Revista Cultura y Ocio

FLOR DEL BOSQUE Fernando Aramburu

Publicado el 11 noviembre 2017 por Biblioteca Virtual Hispanica @BVHispanica

Tengo en mucho que tú, querido L, por ser mi mejor amigo, sepas la verdad, que es tanto como decir que te la cuente yo con mis palabras porque no hay otra persona fuera de mí que, con buena o mala intención, pueda dejar testimonio auténtico de lo ocurrido.Que mis vecinos, al leer lo que se ha escrito de mí últimamente en el periódico, me vuelvan la espalda por la calle y anden murmurando que merezco el peor castigo estipulado en el Código Penal, me importa menos que lo que piensen aquéllos por quienes siento estima, mi mujer y tú en primer lugar. Mi mujer hace días que no se pone al teléfono. Así que hoy por hoy eres la última esperanza que me queda de encontrar quien me escuche y quien me crea.Te ruego de antemano que me perdones si en el curso de esta confesión me excedo en los detalles. Lo cual, de suceder, será achacable en parte a la costumbre de expresarme en el estilo prolijo de los de mi profesión, que nos pasamos la vida haciendo descripciones minuciosas de esto y de lo otro, cosa que lamento; pero sobre todo se deberá a la inquietud que me causa la idea de dejar en el relato parcelas en sombra adonde pudieran acogerse algunas dudas tuyas. Las dudas son, como recordarás que nos enseñaban los frailes del colegio, el pasto de la desconfianza.Te aseguro aunque no haga falta, pero por si acaso, mi sinceridad, y empiezo.Me hallaba a mediados de enero en una región intrincada del bosque amazónico. Corría la estación seca. La frontera de Venezuela distaba como dos jornadas de marcha de nuestro campamento, quizá un poco más. El dato importa apenas para lo que me propongo relatar. Has de saber que hay por allí población indígena dispersa, mucho peligro de alimañas y mucho incordio de mosquitos.A principios de mes yo había viajado por mis medios a Manaus, donde me esperaba el doctor K.D. Berg con su equipo. El equipo lo integraban, descontándome a mí, dieciséis personas, biólogos alemanes en su mayoría, además de dos franceses, un danés (que, para más señas, es quien ha ido con el cuento a la prensa) y yo. Había también un médico, una pareja de fotógrafos, cuatro estudiantes en periodo de prácticas y el grupo habitual de porteadores a sueldo.La tarde de mi llegada ya lo tenían todo dispuesto para partir al día siguiente. Estaba previsto que remontáramos en barca un trecho del río Negro y luego nos adentráramos Branco arriba hasta donde este río se estrecha, se bifurca y, a puro de bifurcarse, termina perdiendo el nombre.El plan consistía principalmente en establecernos por espacio de dos meses al pie de la sierra Pacaraima, en la vertiente brasileña, y explorar la zona con vistas a la confección de un catálogo de lepidópteros. El doctor Berg confiaba en descubrir especies hasta hoy desconocidas. Tenía el hombre el capricho vanidoso de tomar a su cargo el asignarles una denominación. Entre científicos, querido L, no es desusado cojear de ese pie. Convengamos en que hay vicios peores.Pero a lo que iba. Berg es una autoridad en materia de insectos. De lo mejorcito que te puedas imaginar. Ha sido director del Instituto Entomológico de Berlín durante largos años, no me preguntes cuántos; muchos, en cualquier caso. El día que me reuní con él en Manaus me reveló que tenía empeño en hacer un buen trabajo, lo uno porque, como había recibido un estipendio sustancioso del gobierno de su país, a la vuelta debía rendir cuentas a sus protectores; lo otro porque, según me dijo sin tapujos mientras cenábamos en el comedor del hotel, a su edad aquel proyecto estaba destinado a ser el último que le habrían de asignar antes de su jubilación, ya consumada para estas fechas, supongo. A la hora de reclutar a los miembros de su equipo, había buscado a las personas más capaces. No por otra razón, añadió, estaba yo comiendo peces fritos a su lado.Tengo que decir que al doctor Berg lo conocí hace aproximadamente dos años con motivo de unas clases magistrales que vino a impartir en mi facultad. Dado el prestigio enorme que rodea a su persona, su presencia por fuerza había de intimidar a un profesor joven como yo, en los comienzos de su carrera profesional, al que, se mire por donde se mire, le queda, si le dejan, mucho camino por recorrer. Así que durante el tiempo de su estancia en nuestra ciudad me conformé, lo mismo que otros compañeros del departamento, con admirarlo desde una distancia prudencial; eso sí, al loro todo el rato por aquello de sacar alguna enseñanza de sus palabras, y también porque sentía grandísima curiosidad de averiguar cómo se maneja un hombre de fama internacional dentro y fuera de las aulas. Nunca