Revista Cultura y Ocio

FIN DE TEMPORADA, por David Bombai – Arte por Francis Denis

Publicado el 04 febrero 2014 por Javier Flores Letelier

LOS ARTISTAS
Ya era tradición que los domingos por la noche Charly nos obsequiara con sendos combinados de nombres extravagantes. Yo era fiel a la Neblina Rutilante, mientras que Frankie Montana prefería el Suburbano Motocross. A Iván Hologramas le habíamos descubierto la Aterciopelada Milenaria y no quería tomar nada que no fuera eso. Su copa languidecía sobre la mesa, aguándose el alcohol mientras el vaso se entibiaba y Charly cambiaba el semblante del rosado al rojo.
-¡Este tío siempre hace lo mismo! –gritó desde la distancia, entre espasmos repetidos que le ayudaban a lustrar el mármol de la barra– ¡Pues no pienso servirle otra! ¡Hoy no! ¡Estoy harto! ¿Pero dónde se habrá metido?
-Tranquilo –intentó calmarle Frankie mientras acariciaba un pitillo que se moría por encender–, estará intentando seducir a alguna anciana. Anda como loco por dar un braguetazo.
-Ese chico no tiene estómago –tuve que añadir.

Cuando el último hielo se derritió, Iván entró por la puerta enarbolando esa detestable sonrisa que nos ponía tan nerviosos pero que tanto gustaba a su público.
-Bueno, perras –así era de cretino–, el menda ya tiene currelo para después de este infierno.
-¿Cómo dices? –se me revolvió el alcohol en las tripas.
-Lo que oyes. Me pasaré todo el invierno de gira. Seré el Pene Erecto en el duodécimo montaje de “Los Monólogos del Susodicho”.

Pensé que no había derecho y me odié por envidiarle. Fueron un cúmulo de sentimientos que se agolparon a la vez para amargarme el delicioso combinado y obligarme a pedir otro. El alcoholismo es una consecuencia directa de la inmerecida suerte de los gilipollas.
-Felicidades. Te lo mereces –dijo Frankie en tono monocorde, sabiendo que con el fin de temporada se pasaría seis meses gorroneando cafés cortados a sus peores enemigos.
-La verdad es que estoy muy contento –continuó Iván– Es un espectáculo de mucho prestigio.
-Claro. Hamlet y los monólogos de las pollas, la misma mierda todo –la locuacidad de Frankie me ahorraba tener que ser yo mismo el aguafiestas.
-Achacaré tu desprecio a la fea envidia y no te lo tendré en cuenta.
-Te lo agradezco, Iván. Pero, por mí, como si me agarras el pito y le dedicas un monólogo.
-Ya te gustaría –Iván le hizo un gesto a Charly que permanecía al otro lado de la barra– ¡Jefe, marchando una Aterciopelada Milenaria!

Charly, furioso, salió disparado para reprenderle.
-¡De eso nada! ¡Siempre haces lo mismo! Que sepas que la dirección del hotel no me deja invitaros. ¡Esto no es jauja! Ya tenías tu copa, ¡y es esa! –le señaló el vaso y nos reímos por lo bajo.
-Pero… ¡si esto está aguado! Enróllate, vamos. Y te presentaré a unas maduritas que te van a dejar unas suculentas propinas con nada que le lances cuatro piropos…
-Tómate esa y a lo mejor te pongo otra –Charly volvió a su barra mientras Frankie y yo le clavábamos la mirada para que cayera fulminado, por blando.
-¿Y cómo es que te han enchufado en el espectáculo ese? –me sentí obligado a preguntar.
-Nicolás, ¿tú también? Por lo que veo, la envidia se pega como la gonorrea –me espetó Iván, a la vez que su cara se contraía de asco al probar el pasadísimo combinado– Pues que soy un humorista como la copa de un pino. Eso es todo. Hice una prueba, una nada más, y me cogieron. Compartiré escenario con Vidal Barrios.
-¿Con quién? –pregunté haciendo como que no le conocía.
-Ahora me vas a decir que no conoces al protagonista de “Selenitas con medias de seda” y “Los paraguas de Cherburgo: la venganza”.

Vidal Barrios, ganador de dos Conchas de Plata; nominado a un Premio de la Academia cuando sólo tenía trece años; esposo de la Top Model número 4 en el ranking de las chicas más calientes de la Península; autor de la autobiografía de un actor más vendida de la historia; y, además, fuimos juntos a la escuela.
-No me suena.
-Vale, pues no seré yo quien te lo descubra. Te jodes. Él y yo seremos partenaires, mientras vosotros os morís de asco en vuestros espectáculos de mierda. Nicolás, ¿tú tienes algo para cuando dentro de una semana nos den la patada? –me preguntó airado.
-Hum… –me hice el sueco e intenté despistarle sacando el móvil para mandar un mensaje imaginario a un agente imaginario.
-En serio, chicos –continuó Iván–, me dais mucha pena. Siempre quejándoos de que el sector está fatal pero no movéis el culo por conseguir bolos ni aunque estéis a punto de entrar en la indigencia –Frankie y yo nos miramos mutuamente las caras de idiotas– Venir aquí está muy bien, el público es agradecido, nos dan de comer, una cama donde dormir, de vez en cuando alguna señora se deja entretener… ¡pero la temporada siempre se acaba!

Por mucho que a Frankie y a mí nos fastidiara, Iván tenía razón. Vivíamos dentro del Hotel Balivar aislados del mundo moderno desde junio, enclaustrados entre montañas de más de dos mil quinientos metros de altura, a salvo en un valle que se cubría de nieve cuando llegaba el invierno. Era una prisión muy acogedora. No es fácil que un artista encuentre un lugar en el que le permitan trabajar y además le den de comer. Frankie, Iván, los chicos de la orquesta y yo éramos asiduos. Cada año se nos podía ver actuar para jubilados y montañistas, desplegando nuestras armas de seducción cada noche a partir de las ocho. Iván era humorista y se creía la hostia en vinagre. No era un chistoso mediocre, pero tampoco era tan bueno como creía. Frankie cantaba con la orquesta. Era un crooner con una voz para la ópera; un artista totalmente desaprovechado. La suerte le había llevado hasta el Hotel Balivar, esa suerte que jamás había tenido y que le confinó a vagar sin conocer jamás el éxito musical. Me daba mucha pena. Éramos buenos amigos. Yo era como el hijo que nunca había tenido, aunque sí los había tenido, y a pares. Otro tanto me pasaba con Charly, el camarero, desde que le rescaté y le traje al hotel, podría decirse así. Me gustaba pasar tiempo con ellos: pese a la diferencia de edad, teníamos muchas cosas en común y las conversaciones siempre eran fluidas e interesantes. Básicamente nos dedicábamos a despotricar de Iván.

