Revista Diario

Fetiches

Por Mamaenalemania
Desde que mi hijo mayor tiene uso de razón (o de elección, que a su edad es lo mismo), es decir, desde que puede comer helado, ha tenido fijación por el Pitufo.
El helado (¿de?) Pitufo es ese helado azul fosforito que se ha puesto de moda últimamente. Supongo que equivale a lo que en mi infancia era el helado de chicle. En cualquier caso una guarrada colorida, que más pinta tiene de crema nuclear que de helado italiano.
Como educar a un hijo es cuestión de que, en primer lugar, los padres se pongan de acuerdo entre ellos, hay determinadas alemanadas en las que he cedido. Una de ellas, la prohibición del helado en cuestión por manías de mi (a ratos bio)marido, que dice que los colorantes blablablá.
La verdad es que el niño, a pesar de tener un carácter de aúpa, con este tema ha sido bastante dócil: Siempre ha pedido el helado nuclear y siempre ha acabado contentándose (y tan contento) con otro más tradicional (básicamente chocolate, vainilla o fresa con sus respectivos colorantes, me imagino).
En uno de los descansitos que nos dio el invierno siberiano que hemos pasado, hace más o menos un mes, y aprovechando que el calorcito iba a durar 2 días (exactamente lo que duró), me llevé una tarde a los niños a tomar un helado. Se había portado tan tan bien, estaba tan tan mono y tan tan cariñoso que, cuando me dijo (como siempre) que quería helado de pitufo, le dije que sí.
El helado estaba absolutamente repugnante. ¡Qué cosa más asquerosa! Pero él se lo comió encantado, claro, después de 2 años detrás de la experiencia, qué menos.
Uno de mis miedos era que, a partir de ahora, sólo quisiese el dichoso helado criptonítico ese… Pero cuál ha sido mi sorpresa que desde entonces ni lo menta. Vamos, es preguntarle que de qué quiere su helado y va cambiando su opción cada pocos segundos hasta justo tocarnos pedir, pero el helado de pitufo como si no existiera.
A mí esto me ha hecho pensar en las obsesiones y los fetichismos que desarrollan los niños por determinados personajes (a.k.a. marcas), equipos de fútbol...etc. El entorno hace mucho, obvio, que si Pepita tiene la muñeca cacaculopedopis y Fulanita, además, el cochecito; o que si Manolito duerme en un edredón del Madrid y Jorgito tiene incluso los calzoncillos a juego.
Yo reconozco que he tirado alguna vez de (por poner un ejemplo) mochila de Pocoyó, por eso de infundirle un poco más de ilusión por ir a la guardería nueva, o de cepillo de dientes de Schreck, por eso de que sea menos coñazo estar 3 minutos dale que te pego después de cada comida.
Pero siempre con limitaciones. Quiero decir que jamás le haré una habitación completa del dichoso muñequito o monstruo de turno, ni tendrá absolutamente todos los muñecos de la peli en todas las posturas posibles e imaginables. Fomentar obsesiones y fetichismos no me parece lógico y, mucho menos, necesario. Cuanto más tenga un niño de algo (que además tiene infinidad de variantes), más querrá, así que mejor se limita desde el principio y que esa necesidad/ansiedad no se desarrolle del todo.
El experimento del helado, en cambio, me ha hecho ver que el otro extremo tampoco es bueno. No es cuestión de darle al niño todo lo que pida cuando lo pida, pero prohibiéndole todo, hay veces que fomentamos lo mismo que dándoselo en exceso: que se obsesionen.
Le pasa a mi biosobrina. Tiene 6 años y está total y absolutamente obsesionada con las Barbies. No ha tenido jamás una y su madre jura y perjura que nunca jamás la tendrá. Cuando empezó a interesarse por la muñeca, era algo normal. Ahora es exagerado. Incluso enfermizo. Ha llegado a decir que prefiere una Barbie a un hermanito.
A mí las Barbies no me despiertan ninguna simpatía, tengo que reconocerlo; pero como de momento sólo tengo chicos, no me he tenido que plantear si comprarla o no. Yo he tenido Barbies (como casi todo el mundo, creo), pero no tengo la impresión de que hayan marcado una parte importante de mi infancia. Creo que tuve 2 y punto, igual que Ponys. Ni coche, ni casa, ni tocador ni ningún accesorio estrambótico. Debí de jugar un par de años con ellas y ahí se quedaron olvidadas después, con las demás muñecas. En cualquier caso no me considero menos feminista o más insegura por haber tenido la muñeca en cuestión.
Yo respeto que mi cuñada no quiera comprarle una Barbie a su hija. Hasta cierto punto incluso lo entiendo. Lo que no sé es si esta mujer sabe que existe el término medio: Si le compras una Barbie a la niña no firmas un contrato con Mattel para decorarle el cuarto a juego. Le puedes comprar la Barbie y no darle más importancia que a otras muñecas. O se la puedes comprar y dársela o, como es su caso en estos momentos, no comprársela y dársela igualmente.
No sé lo que haría en su caso, ni lo que haré en el mío cuando se obsesione por algún personaje en particular (que pasará, estoy segura), pero lo del helado me ha hecho reflexionar en si hay veces que – y dependiendo de a qué, claro – es casi más útil decir que sí. No a la primera, claro está: si el niño sólo hubiese comido helado nuclear desde hace 2 años, sin haberse acostumbrado a comer helados normales (y ricos) durante un tiempo, seguiría comiendo helado de pitufo unos años más. ¿Funcionaría con la Barbie igual? ¿Si después de llevar años jugando con cosas más “normales” le dan una Barbie, se habría disipado el empeño y no se habría convertido en obsesión?

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