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Filosofía y poder

Por Revistaletralibre
Filosofía y poder Filosofía y poder

Por Antonio Hermosa Andújar

Para Teresa Freixes, orgullo…

¿Es la filosofía la solución al abuso de poder o forma parte del problema? La filosofía en cuanto política ha sido presentada con excesiva frecuencia a lo largo de los tiempos como el remedio que atajaba de raíz semejante lacra social, pues bastaba con revelar el bien para que los hombres lo quisieran; de ser cierta la afirmación hemos tenido la tranquilidad pública al alcance de nuestros ojos y no la hemos sabido ver. Pero si dicha idea no fuera sino otra manifestación del culpable candor que aqueja al filósofo respecto del alcance de su obra, la filosofía podría actuar, vale decir, ser, una perversa aunque sui generis ideología del mal que allana el ejercicio del poder en su ruta hacia el abuso. Salgamos de dudas escuchando las palabras que al respecto Tácito pone en boca del filósofo y del político.

En el libro XIV de los Anales (capítulos 52 al 56), Tácito expone la caída de Séneca como consejero áulico de Nerón. El joven príncipe ya comienza a dar señales en su conducta de esa decrepitud del espíritu llamada tiranía, ha cambiado sus amistades empeorando con el cambio y, relamiéndose en el mal, escucha las difamaciones que difunden del otrora reconocido mentor. Séneca, de su parte, al tanto de esos ecos que infectan sus acciones, aspira a aprovechar la deforme carga con que los años se vengan del cuerpo y desaparecer de la escena pública antes de que su pupilo la arranque de sus pies.

En la conversación, el anciano recuerda al joven los catorce años transcurridos desde que formaron una sociedad educativa, aquél de maestro y éste de alumno, la acumulación de riquezas casi sin fondo con que su enseñanza ha sido remunerada, el premio del ascenso social inherente y hasta la contradicción moral experimentada por quien, apóstol de una frugalidad republicana, se siente ahora infeliz ante tanto exceso, una herida moral que sólo cauteriza ante el mandamiento de “que no debía yo oponerme a tus larguezas”, etc.

Empero –concluye–, ambas vasijas, la del príncipe que da y la del amigo que recibe, están ya repletas. Y es entonces cuando la liebre de la sorpresa salta a escena desde la chistera de la abundancia. El mal ha brotado del bien, Séneca se confiesa viejo y perjudicado, y pide ayuda a su omnipotente benefactor: requiere descanso, es decir, dejar atrás la vida palaciega y recuperar para su espíritu el beneficio del tiempo libre que la renuncia a su patrimonio le proporcionaría.

En su respuesta, el César desecha su petición. Ya el sólo hecho de improvisar una réplica saca a la luz la noble calidad del dictado del maestro, así como la hondura de su recepción por el discípulo. Le recuerda que su “prudencia y consejo” lo han acompañado durante su breve vida, pero que aún necesita del riego de su sabiduría a fin de que la planta crezca recta; que el valor de semejante enseñanza, enlazando al estoico Tácito con otro estoico avant la lettre como fue Pitágoras, es incomparablemente superior al precio de los bienes materiales con que lo ha correspondido, pues equivaldría a comparar la virtud con el azar; que su riqueza es mucha pero muy inferior a la de otros con menor mérito; que su edad no es tan veneranda y que el vigor de su cuerpo y de su alma son condición sine qua non para que el propio emperador preserve su entereza de ánimo y la blancura de su fama en atmósferas tan enrarecidas como la de la corte o aun la de la sociedad: he ahí el mal que se encarnizaría contra él si el filósofo ahora abandonase a su seguidor regresando a la vida privada.

La conversación se adereza con una paradoja: de haber tenido lugar apenas unos años antes la verdad no habría pasado ningún sonrojo, habría dado su aplauso a las intenciones de los dialogantes y habría recorrido los trayectos de ida y vuelta de los argumentos con orgullo. Hoy, en cambio, yace aprisionada en la desconexión entre palabras e intenciones. Hoy, pues, los dos mienten para engañar al otro, pero nadie embauca a nadie porque ambos conocen la intención ajena. ¿Partida finalizada en tablas?