No he hablado de mí. Yo soy mago o ilusionista, como prefieras, ya no nos ofendemos cuando nos llaman lo primero; Harry Potter ha hecho mucho por nosotros. Soy un neófito que intenta ser lo más profesional posible. Con esto no me refiero a que sea un mago brillante, me refiero a que me lo tomo muy en serio. Por eso estoy aquí, perdido en la montaña, a tres mil kilómetros de casa. Salgo cada noche al escenario y lo doy todo. Tengo treinta y cinco años y soy la persona más triste del mundo, aunque hago lo que más me gusta. Pero soy un fracaso. Todo esto es un fracaso monumental. El hotel es un clavo ardiendo al que me agarro cada año para seguir fantaseando con que algún día llegaré a… Bueno, a lo que sea dentro del mundo de la magia. Pero es una patraña. Lo sé yo y lo saben todos, mis compañeros y hasta el público que aplaude con ganas después de cada truco. Sé lo que piensan. “Pobre chico, cómo ha de verse”. Eso piensan. Y yo también. Quizás debiera coger ese puesto de taquillero de metro en el que me quiere enchufar el primo Alberto…

La magia.

Ese mundo maravilloso que a tanta gente fascina.

EL HOTEL BALIVAR
Valerio Olivar no quería ser como su padre. El viejo se pasó cuarenta años al mando del Hotel Balivar hasta que se derritió sobre su escritorio como un helado de vainilla. Le dieron dos ataques al corazón seguidos, fulminantes igual que un disparo en la nuca, y pasó a distribuir habitaciones en el Cielo con el mismo ímpetu con el que lo había hecho en la Tierra.
-No sé cómo deciros esto, chicos –Valerio desviaba la mirada para no encontrarse con nuestros láseres enfocados directamente a su entrepierna–, pero para el año que viene es posible que ya hayamos cerrado el hotel.

La primera vez que me dejé caer por el Balivar fue en 2010. Yo fui el último en incorporarme. Iván hizo su primer bolo dos años antes, cuando aún no se apellidaba Hologramas, sino Iván a secas. Alguien le dijo que no tenía gancho y se lo cambió. No sé qué extraña asociación de ideas llevó a este humorista a buscar un apellido semejante, pero la verdad es que desde entonces no ha parado de actuar.

Frankie Montana llevaba en el Balivar desde los ochenta. Interpretaba los éxitos de Bruno Lomas mejor que el propio Bruno Lomas, aunque él quería cantar sus propios temas, que los tenía y muchos. Pero el avejentado público, del Imserso o a punto de entrar en él, no esperaban otra cosa que escuchar “Amor amargo” en directo una y otra vez, hasta que sus orejas se reblandecieran y sus corazones estallaran. La mujer de Frankie le acompañaba cada año hasta que se hartó, no de él, sino de acompañarle. Aunque ahora ya sí que se había hartado de él. Frankie y su mujer se estaban divorciando, y esa era una razón más para sentir que la vida se le estaba escapando encerrado seis meses al año en la montaña, rodeado de desconocidos.

Yo no busqué desaparecer, pero el estar en el hotel significaba irremediablemente eso mismo. Lo que quería, en un principio, era un sitio para actuar con cierta regularidad, muy cansado ya de picotear en bares y salas de fiesta, rapiñando bolos allí donde quisieran dármelos. El Hotel Balivar era trabajo seguro durante seis meses al año, en el quinto pino, es verdad, pero era un empleo regular, con cama y comida, sin preocupaciones durante 180 días. Dime un mago que no quiera eso. Seré menos explícito: dime cualquier artista que no quiera eso.

Lo malo del Balivar era que con el tiempo se convertía en una droga. Te absorbía las veinticuatro horas del día y te impedía buscarte la vida en otros sitios. No necesitabas nada más que esa montaña; esos vejestorios que aplaudían con cualquier chascarrillo; esos camareros que tenían manga ancha para servirte copas hasta que te dieras de bruces contra el suelo. Uno se sentía a gusto en aquel valle congelado hasta en verano. Por las tardes, antes del espectáculo, nos sentábamos a observar el sol ponerse detrás de las montañas, pintando el cielo de naranja y borrando de nuestra mente el hecho de que a tres mil kilómetros de allí nadie nos echaba de menos.

Por eso, cuando Valerio nos dio la terrible noticia, después del malestar inicial, sentí una especie de alivio que me hizo suspirar. Aunque fue más bien un soplido nasal, como un globo que se deshincha dejando escapar el aire sobrante porque ya no le permitía crecer más. Así me sentía yo. El valle, los viejos, las montañas, el alcohol gratis, los atardeceres, las despreocupaciones, todo eso se podía ir al carajo. Yo quería problemas, los necesitaba. Quería sufrir para llegar a fin de mes. Quería incertidumbres. No quería saber qué era lo que me deparaba la mañana siguiente.
-El Balivar, ¿cerrado? –Frankie tal vez pensara “¿He destrozado mi matrimonio para esto?”, y hubiera tenido toda la razón– ¿Qué vamos a hacer el año que viene? ¿Cómo pagaremos las facturas?
-Tranquilo, Frankie. Ya encontraremos algo –apunté mientras me rascaba la cabeza con cierta preocupación.
-Hay más hoteles –continuó Valerio–. Además, tampoco es seguro, tengo que hacer números… Sólo os planteo la posibilidad.
-Ya, pero ¿y si es lo que acaba pasando? ¿Cómo le daré de comer a mis hijos? –a estas alturas, tanto los hijos de Frankie como su mujer debían de estar volando rumbo a los confines de Toledo.
-Lo siento, chicos. Era algo que tenía que deciros –así de rápido suceden las cosas: un fogonazo y el mundo que conocías cambia por completo.

EL ESPECTÁCULO
Frankie apuraba su cigarro con caladas ansiosas, apoyado en la piedra rugosa de la entrada y tiritando por el repentino frío del 25 de septiembre.
-Tengo que dejar esta mierda –dijo cuando me acerqué, mostrándome el pitillo a un tris de desaparecer– ¿Qué vamos a hacer si cierran este sitio, Nicolás?
-No te preocupes por eso ahora, Frankie. De momento, no ha pasado.
-Va a ser una catástrofe, hombre, como nos echen de aquí –el hombre se mostraba realmente preocupado, mientras destrozaba la colilla con el pie cuando ya no pudo seguir fumándolo.
-¿Y qué más da? –tuve que admitir– ¿No te has parado a pensar que estamos tirando nuestro tiempo? Perseguimos un sueño estúpido. Creo que un cambio nos puede venir muy bien.
-Pero, ¡yo sólo sé cantar! ¡No he trabajado en mi vida, más que de esto!
-Podemos hacer cualquier cosa. La que sea. Estamos muy mal acostumbrados.
-¡De eso nada! ¡Yo soy cantante! ¿Por qué puede Iván seguir actuando de lo suyo y yo no? –Frankie buscó mi apoyo aludiendo a nuestro enemigo común.
-Está bien –acabé rindiéndome– Como te digo: ahora no te preocupes por eso. Tenemos bolo en poco menos de una hora.

