Revista Cine

Festival Alec Guinness: Ocho sentencias de muerte (Kind Hearts and Coronets, Robert Hamer, 1949)

Publicado el 01 febrero 2021 por 39escalones

Greatest British comedy: Kind Hearts and Coronets

La buena comedia negra es aquella que, sin renunciar a la parodia, la sátira y la ironía, no pretende disimular que su humor se construye a partir de un drama. Sobre esa premisa, a la vista la dirección sobria, contenida y distante de Robert Hamer, del fenomenal trabajo de decoración (perfecta recreación de los ambientes de la baja aristocracia británica, como también de los estratos laborales más próximos a ella), de las luminosas secuencias diseñadas por el director de fotografía Douglas Slocombe y de la encomiable labor de los intérpretes que componen el triángulo central del drama (Dennis Price, Joan Greenwood y Valerie Hobson), podría decirse que esta película es otra (quizá una de las mejores) de las amables y deliciosas piezas de humor surgidas de la factoría Ealing pilotada por Michael Balcon, antaño mentor de Alfred Hitchcock reconvertido después en el artífice de la comedia británica cinematográfica por excelencia. Pero la película cuenta además con Alec Guinness, actor descubierto por David Lean que hasta entonces había participado en sus dos adaptaciones dickensianas, y cuyo auténtico potencial como intérprete se destapó en esta cinta, que también le convirtió en estrella y referencia ineludible. Y es que Guinness, siempre en un segundo plano, da vida, con diferente intensidad y profundidad y en distinto grado de desarrollo dramático, a ocho miembros de la familia D’Ascoyne en un recital de versatilidad y múltiple personalidad interpretativa solo al alcance de otro grande de la comedia británica, Peter Sellers.

Pero la película no es un simple vehículo para el lucimiento de un actor semidesconocido hasta entonces en el mundo del cine, ni mucho menos. El trabajo de Guinness es imprescincible pero no condiciona la construcción dramática de la historia, que respira sátira y parodia por sí misma y que, como siempre en las comedias de la Ealing, sabe tomar el pulso a la Gran Bretaña de su tiempo. En este caso, un país que ha salido devaluado de los enormes esfuerzos y sufrimientos de la Segunda Guerra Mundial, que ha perdido su condición de potencia hegemónica del planeta, que ve cómo su flamante Imperio empieza a desgajarse (comenzando por la India, la joya de la Corona), que vive una profunda crisis económica y social y que debe replantearse un nuevo orden para su reconstrucción y un nuevo papel en el mundo. Este estado de ánimo colectivo producto de una decadencia sobrevenida es sabiamente adaptado por el guion de Robert Hamer y John Dighton, a partir de la novela de Roy Horniman, que se sitúa cronológicamente al final de la era victoriana (finales del siglo XIX y principios del XX) y que gira en torno al resentimiento y las ansias de venganza producto de la afrenta y el deshonor. La gran virtud del argumento, sin embargo, está en que esta venganza cobra la irónica forma de una comedia negra cuyo personaje central es un asesino en serie, si bien sus víctimas se limitan a los miembros de una sola familia, los D’Ascoyne (interpretados todos por Guinness). Se trata, por tanto, de un criminal en serie al que no le mueven los incontrolables impulsos psicológicos, sino que es un vulgar usurpador por interés calculado en la mejor tradición del folletín decimonónico de aventuras de Alejandro Dumas o de las novela de crímenes británica según los patrones de Chesterton o Agatha Christie, o en la línea de Thomas de Quincey y su entendimiento del crimen como una de las bellas artes.