Nada más lejos de la realidad. De hecho, Séneca miente a Nerón con la verdad, por cuanto la renuncia al patrimonio le devuelve a sí mismo, algo que cabe conjeturar como deseable en la actual circunstancia. Nerón, por su parte, miente a Séneca con una verdad ya pretérita, esto es, con una mentira, y si bien ninguno alcanzará lo que dice desear, Nerón si logrará lo que quiere, en tanto deja a su caducado mentor sin opción, vale decir: a los pies de los caballos de la difamación y de sus numerosos jinetes.

La situación se complica para Séneca porque debe permanecer en palacio haciendo lo que no quiere o incluso no haciendo nada, dado el giro de las tornas, pero en ningún caso puede hacer lo que quiere, porque una voluntad más poderosa finge requerir sus servicios; justo al contrario que Nerón, cuyas palabras sólo rigen el tiempo de pronunciarlas y nunca serán un testamento que hipoteque parte alguna de su futuro. Bajo otro prisma, el desacuerdo de las intenciones no obedece sólo al hecho técnico de la diversidad humana de puntos de vista, sino que revela el desigual punto de partida de las partes y desvela la genuina naturaleza del diálogo entre un poderoso y un débil: es un acto de poder, y la prueba es que el vencido queda sin opciones de pilotar con su deseo su futuro, en tanto el vencedor dispone de todas a su favor. 

En efecto, Séneca quería sólo hacer notar que ya era prescindible en la vida pública y que deseaba vivir como simple particular; Nerón, declarándolo imprescindible a la vez que lo margina, resalta la capacidad del poder de sublimar un deseo y despreciarlo al tiempo en una humillación: el infinito del futuro de Séneca es un relámpago fugaz en el de Nerón (una forma casi lasciva, por cierto, para el político cordobés de aprender que, siendo español, aquí no se dimite, y menos queriendo).

Ahora bien, la gravedad de semejante circunstancia apenas guarda relación con la legítima tragedia en la vida de Séneca, de la cual, además, sabrá vengarse más tarde en el acto de su muerte (cap. 62), sino que el ocaso de su vida como cortesano es la hoguera en la que se extinguen asimismo el poder de sus convicciones y el valor de su filosofía. De la sabia elección del mejor de los maestros para modelar las buenas dotes aparentes del insigne alumno, de toda esa pulida educación mediante la cual se aspiró a exteriorizarlas en gestas de virtud, del arca de esperanzas que reconfigurarían el futuro de Roma y del mundo, lo que surgía es un aprendiz de monstruo deseoso de hacer el rodaje que le llevara un día no muy lejano, fijando para siempre el poder en su arbitrio, a ser un digno ejemplo de tiranía. Entonces sería el mejor poeta, el mejor gladiador, el mejor amante e incluso el mejor payaso –algo que, paradójicamente, le legaría el filósofo de Zenón, creador de la Stoa, esa escuela filosófica, el estoicismo, con el que la vejez pretende dominar el ardor guerrero de la libertad en el mundo moral–, porque ya su palabra brotaría directamente del cáliz de la Verdad y el mundo sería un espejo inmenso en el que su imagen, y sólo ella, ocuparía permanentemente el primer plano.

En tales circunstancias, Séneca habría hecho bien en no volver la vista atrás y observar cuán larga puede ser la sombra de un fracaso personal, y ahorrarse nuevas humillaciones, más atroces en cuanto autoinfligidas: escuchar a otro Calígula estallar de repente en una carcajada de la que, cuando sus sorprendidos amigos le preguntan el por qué, responde recordándoles que a un gesto suyo sus cabezas rodarían por el suelo; reconocer al ingenuo filósofo idiotizado en su buenismo avant la lettre, esto es, envilecido por la creencia de que unas lecciones de moral mejoran eo ipso al gobernante, que basta con ellas solas para controlar el uso de un poder que no desea, digamos, mentir ni por piedad para segar una vida; o aprender, en suma, que la violencia de pasiones e intereses inconfesables o inevitables, equipaje inmarcesible de la naturaleza humana, también se nutre de esos áureos despojos intelectuales que la razón esparce en la corte del rey Platón.

Este artículo se publicó en Pompaelo el día 23 de mayo 2022

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