Así era. El batallón de ancianos irrumpió en la pequeña sala de fiestas, ocupando con estruendo las sillas mientras se preparaban para renegar del bufé libre y de la escasez de camareros. Iván rompió el hielo deleitando a los vejestorios con un monólogo picante que les arrancó las carcajadas a palazos. Con la edad, escuchar las andanzas amorosas de un joven descarado provoca un nerviosismo febril que deja suelta la mandíbula y, en sus casos, hasta la dentadura. Gozaron con él, tengo que admitir; nos dejó el pabellón bien alto, predispuestos a pasarlo bien con casi cualquier cosa. Le siguió Frankie, que introdujo con calzador un par de canciones románticas que desentonaban amablemente con las salvajadas eróticas que los ancianos se habían tragado no hacía ni cinco minutos de reloj. En las noches del Balivar éramos así, pilluelos y dulzones a partes iguales. En el intermedio entré yo. A mí me tocaba amenizar el comienzo de la cena, entre la ensalada y esa carne a la brasa que los viejos podían repetir hasta que estallaran. Yo les interrumpía con varios trucos que dejaban a la vista los enormes pedazos de comida dentro de sus bocas, abiertas de estupefacción. La Corneta triple, el Desvarío fantástico, la Mancuerna lustrosa, el Carillón de cortina, los Naipes del rajá, así hasta veinte trucos del tirón que me propiciaron una ración triple de aplausos con guarnición.
No hubo mal ambiente, pues siempre hemos sido muy profesionales en nuestro amauterismo, pero el fantasma del desempleo no dejó de revolotear sobre nuestras molleras, embotadas por las luces, el humo de la brasa y el olor a habitación cerrada que supuraba la ancianidad. Al acabar, nos refugiamos como siempre al amparo del alcohol que Charly nos servía por lo bajinis, tan de buen agrado.
-Y me ha dicho que o nos casamos, o se acabó –Charly me sirvió mi Neblina rutilante en un vaso grande de ahogar las penas.
-¿Eso te ha dicho? ¿Y tú qué le has dicho? –la segunda copa a Frankie ya le estaba pasando factura.
-Pues… Aún nada. ¿Qué le voy a decir? Yo la quiero.
-Tú haz lo que tengas que hacer, Charly. Los demás somos todos tontos –zanjé yo, alentándole a no dejarse abrumar– Los hombres siempre sacamos la chorra para alardear de lo machos que somos, y luego lloramos cuando nos dejan solos. Cásate, Charly, si es lo que te apetece.
-Es que no sé si me apetece. Yo quiero a Marisa, pero lo de volver a pasar por el altar… –Charly y Marisa se conocieron aquí, en el Balivar. Ella limpiaba habitaciones, y lo seguía haciendo, por el sueldo mínimo y las horas máximas.
-El amor. Joder. El amor –se limitó a repetir Frankie, con el coco aplatanado y las preocupaciones rebosándole por los costados.

Esa noche seguimos bebiendo. Más tarde se nos unió Iván y bebimos aún más. Todos acongojados cada uno con sus preocupaciones, menos Iván que venía de desvirgar a una abuela de setenta años, pensionista desde los cuarenta por culpa de un accidente de coche. Al chico, cuanto más desnortadas, más le gustaban.
-Una vieja es como la comida china –decía siempre–: al principio te hace arrugar la nariz, pero después te deleitas con el menú.
En mi borrachera, deseé que utilizara toda su sabiduría en el espectáculo de los pollazos, a ver si por fin alguien reconocía los niveles de mezquindad que era capaz de albergar. Y reí. Pero reí por dentro, pues no había motivos para que la carcajada saliera hacia afuera.

LOS EXCURSIONISTAS
Eso más o menos continuó pasando a la mañana siguiente; el no tener motivos para sonreír. Bajé al vestíbulo para encontrarme con todos y deduje que era el único cuya resaca le había permitido levantarse a una hora bien católica. Me crucé con Valerio que, pretendiendo evitarme, me saludó con un movimiento ridículo de cabeza, como si fuera una supermodelo que se atusaba el flequillo. En el bar tampoco estaba Charly; le sustituía Federico, que era un tipo robusto, cincuentón y nada aficionado a regalar tragos. Ahora fui yo el que repitió el extraño saludo de Valerio y continué caminando hasta la puerta del hotel. Mientras una cohorte de vejestorios abandonaba sus habitaciones, otra no menos abundante se registraba para vivir de primera mano el fin de temporada. Entre tanto anciano despistado había una pareja de jóvenes, supuse que de mi edad, despistados también, que se mareaban con tanta ida y venida de personal. Era frecuente que los excursionistas recabaran en el Hotel Balivar un par de noches, de camino a otra montaña, y alucinaran con el festival que le montábamos a nuestros geriátricos huéspedes. Los observé en su periplo a la búsqueda infructuosa de un sillón en el que descargar las abultadas mochilas, mientras el otro se encargaba de hablar con el recepcionista. Eran chico y chica y, por supuesto, ella me gustó desde el primer momento.
-¿Dónde estabas? –Frankie me sorprendió por la espalda– Llevo horas buscándote.
-¿Yo? ¿Dónde estabais vosotros?
-Habíamos quedado en el vestíbulo a las nueve y ya son más de las once.
-¿A las nueve? Yo no recuerdo eso.
-Tú no recuerdas nada de anoche –me sentí fatal y sin poder defenderme; estaba claro que algo no encajaba en su versión, pero yo no tenía una mejor a la que aferrarme– Bueno, venga, vamos. ¡Rápido! Nos están esperando en la sala.