Así, Louis Mazzini, miembro de la familia D’Ascoyne no reconocido (su madre fue expulsada y apartada cuando decidió fugarse con un cantante italiano que murió de un ataque al corazón el mismo día del nacimiento de Louis, exactamente en el momento en que lo vio por vez primera… y única), desea vengar la afrenta sufrida por él y por su madre y, tras constatar el número de miembros de la familia D’Ascoyne que le impiden reclamar el título de duque, comienza a planificar su sistemática eliminación, uno tras otro. El detonante de su descabellado plan, además de la ambición personal de influencia y dinero, es el hecho de que la muchacha junto a la que se ha criado, Sibella (Joan Greenwood), hermosa, caprichosa, voluble y algo casquivana muchacha a la que une una larga pasión compartida, decide casarse con otro hombre dotado de mejor empleo y posición y de una mayor provisión de fondos para sus caprichos (John Penrose). Doblemente resentido, contra los D’Ascoyne y contra Sibella, sin nada que perder, decide poner en marcha sus planes de asesinato, y también de ascenso social a medida que se van produciendo muertes y el número de parientes entre él y el título de duque se va reduciendo, lo cual hace que la ambiciosa Sibella vuelva de nuevo a él para convertirse en su amante. Con lo que no cuenta Louis es con enamorarse de Edith (Valerie Hobson), la viuda de su segunda víctima, el joven heredero del título, un muchacho de 24 años muy aficionado a la fotografía y mucho más a empinar el codo, lo cual termina de configurar el rompecabezas de su venganza: no solo rematará la jugada casándose con la legítima esposa de un D’Ascoyne, sino que eso le servirá para usar y tirar a Sibella, la joven que lo despreció porque no tenía dinero ni posición y que ahora verá cómo pierde el favor de todo un duque del que no sacará nada.Narrada con cierta frialdad y distancia por Hamer, multiplicándose en escenarios sofisticados primorosamente recreados, pero con ese delicioso aire de comedia ligera del humor británico de aquellos tiempos, aparentemente facilón pero dotado de potentes cargas de profundidad en cuanto a diálogos sarcásticos y elocuente crítica social (para todos, los de arriba y los de abajo), la película reproduce uno tras otro los rocambolescos planes de asesinato emprendidos por Louis (envenenamientos, escopetazos disfrazados de accidentes de caza, globos aerostáticos desinflados…), aunque la providencia a veces viene a echarle una mano gracias a algún oportuno infarto y un más oportuno naufragio. Al mismo tiempo, y con no menor ligereza, asistimos a las evoluciones sentimentales de Louis, que pivotan entre Edith y Sibella con calculado interés y variado grado de pasión, siempre en busca de la satisfacción de su vengativo egoísmo. Sin embargo, la fatalidad y la ambición terminan de teñir de amargura los planes de Louis: el deseo de retorcer y exprimir su venganza sobre la persona de Lionel, el marido de Sibella, la ambición por redondear sus maquiavélicos planes, conducen a Louis a prisión, juicio y condena a muerte. La estructura de flashback (el espectador contempla la historia desde la confesión escrita que Louis ha preparado en la víspera de su ejecución) concluye, ya en tiempo presente, en un triple salto mortal de sorpresas y casualidades encadenadas que, una y otra vez, dan vuelta a la tuerca de la ironía para depositar de nuevo a Louis en el principio de la historia, concluyendo así la magistral construcción dramática de una historia que funciona con la precisión de un mecanismo de relojería.

Una historia que, sin embargo, se hace memorable gracias a la participación de Guinness y su composición de ocho personajes a los que dota de personalidad, lenguaje facial y gestual e incluso timbres de voz distintos, metamorfoseándose en ocho personajes diferentes con una asombrosa capacidad mimética, saltando a su antojo las barreras del tiempo e incluso del sexo, y componiendo a su vez desde una perspectiva paródica, es decir, crítica, distintos estereotipos de esa sociedad victoriana en descomposición que como rémora todavía existe en la posguerra mundial del momento del rodaje. Guinness es a la vez el mayor monumento y la suntuosa rúbrica de una película que es un monumento a la doblez y a las segundas intenciones. Que provoca en el espectador una sonrisa sabia, de comprensión y complicidad, y la desarmada admiración por el talento interpretativo y mímico de Alec Guinness, uno de los intérpretes más sólidos de la historia del cine.


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