Revista Cine
A estas alturas, resultaría cicatero —y, probablemente, poco serio— cuestionarle a Ken Loach su condición de referente señero e inequívoco de eso que se viene a etiquetar comúnmente como cine social. Pero resulta también evidente que no constituye su único exponente, y que, al calor de su (relativo) éxito, son numerosos los cineastas que consiguen cuajar proyectos en los que la dimensión social adquiere un especial relieve. Es el caso de Andrea Arnold, y su film ‘Fish tank’.
‘Fish tank’ nos ofrece la historia de Mia, una adolescente taciturna, incluso con un punto agresivo, que, en un entorno familiar profundamente desestructurado —aun sin caer en lo marginal—, busca, refugiándose en su única pasión identificable (el baile), un espacio vital en el que reconciliarse consigo misma y abordar algo parecido a un proyecto de existencia, lejos de una madre de la que solo recibe, desde la frialdad formal más absooluta, un rechazo rayano en lo patológico, y una hermana pequeña que, aun queriéndola, es totalmente incapaz de articular mecanismos afectivos explícitos que escapen de ese ambiente de odio soterrado y jerigonza cuartelaria en que se desenvuelve su cotidianidad.
Para desarrollar tal historia, Arnold se sirve de un guión propio,sencillo, de estructura lineal, cuyo eje central se basa en el devenir vital de Mia, y cómo el mismo se ve fuertemente condicionado por la presencia de un elemento ajeno al núcleo básico familiar (Connor, el último novio de su madre, que se erige como antagonista principal de Mia, con la cual entabla una relación tan intensa como difícil), al hilo de la cual van surgiendo episodios puntuales de impacto que marcan los puntos de inflexión del desarrollo narrativo, hasta llegar a un desenlace totalmente abierto, muy en línea con la indefinición que preside la actitud personal de la protagonista, víctima de una desorientación asociada no solo a su edad, tan complicada, sino a su personalidad, tortuosa y arisca.
Y, a tono con ese universo argumental, un equipaje lingüístico ad hoc: diálogos lacónicos, que reflejan una comunicación siempre bajo sordina, y en la que siempre es más lo que se calla que lo que se cuenta; secuencias breves y trazadas con movimientos de cámara funcionales y precisos, alejados de cualquier floritura formal; escenarios urbanos y naturales que, sin alcanzar la categoría de lo sórdido, tampoco muestran traza alguna de brillo o esplendor. En suma, marcas identificativas de esa línea de cine social a la que se apuntaba al principio, y que impregnan al film, dotándolo de un sello identificativo muy claro, y que, si bien no cabe calificar como de muy original, tampoco carece de un cierto interés para ese sector de público que manifiesta mayor querencia por esta línea de cine.
¿Lo mejor? Sin ningún género de dudas, la interpretación de su jovencísima actriz protagonista, Katie Jarvis: todo el hastío y desesperanza que impregnan la existencia de su Mia, se reflejan de manera espléndida en las miradas, declamaciones y movimientos con que los encarna esta chica. Un hallazgo brillante, el de una intérprete destinada, con papeles más ricos y complejos, a cuajar trabajos de alto nivel. Quizá no sea suficiente para hacer de ‘Fish tank’ una propuesta de idéntica brillantez, pero sí que la convierten en una pieza en la que, teniendo en cuenta todas las premisas previamente señaladas, merece la pena invertir los noventa minutos de su visionado.