Me alejé de la chica, que seguía mirando a diestro y siniestro con los ojos fuera de sus órbitas. El que deduje su novio se había abierto paso entre la muchedumbre y había conseguido, no sin mucho esfuerzo, la llave de una habitación. Mientras caminaba azorado, sentía en mi cogote la mirada perdida de ella, reclamando mi ayuda, desamparada en este hotel de locos, a veces hasta infernal. Cuando llegamos a la sala de fiestas, un ejército no menos desquiciado atusaba la estancia, vistiéndola con guirnaldas y luces chinas.
-¡Hombre, mira quién se ha dignado a venir! –ese fue el saludo efusivo de mi querido Iván, subido a una escalera, haciendo malabarismos para colgar del techo la enorme pancarta de despedida– O no sabemos beber, o no sabemos dormir. ¿Qué es lo que no sabemos?
-Lo siento. No tengo excusa –lo que era una gran verdad– Pero creo que se me acusa injustamente de…
-¡Menos lobos! ¡Aquí tenemos que trabajar todos! Yo también tenía sueño y ¡aquí me tienes! ¡Desde las nueve y media! –ladeé la cabeza y esperé (deseé) que dejaran de meterse conmigo.

Charly el camarero se acercó con una caja de cartón que dejó a mis pies.
-Estos son los vasos y los platos, de plástico todo. Ya los puedes ir distribuyendo.
-¿Tú también con esas, Charly? –le espeté.
-A mí no me mires. Yo tengo otros problemas –respondió secamente– Marisa se marcha mañana. Se despide.
-¿No vais a casaros?
-Yo qué sé, niño. A las mujeres no las entiende nadie.
-¿Pero has hablado con ella? –Charly movió la cabeza negativamente– Y, entonces, ¿a qué esperas?
-Nicolás, yo no quiero volver a casarme. ¿Es eso tan difícil de entender? ¿Es que no podemos limitarnos a vivir juntos? –y sin esperar respuesta por mi parte se subió al escenario para seguir colocando luces.

Porque así era como celebrábamos cada año el fin de temporada, con una fiesta. Todos a la calle, y encima contentos. Quién sabe en lo que pensamos los artistas, siempre tan ridículos y tremendos. Valerio se dejó entrever tras una puerta entornada, huyéndonos a para no tener que dar explicaciones. Saludó con la mano a Charly y volvió a esconderse.
-Eso sólo debe querer decir una cosa –dijo Frankie, señalando con la cabeza hacia donde habíamos visto a Valerio–: que se oculte sólo puede significar que el Balivar es historia.
-Pues tampoco pasa nada –me desahogué, mientras ponía el duodécimo servicio de plástico sobre la mesa kilométrica– El mundo es enorme. Ahí fuera está repleto de garitos en los que todavía no nos han abucheado.
-Entonces, ¿seguirás actuando? –quiso saber Iván desde las alturas; su voz sonó quebrada, como la de un condenado a muerte que pide ayuda– Porque ayer parecía que ibas a dejarlo.
-¿Y a ti qué te importa lo que yo haga después del Balivar? –le chillé, haciéndole volver a sus asuntos– Lo que haga después de esto es cosa mía, ¿no?
-Claro, claro… –le oí decir a Frankie mientras se alejaba.

Sólo es cosa mía.

LA ÚLTIMA NOCHE
La fiesta final no se parecía a ningún bolo. Disponíamos toda esa parafernalia para que los vejestorios rememoraran sus años de infancia. Había confeti y globos y naranjada en vasos de plástico y tarta y también estábamos nosotros, claro, los payasos. Poníamos la música tan alta que siempre se quejaba algún anciano y teníamos que bajarla. Yo iba por las mesas haciendo trucos de magia; Iván se alquilaba como monologuista particular; y Frankie cantaba lo que el público le pedía. Era como un huracán espectacular donde todos nos pisábamos el número sin la menor vacilación. No sé si me divertía más porque se acababa la temporada o por el show en sí. Supongo que era un poco de todo. La cochambre se tornaba maravilla y ya nada importaba. Fuéramos lo que fuéramos, buenos en lo nuestro o no, la Fiesta Fin de Temporada nos arrancaba fuerzas para divertirnos.

Y lo mejor era que no estaba reservado el derecho de admisión. Por eso, en una de las mesas se hallaba la pareja de excursionistas y hasta ella que me acerqué.
-¿Queréis escoger una carta? –la chica asintió con la cabeza y así lo hizo, mientras el novio miraba para otro lado, abiertamente incómodo– Guárdate la carta para ti, no se la enseñes a nadie. Yo voy a tratar de adivinarla.
-Qué original… –masculló entre dientes el tipo.
-No apartes la mirada –le dije sólo a ella–, esto es magia –y le señalé el mantel de la mesa; ella apartó los platos, los dos vasos, las servilletas, incluso sendos móviles y ahí estaba su carta, impresa en el hule.
-El cinco de diamantes… –anunció fascinada.

El chico se lo perdió, enfrascado en adivinar si Frankie hacía playback o si realmente aquella magnífica voz era en verdad la suya.
-Ramón, te lo has perdido –dijo la chica.
-Hum… –el tipo dedujo que el cantante no hacía trampa y cambió el semblante– Vaya.
-¿Cómo lo has hecho? –me preguntó la chica.
-Esto sólo es un truco –respondí sonriente– Si intentara adivinar tu nombre me sería imposible.
-Me llamo Nina –dijo lentamente, desperdigando las sílabas para que yo las recogiera.
-Un placer. Yo soy Nicolás. Nicolás Némesis. ¡Hasta luego!
-¿No me haces otro truco? –preguntó juguetona.
-Cariño –nos interrumpió el novio, volviendo de los años 60–, esto es un rollo y mañana nos levantamos temprano. Vámonos.

