será arrojada al mar el mismo día que plante las flores que adornarán mi tumba. Bendito sea el que encuentre tan apreciado papiro, resucitado entre la vaguedad de los tiempos, quién sabe si tras miles de años, varado en una playa como arqueología del naufragio de una España póstuma.
Decidí esparcir por los mares, y por la existencia, el envidriado tesoro el día que, en un tendido de una España apócrifa, un joven impelió mi atención. Que quién era ese Cuadri y a qué se debía tanto regocijo, cuando lo que sus ojos estaban entendiendo era el mero sacrificio público de media docena de los infinitos toros que han dado con sus huesos en una plaza. Me ví obligado a hablarle de Antístenes, un discípulo de Sócrates, al que siendo anciano, le preguntaron qué había aprendido de la filosofía, respondiendo que a hablar consigo mismo. La sabiduría es recogimiento. Es humildad. Es arreglar el mundo empezando por barrer debajo de tu cama. Y el viejo Cuadri en esa materia es eminencia, un emblema cuya humildad, tan ermitaña, hace pasar de puntillas el carisma que unge a los elegidos y que es propio en él. Es alguien que ha estado cincuenta años en nuestras vidas, menos que muchas de nuestras penas y más que algunas catedrales y, sin embargo, nunca pretendió ser héroe en el anonimato, ni mártir de alguna causa perdida. Señalando donde se sentaba el criador, seguí indicando, mira nene, Don Fernando habla sin violar el silencio, siente, intuye, divina, crea belleza, improvisa, pertenece a la estirpe de los vaqueros clásicos, trova con lirismo la bravura, conoce el toro como el fuego conoce donde está la ceniza, interpreta las señales de humo como un indio navajo. No practica la ganadería, promueve la artesanía.
¿Y por que Cuadri? Más incrédulo que Santo Tomás, el mequetrefe embestía a mis certezas. A modo de prefacio a su pregunta, tuve que explicarle que hubo un feliz momento en el que se toreaba sin que aún se hubiera inventado la terminología del oficio, que la tauromaquia fue una divinidad hija de la épica, que tal era su poder sobre los humanos, que cuando sonaban clarines y timbales, a los hombres más feroces que pudiese imaginar, se les erizaban las crines como a yeguas que barruntan el lobo. Tauromaquia que, desde que el fuego quema, atrae al hombre como tela de araña a las moscas. Le hablé de la hueste antigua danzando alrededor del toro, de las tradiciones y de la obligación de maldecir al que las pisotee, de la Atlántida y del matadero antiguo de Sevilla, que Tauromaquia fue la primera religión que consagró el mundo, si catalogamos como religión el fervor insano hacia lo desconocido. Le expliqué que para su fundación fue requerida la unión atómica de dos hombres: un coloso desprovisto de amor por su propia vida y un chamán cuyos cruces y cábalas provocaran un exorcismo en las leyes de Darwin, taumaturgia que armó con la herramienta mortal del ataque a un yerbíboro, sea esto lo que llamaron casta.
¿Y que es la casta? Prosiguió el interrogatorio de mi nuevo amigo. La casta, declamé, hoy es un galgo ahorcado en el árbol de la melancolía, pero hubo una época durante la que fue una fuerza centrífuga que no dejaba columna en pie, ni estatua con cabeza. Los Cuadri, igual que los reyes, han hecho de la casta un patrimonio, mas no hay forma de describirla con exactitud, no te dejes engañar, pues existen tantas castas como pares de ojos, y entiende, que en los asuntos que trascienden lo material es buena empresa la prescripción a cuarentena de afirmaciones sobrenaturales. Sea la casta aquello que fuere, en los toros de Cuadri se manifiesta durante el tercio de varas, que en esta casa es superior en dulzura al resto de venenos. La dimensión del universo la da la pelea en varas de un Cuadri, no exagero, que hemos probado las mieles del éxtasis en los escasos pasos habidos entre la boca de riego y la primera raya, en el galope buscando la eucaristía con el caballo, cuántas veces creímos viajar sobre un morrillo que chorrea lava y destruye sueños, parece un volcán, pero es bravura. En ese trayecto dimos con un lugar que jamás imaginamos que existiría. A mi me gusta llamarlo felicidad, y es la más grande razón para estar vivo.
El pibe, absorto, estaba metido en la homilía, semejante gracia nace en Comeuñas, que es un feudo que le hubiese gustado estudiar a Plinio El Viejo. Comeuñas, en billetes del Banco de España, es un yacimiento de Uranio. Allí el Rey Sol baña de oro los trigales, en la tormenta el agua jarrea invocando a las fuerzas de la gravedad, el relámpago titila y desnuda con intermitencia el esqueleto de las fieras, radiografiando las embestidas del mañana, la floración del cerezo precisa de calor y horas de luz, pistones que empujan las bielas que engrasan la primavera, la tierra es ágora, la fertilidad campa bajo su libre albedrío y son espermatozoides trotando por un barbecho las simientes, los pájaros no son Mozart, apenas si picotean el silencio, las praderas crían un trébol gafe, estrictamente trifolio.
Comeuñas es el campo donde crecen laureles sobre el humus de la guerra.
Mientras las mulillas acarreaban los pellejos del último toro de la tarde, mirando al cielo, junto al muchacho, pregoné: cae la noche, y antes de que los primeros rayos de sol acaben con ella, otro becerro habrá nacido en Comeuñas. Y el misterio de la vida continuará abriéndose camino para que los ganaderos de toros bravos alcancen la inmortalidad a través de nuestra memoria.
A Fernando Cuadri, que cumplió con su destino