“Se levantaron sin probar la tarta”, me diría después Charly, muy molesto ya que había sido partícipe de su creación. A mí eso, huelga decir, me importó poco. Además, era un pastel horrible con un penoso “Hasta siempre, Balivar” escrito en chocolate sobre una grasienta capa de mantequilla. Yo sentí la pérdida repentina, pero por otros motivos. De todas formas, el malestar no le impidió a Charly el inflarnos a combinados una vez acabada la fiesta. Ya no importaba nada, era nuestra última noche.
-¿Podrás decirme por fin el ingrediente secreto de mi Suburbano Motocross? –Frankie, seriamente perjudicado, ansiaba saber qué era exactamente lo que llevaba seis meses metiéndose en el buche.
-Secreto profesional –Charly se mantuvo firme– Es un secreto que me llevaré a la tumba.
-¿Qué hora es? –preguntó alguien, un desconocido tal vez, aunque puede que fuera yo.
-Casi las dos de la madrugada –respondió Iván– ¡Pero hoy no se acuesta nadie hasta que veamos el sol!
-¿Es que no lo hacemos siempre así? –Frankie se distraía pelando un huérfano pistacho que, por algún extraño motivo, había llegado hasta su vaso.
-¡Cachislamar! –soltó alguien en el bar.
-¡Que te caes, Pancho! –mi mente afectada por el licor multiplicaba por tres a los allí congregados.
-Y bueno, ¿ya tenéis bolo para después? –Charly hurgó en nuestra herida, sin pensar.
-Para nada –Frankie decidió sincerarse, tal vez por el alcohol, a lo mejor por lo desgraciado que se sentía– Yo creo que mi carrera se ha acabado hace un rato. En fin. Fue bonito mientras duró.
-¡Diantre! Treinta años. Se dice rápido –quiso animarle Charly– Te quedará una jubilación lustrosa, ¿no?
-¿Hablas en serio? –eso tampoco sé quién lo dijo, si Frankie o cualquiera de nosotros.
-No debéis amargaros –siguió Charly–, sois unos artistas como la copa de un pino. Mañana estaréis en cualquier teatro dando guerra.
-Yo por supuesto que sí –se apresuró a decir Iván–, en el Teatro Capital, de martes a sábado a las diez de la noche. “Los Monólogos del Pene, una obra con la que te correrás de risa”.
-Por Dios… –eso lo pensamos todos, pero lo dijo Frankie.
-¿Qué pasa? –Iván siempre se sentía atacado en su arte– Sois un grupo de porteras envidiosas. ¡Soy un humorista de puta madre!
-Pero el monólogo no lo escribes tú, ¿no? –pregunté.
-¿Y qué más da?
-Hombre… Serías la repanocha si fueras el autor, pienso. Simplemente te limitas a repetir lo que otros han escrito. Además, se ha representado en todos los países del mundo. Es casi una franquicia. Vas a participar en el Starbucks de las obras de teatro.
-¡Puta envidia! –saltó Iván– ¡Sois la puta polla! ¡Envidiosas como porteras!
-Las porteras no son envidiosas. Si son algo, son chismosas –quiso aclarar Frankie.
-¡Vete a la mierda!
-Es que no tiene ningún sentido lo que dices.
-¡Que te vayas a la mierda, coño!
-¡Vale, vale, vale! –medió Charly– Relajaos u os confisco los copazos. ¡Sois un montón de…

Charly se calló de sopetón. Unos dedos me rozaron el hombro y me giré. Era la excursionista.
-Perdón. ¿Podría tomar yo también uno de esos? –dijo señalando mi Neblina Rutilante.
-Hem… –respondí con mi ancestral elocuencia.
-Por supuesto, señorita –me salvó Charly–, yo se la sirvo. Mi nombre es Charly, y estos caballeros son Iván Hologramas, Frankie Montana y…
-Nicolás Némesis –dijo Nina– Nos hemos conocido antes. El truco que me hiciste fue alucinante. Eres un mago fantástico.
-No les gusta que les llamen magos –Frankie se sumó a destiempo–, ellos prefieren el término ilusionista.
-Da igual -dije–, ahora ya nos parece estupendo. Todo gracias a Harry Potter. Los chavales se vuelven locos.
-A mí me gusta mago –dijo Nina mientras Charly le plantaba delante una Neblina bien cargada– Ayuda a mantener la ilusión. ¿Tú que opinas?

Esa pregunta me la hizo a mí, directamente. A dos centímetros de la cara. Tan cerca que no hubiera cabido ni una fotografía entre nuestras narices.
-Hem…
-Con dos copas de más se te va el desparpajo –me insultó, porque fue un insulto, a mi inteligencia, a mi bravura, a todo– ¿Crees que podrías hacerme otro truco? Me he quedado con ganas de más.
-No hago magia en mi tiempo libre –dije con la más amable de las sonrisas, mientras me cercioraba con el rabillo del ojo de que todo el mundo se esfumaba para dejarnos solos–, pero preparo unos desayunos buenísimos.
-Vaya. Han desatado a la bestia.
-Discúlpame. Con el alcohol mi locuacidad se retrasa exactamente ocho minutos.
-¿Y crees que el camarero podrá seguir sirviéndonos hasta que se haga de día?
-Bueno, yo había pensado que quizás podríamos seguir bebiendo en mi habitación. Amanece desde mi ventana.
-Amanece desde todas las ventanas.
-Estaba de coña. No tengo ningún interés en que salgamos de la cama para ver el amanecer.
-Hum… No creo que a mi novio esa idea le pareciera apropiada –me dijo, mientras se acababa su copa de un buche.
-¿Y por qué no está aquí?
-Más bien, ¿por qué no estoy yo con él? –se secó los labios delicadamente con una servilleta de papel y siguió hablando– Será por la altura. O será por el clima. El caso es que Ramón no para de roncar… Y yo así no puedo dormir.
-Pues qué mala combinación, ¿no? Excursionismo y ronquidos –entonces saqué la artillería pesada– Deja que te diga que yo no exploro montañas pero siempre dejo dormir a mis amantes.
-¿Las dejas dormidas? Qué poco esperanzador…
-Se duermen después. Lo propicia el éxtasis.
-No sigas –me rogó con una sonrisa–; no fastidies lo que la magia ha unido.
-La magia. No sé cuánto tiempo voy a seguir siendo mago.
-¿Cómo? ¿Por qué?
-Ahora se acaba la temporada y después cerrarán el Hotel Balivar, puede que para siempre. Y como supondrás, ahí fuera no está el horno para bollos.
-¿Sigues de coña? –Nina estaba realmente decepcionada– ¿Cómo puede pasársete por la cabeza el dejar la magia? ¡Eres brillante!
-El mundo está lleno de magos.
-¡Pero no como tú!
-¿Cuántos magos has tenido delante?
-Hum…
-¿A qué te dedicas?
-Trabajo en marketing.
-Entonces, ¿cómo puedes saber cuán brillante es un mago? Créeme cuando te digo que como yo, los hay a cientos. A miles. Cada día, un niño aprende un truco nuevo –yo también apuré mi Neblina y con un guiño le pedí otra a Charly; pedí dos, una para mí y otra para ella, en el rastrero intento de hacerla caer redonda sobre mis brazos– Ese niño mañana también será un mago brillante.
-Eso nos pasa a todos.
-Por eso no puedo hacerme ilusiones. No soy especial.
-No pensaba que un mago o ilusionista, o como quieras llamarle, podía ser tan pesimista –otra vez leí la decepción en sus ojos y ahora me dolió más, porque el causante de ella era yo.
-Soy realista. La magia da de comer cuando está bien administrada. Aquí, en el Balivar, protegidos del mundo exterior, la magia aflora a borbotones –señalé a la ventana, mostrándole el paisaje devorado por la noche– Pero ahí fuera, eso es la muerte creativa.
-Entonces, ¿todos los magos deberían abandonar?
-Solo deben abandonar los que tienen dos dedos de frente. El resto, seguirán soñando el resto de sus vidas.
-Espero que sea el alcohol el que te hace decir eso.
-Está bien. No me hagas caso. Sólo soy un pobre mago a punto de ir al paro.
-Porque tú quieres.
-No me queda otra.
-Te queda luchar por lo que amas.

Me erguí sobre el taburete, atravesado por un brazo de hierro que me prendía desde las extremidades hasta la cabeza.
-¿Y qué sabrás tú lo que yo quiero? –Nina arrugó la nariz, tocada también por el brazo– Lo siento. No quería ser un borde.
-Hazme un truco y te perdono.
-Te lo hago en mi habitación.
-No insistas. Aquí.

Sonreíamos los dos, en absoluto estaba incómoda. Simplemente, le gustaba jugar y a mí hacérselo pasar mal.
-Está bien –cogí una servilleta de papel y la coloqué sobre la palma de su mano, extendida– Ahora pide un deseo.
-Hum… Ya.
-Vale. Ahora retira la servilleta –así lo hizo y se encontró mi nombre escrito en su mano.
-¿Cómo lo has hecho? –dijo sorprendida.
-¿He acertado?
-En absoluto -sonrisa–, pero dime cómo lo has hecho –otra sonrisa.
-Un mago nunca desvela sus trucos.
-¡Ah, te pillé! Tienes que contármelo, porque como tú insistes en decir, no eres un mago.

Después de encargar dos Neblinas más, quise ponerme serio, aunque se me diera fatal y el alcohol me removiera la dentadura y el resto de la boca.
-¿Por qué has bajado? ¿En serio tu novio está roncando?
-¿Qué quieres que te diga? ¿Qué quería verte? –otro buche a la Neblina, otra sonrisa de acompañamiento– No seas pretencioso.
-Si yo fuera tu novio, no respiraría por la noche, para no roncar, y para que no te fueras.
-Te morirías y no podrías disfrutarme por la mañana –en este tramo de la conversación tragué saliva y ella lo notó– Disculpa, no debería haber dicho algo así.
-Es esperanzador.
-Es cruel.

Alguien en el bar, en la otra punta, se cayó de la silla, borracho perdido. Quise creer que era Iván, quien por la mañana sufriría una resaca de Campeón del Mundo. Nina carraspeó para que volviera con ella.
-Mañana por la mañana estaré en el paro –dije, apagando mi voz conforme acababa la frase.
-Deberías buscar otro Balivar.
-No hay ningún sitio como este en el mundo.
-No lo sabes. No has buscado.
-Me lo dice el sentido común.
-¿Y qué te dice el corazón?

Rabia. Tristeza. Asco. Envidia. Impotencia.
-Hazme otro truco, va –suplicó, mientras ladeaba la cabeza como un dibujo animado de Walt Disney.

Saqué mi baraja y le hice escoger una carta. Luego le dije que la colocara bajo su copa, de forma que yo no pudiera verla. El Romance Fulminante se produjo entonces: yo elegí una carta al azar de la baraja, ella dijo que no era la suya, yo le hice volver a mirar la carta y…
-¡Alucinante! ¡Es increíble! ¿Pero cómo lo has hecho? –pestañeé inocente; Nina endureció el rostro– Es una pena. Una pena enorme. El mundo está lleno de gente infeliz. La verdad es que muchos de ellos ni siquiera saben lo que les haría felices. Están vacíos. Del trabajo a casa, de casa al trabajo. Entre medio, la nada.
-¿Tú a qué grupo perteneces? –pregunté, seguramente fuera de lugar, por eso Nina prefirió continuar.
-Esas personas no han descubierto lo que les llena. Quizás no lo descubran nunca. Pero tú sí lo has hecho, ¿y quieres dejarlo? Me parece una irresponsabilidad. Y una estupidez. No me cabe en la cabeza que puedas darle la espalda a tus sueños.
-Estoy siendo práctico, Nina. Es que no veo otra salida: esta fantasía se ha acabado.
-No puedes fingir que no te importa. Es tu vida.
-Es mi vida, sí. Y son mis ahorros. Es mi tiempo, malgastándose. Mi salud mental. No puedo estar todo el día pensando en qué será de mí mañana –cuando me quise dar cuenta, ya no quedaba Neblina Rutilante que llevarse al gaznate.
-No quiero hacerme pesada –aún en el colapso, Nina mantenía fría la cabeza–, tú sabrás lo que haces. Yo sólo quiero que lo pienses dos veces. Y ahora, si me disculpas, tengo que ir a que me dé el aire.

Se levantó tambaleante, imitando a un tentetieso no sé si a propósito u obligada por los efluvios demoníacos de tres Neblinas. La seguí a cierta distancia, igual que un cazarrecompensas que ha localizado a su presa. Esbocé un levísimo “¿Estás bien?” que no oyó y continuó el corto trayecto hasta la puerta de la entrada. Una brisa veraniega me sacudió el cuerpo entero cuando Nina salió afuera, esfumándose en la noche como humo de tabaco. La busqué casi a tientas y la encontré sentada en los escalones, apoyándose en la baranda de madera que crujió cuando se percató de mi presencia y enderezó la cabeza.
-¿Estás bien? –pregunté de nuevo, marcando ahora las sílabas como en una máquina de escribir; Nina asintió levemente y me invitó a sentarme– ¿De verdad te gusta lo que hago?
-¿Acaso no te lo he demostrado?
-Me gustaría que me lo dijeras otra vez.
-Me gustas.
-¿En serio?
-Me gusta lo que haces. Eres un gran mago.
-Pero, ¿te gusto?
-Muchísimo.
-¿Cuánto?
-Más que David Copperfield.
-¿De qué estamos hablando?
-De que no abandones la magia, Nicolás –me cogió la mano y se la llevó a la cara, ebria como estaba, para apoyarse en ella mientras cerraba los ojos– Estas manos, Nicolás, estas manos son mágicas.
-¿Por qué no subimos a mi habitación?
-No puedo…
-Sí puedes. Ramón está durmiendo. Hay estrellas en el cielo y mis manos son mágicas.
-No insistas…
-Te mueres de ganas tanto como yo –Nina no respondió– Si yo no debo darle la espalda a mis sueños, eso te incluye a ti. No quiero que te vayas.
-Si no me conoces…
-Sí te conozco.
-No me conoces de nada. Y yo a ti tampoco.
-Sabes lo que me conviene. Sabes lo que me gusta. Sabes que estoy loco por ti. Me conoces mejor que nadie.
-Dios mío… Si es así, entonces qué solo estás.
-Hasta que llegaste.
-No me hagas esto, Nicolás. No puede ser.
-Pero, ¿te gusto?
-Ya te lo he dicho.
-No me lo has dicho.
-Sí lo he hecho. Eres un mago maravilloso.
-Eso no significa nada.
-Eso es lo único.

Dejó mi mano y volvió a apoyar la cabeza en la débil baranda.
-¿Siempre es así? –me preguntó– La noche. La brisa. Este silencio.
-Imagino que el invierno es insoportable.
-Los inviernos siempre lo son –se incorporó y, tras unos instantes de incertidumbre, se levantó y la miré desde el suelo– Buenas noches, Nicolás.

Yo también me levanté para mirarla directamente a los ojos, ya abiertos y amenazadores.
-No te vayas –le rogué.
-Eres un gran mago… –repitió.
-Quédate conmigo –la abracé, la besé, me devolvió el beso, nos acariciamos, sentí el calor de su piel penetrando en la mía; después, Nina se apartó, azorada, y se despidió de nuevo para volver a entrar, obligándome a adorarla desde la distancia.

UN AÑO FANTÁSTICO
A la mañana siguiente, y seguramente porque un beso robado sabe más dulce que uno consentido, me desperté eufórico. No había atisbo de resaca y aunque la hubiera habido, le habría dado la importancia que sin duda no tenía. Bajé rápidamente las escaleras hasta el vestíbulo porque quería ver a Nina antes de que saliera hacia la montaña. Y en efecto la vi, acompañada de Ramón y meditabunda, achaparrada por el peso de la mochila. La saludé con la mano pero no se percató. Quien sí lo hizo fue Frankie.
-¿A quién saludas? –me preguntó, mientras Nina y Ramón abandonaban el Balivar por unas horas.
-A nadie. ¿Qué haces levantado tan temprano? –dije tratando de desviar la atención.
-¿Yo? Me acosté relativamente temprano. Eso tú, que te quedaste despierto con esa chica…
-¿Qué chica?
-Pues, si no me equivoco, a la que saludabas con la mano.
-No digas chorradas.
-¡Uh, chorradas! No te había visto tan contento desde el día que comenzaste a trabajar aquí.
-¿En serio?
-Te lo juro. Te fuiste apagando, hasta hoy, que vuelves a brillar. ¿Por qué?
-No sé. Quizás… –pensé en sincerarme, y luego me arrepentí– Vamos a buscar un bolo juntos. ¿Qué te parece?
-¿Cómo? –a Frankie se le olvidó mi saludo amoroso– ¿Lo dices en serio? ¡No me tomes el pelo que me mosqueo!
-Lo digo de corazón. Lo que tenemos que hacer a partir de mañana es buscar un sitio juntos en donde actuar.

Iván se nos acercó a traición, sigiloso como un asesino a sueldo.
-Así es, ceporros. Esto se acaba. ¿Ya habéis hecho las maletas? –preguntó.
-Aún es pronto –dijimos al unísono Frankie y yo.
-Bueno, vosotros mismos, pero cuanto más pronto lo aceptéis, mejor. Hoy nos vamos del Balivar y ya no volveremos.
-¿Eso te lo ha dicho Valerio? –quiso saber Frankie.
-Casi –respondió– Nos espera en su despacho dentro de diez minutos. Nos va a anunciar lo que ya sabemos.

Nos dejó helados. Diez minutos para saber lo que ya intuíamos. Tampoco cambiaba mucho, pero resultaba inquietante. Frankie, Iván y yo nos plantamos ante la puerta de Valerio con los nervios a flor de piel.
-¿Alguien tiene un cigarrillo? –preguntó Frankie, maldiciendo las dos horas de coche que le separaban de cualquier estanco.
-Mierda. Yo también me fumaría uno –confesé.
-Venga –se adelantó Iván–, no seáis nenazas, vamos a acabar con esto de una vez.

Valerio se encontraba tras su escritorio, enfrascado en la escritura de unos mails. Tecleaba tan deprisa con los índices que no debía de acertar ni a una sola letra.
-¡Ah, chicos! ¿Qué tal? ¿Cómo estáis? ¡Tomad asiento! –nos dijo Valerio con tanto entusiasmo que nos miramos entre nosotros, desconcertados.
-¿Querías vernos? –me atreví a preguntar.
-¡Claro! Tengo una noticia alucinante. ¡Nos compran! –anunció, palmeando su buena suerte– El nuevo dueño quiere mantener el Balivar tal y como está y yo le he dicho que mis chicos van en el lote. ¡El año que viene os esperan aquí de nuevo! ¿Estáis contentos?
-Entonces, ¿no estamos despedidos? –preguntó Frankie.
-Bueno, es el fin de temporada. Recargad las pilas y en abril os volvéis a venir con las maletas.
-¿Estás de coña? –Iván se había puesto blanco como la cal– Yo tengo firmados los putos monólogos de la polla hasta octubre. ¡Y pagan una mierda, mucho menos que aquí! ¡Tienes que estar de coña!
-Pues no. No lo estoy. ¿Qué pasa? Pensé que os alegraríais… –dijo Valerio, muy confundido.
-¡Yo no, yo estoy contento! –se apresuró a decir Frankie– ¡Que el nuevo dueño cuente conmigo! ¡Que cuente con nosotros! ¿Verdad, Nicolás?
-Por supuesto. El año que viene volveremos a venir. ¿Y tú qué vas a hacer, Valerio?
-Pienso dedicarme a viajar. Voy a hacer todos los viajes que mi padre no hizo. ¿Verdad que es buena idea?
-Pero, ¿estamos locos o qué? –saltó Iván rebozado de ira– ¡Yo no voy a poder venir! ¿Es que a nadie le importa? ¡Mis monólogos son lo único que salvaba este espectáculo de mierda!
-Bueno, Iván –dijo Valerio–, no creo que sea necesario faltar a tus compañeros…
-¡Que les jodan! –se giró hacia nosotros, mientras encaraba la puerta de salida– ¡Que os jodan! ¡Este antro es una mierda y siempre lo será! ¡Me alegro de no volver nunca más!

Iván abandonó el despacho dando un portazo y eso nos reconfortó a Frankie y a mí.
-Pero, ¿qué diantres le pasa a este? –preguntó Valerio.
-Nada. Humoristas los hay a patadas –dijo Frankie– El nuevo dueño encontrará a uno mucho mejor, estoy seguro. Más gracioso y menos hijo de puta.

Frankie y yo volvimos al vestíbulo, contentos como artistas de variedades a los que habían vuelto a contratar. Decidimos sellar la buena nueva con sendos combinados que nuestro amigo Charly, también de nuevo en el barco, no tendría reparos en conceder.
-¡Amigo! ¡Seguimos en lo más alto! –gritamos al entrar.
-Bien por vosotros –nos felicitó, sin entusiasmo alguno.
-Pero, ¿y a ti qué te pasa? ¿No te alegras? –Frankie, a sus más de cincuenta años, no podía entender que la gente no se alegrara por seguir teniendo trabajo.
-Marisa se ha ido. No ha podido esperar más a que me decidiera.
-Vaya, lo siento –se disculpó– Pero, tienes todo el invierno. Deberías recuperarla. ¡Qué coño, Charly! ¡Deberías casarte!
-Sí, Charly –me apunté también–, ¡consigue que vuelva! Tú la quieres y ella está claro que también te quiere a ti. Es una estupidez lo que os está pasando.
-¿Tú crees?
-¡Claro, hombre! Marisa quiere casarse contigo y tú estás loco por ella. ¡Pues cásate! Tienes tanta suerte de tenerla… –yo sabía lo que me decía; ese tipo de amor sólo se presentaba en las montañas, a tres mil metros de altura, alejado del mundo real.
-Quizás tengas razón…
-¡Tiene razón, Charly! –zanjó Frankie– ¡Tú tienes que estar con Marisa y el año que viene todos tenemos que estar aquí! ¡Es perfecto!

El alcohol corrió entonces igual que la noche anterior, alimentando nuestros pescuezos, esta vez de felicitación y de no de entierro. Éramos dichosos como cachorros; habíamos conquistado los Cielos con la ricura de nuestro arte.
-Chico –me dijo Frankie, rodeándome con su brazo por los hombros, borracho como una cuba y feliz–, aunque podamos volver al Balivar el año que viene, prométeme que buscaremos ese bolo hasta entonces.
-Por supuesto, Frankie. Tú y yo, juntos hasta que nos toque venir aquí. Ya tengo algunas ideas.
-Me alegro mucho, ¿sabes?
-¿De qué?
-De que seamos amigos. Eres como un hijo para mí. Sé que nunca me defraudarás. Nicolás Némesis. El gran mago. Tienes un don, ¿lo sabes, no?
-Eso dicen…
-Pues créetelo porque así es. A veces tu tristeza me preocupa. Espero que hayas encontrado el camino.
-Eso creo.
-Va a ser un año fantástico, Nicolás.

Fantástico de verdad.

* * * *

Sin avisar, dieron las siete de la tarde y con ella regresaron Ramón y Nina de su excursión. Ahora ya más animada que por la mañana, me hizo un gesto con la cabeza señalándome nuestro porche, deduje que para que nos reuniéramos ahí en cuanto fuera posible. Dilapidé una Neblina y luego otra más, tal era mi emoción, abracé a Frankie y salí fuera a esperar.

Pasaron treinta minutos, puede que más, y la puerta del Balivar finalmente se abrió. Era Nina, con la ropa cambiada y el pelo mojado.
-Ramón se está duchando. Ha sido un día muy duro –me dijo, manteniéndose a distancia y sonrojada.

Yo también sentía cierto cosquilleo, pero las ganas de estar con ella superaban cualquier rubor.
-¿Habéis subido muy alto?
-Bastante. ¿Has explorado alguna vez estas montañas?
-Llevo años viniendo y no he salido prácticamente del hotel –dije y me lancé, de nuevo– Estás muy lejos. ¿Por qué no te acercas? –Nina dio un paso atrás que me desconcertó y no quise continuar por ese camino– El año que viene volveremos al hotel, ¿sabes? No estamos despedidos y Frankie y yo, mientras no llega la temporada, vamos a buscar un bolo juntos.
-Eso es maravilloso –dijo convencida pero no muy emocionada–. Al fin has recapacitado. Me alegro mucho.
-Pues no lo parece.
-¿Por qué dices eso?
-Porque no pareces alegre.
-Lo estoy. Tengo muchas razones para ello.
-Ya –me temí lo peor, pero los malos momentos no son malos de verdad si no nos esforzamos por estropearlos–. ¿Y cuáles son?
-Nunca quise hacerte daño –cuando alguien comienza una explicación de esa forma, lo último que hay que esperar es una apasionada noche de sexo desenfrenado–, y no pensé que fuera a llegar a mayores. Pero pasó y fue un error. Anoche seguramente ni tú ni yo lo creyéramos, pero así fue. Eres una persona maravillosa, lo sé. No necesito más tiempo para estar convencida de ello. Pero…
-¿Pero?
-Ramón me ha pedido que me case con él.
-Ah… Era eso.
-Sí.
-¿Y qué has respondido?
-Es que estamos juntos desde hace cuatro años…
-Ese no es motivo suficiente.
-Le quiero.
-¿Le quieres?
-Sí, por supuesto. De no ser así, no habría aceptado –me callé de golpe, o no hablé cuando me tocó que es lo mismo– ¿No dices nada?
-¿Qué voy a decir? Estáis juntos desde hace cuatro años.
-No lo utilices en mi contra.
-Tú lo utilizaste en primer lugar.
-Trataba de decirte que…
-Excusas.
-¡Trataba de explicarte por qué había aceptado!
-Pero, ¿le quieres?
-¡Por supuesto!
-¿Y por qué no te creo?
-Yo te conozco pero ya veo que tú a mí no.
-Eso debe de ser.
-Lo siento.
-Conmigo no es con quien tienes que disculparte.
-¿Qué insinúas?
-Nada.
-Ya te he dicho que lo siento.
-Lo sé. Te he escuchado.
-Pues lo siento.
-Por mucho que lo repitas, no vas a cambiar nada.
-Me odias, lo sé.
-No debí besarte.
-Fui yo la que no debí. Te di esperanzas.
-Y yo te las di a ti. No seas condescendiente conmigo, lo detesto.
-Lo siento.
-Dilo una vez más y tal vez te crea.
-Lo siento.
-Suficiente.

La dejé allí, en nuestro porche, con los ojos empañados y las manos temblando, no sé si por culpa de aquel extraño frío veraniego o de los nervios. La dejé allí mientras volvía a mi habitación para acabar las maletas. La dejé allí temblando, mientras guardaba mudas y recogía las camisas del armario. La dejé allí a punto de llorar, mientras llamaba al primo Alberto, a tres mil kilómetros de distancia.
-Alberto, soy yo. ¿Aún está vacante ese puesto en el metro?

 
Referencia biográfica
http://revistalairademorfeo.net/index/wp-content/uploads/2014/01/CV-david-bombai.pdf


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