se sabe… Tú ya me entiendes.La víspera de su despedida, al término de un almuerzo de trabajo, se vino de pronto a mí y, tras cerciorarse de mi nombre, me reveló que estaba al corriente de mi libro sobre los arácnidos.Agradecí, azarado, unos cumplidos que me dirigió en voz alta.Imagínate, ¡el gran Berg dándome una palmada en la espalda delante de todo el mundo, el decano incluido! Luego pensé entre mí que quizá sus elogios no habían sido sino halagos de circunstancias, y aun recelé que tal vez el doctor Berg se había valido de mí, del primer pelanas que se le puso a tiro, para deshacerse de algún pelma que no paraba de importunarlo en otra parte del salón.Hete aquí, sin embargo, que en octubre pasado me llevé una sorpresa mayúscula al recibir una invitación oficial de la Humboldt-Universitit parasumarme en calidad de investigador a la expedición amazónica del doctor Berg, por expreso deseo de éste.Me acometió, figúrate, una euforia tal que di mi consentimiento y me fui a vacunar sin conocer en pormenor el tipo de colaboración que de mí se esperaba ni tan siquiera la cantidad que se me había de remunerar por mis servicios.Total, que llegué a Manaus en la fecha convenida. Pude llegar antes, pero me retuvieron en Santarém ciertos regocijos a los que me empujan con demasiada frecuencia mis debilidades de varón.Repartidos en dos embarcaciones motorizadas, subimos los ríos que te he mencionado. Venía la corriente mansa y menguada por ser tiempo de no llover.Nos tomó desde el principio un calor horrendo, pegajoso, húmedo, arduo de respirar hasta que uno, qué remedio, se acostumbra. Vi por el trayecto restaños infestados de caimanes. Les tirabas cualquier cosa, una botella, un limón, y al momento armaban en el barrizal una zalagarda de colas y patas y bocas abiertas que parecía como si los hubieran puesto a hervir en una olla.Hicimos noche en un sitio que llaman Catrimani, más que nada por repostar combustible y porque Berg no quería que nos cayese la oscuridad yendo por el caudal que se iba estrechando, cargados además como íbamos con las provisiones, las tiendas de campaña y todo aquel instrumental delicado que llevábamos.Al otro día subimos hasta Boa Vista y uno más tarde, a pie, hasta un pueblín de nombre Uraricoera, que a lo mejor no figura ni en los mapas. Allí nos esperaban unos guías con los que, tras una noche de descanso, partimos hacia el lugar donde nos pareció bien asentar el campamento.Yo ya iba avisado de que habíamos de sufrir mucha mosca y mosquito, y por mi cuenta llevé unos frascos de linimento que me ayudaron más y mejor que una pomada con que gustaban de embadurnarse los alemanes. De atardecida extendíamos las mallas con sus focos, metíamos durante la noche centenares de insectos en recipientes de vidrio y por la mañana, a la luz del día, procedíamos a clasificarlos. Los fotógrafos cumplían su función, Berg reunía y cotejaba nuestras notas, y por la tarde, después de comer, nos tendíamos a dormir dentro de las tiendas.De este modo transcurrieron las dos primeras semanas sin otro contratiempo que la picadura de vete a saber qué bicho que puso a la muerte a uno de los franceses. Postrado estuvo el infeliz en su colchón hinchable durante varios días con sus noches, acometido de unas fiebres y delirios y temblores que yo pensé que se nos iba sin remedio. A pique de ser evacuado al aeródromo de Boa Vista, se curó como por ensalmo de lo que fuera que tenía. Recuerdo que fue este francés quien avistó en una ocasión un jaguar; pero el jaguar es demasiado asustadizo para resultar peligroso, a menos que lo acorralen o que intenten agarrarlo como a gato doméstico. El francés no escarmentó. Cogía arañas peludas, tan grandes como la palma de su mano, y se las ponía a caminar por los hombros y la cara.Pues bien, es el caso que una indiecita menuda y escurridiza merodeaba por las proximidades de nuestro campamento como atraída por saber qué gente éramos. Tenía costumbre de acercarse sola hasta una distancia de entre cien o doscientos pasos.Yo esto lo sabía y lo sabían el danés y otros dos con quienes compartía la responsabilidad de una fila de mallas por la parte de un arroyo por donde la indiecita solía aparecer y mostrarse, y desde donde, en el momento de irse, nos echaba una especie de grito agudo de pájaro cuyo significado, si es que alguno tenía, ignorábamos.No me preguntes a qué raza ni tribu pertenecía la mozuela.Comprenderás, amigo mío, que con todo lo que estoy pasando desde que el asunto saltó a la prensa me falta ánimo para meter la nariz en mamotretos de etnografía. Te diré que la indiecita llevaba consigo las más de las veces una calabaza seca y hueca, similar a una pera grandota, de la cual bebía, y una cerbatana de carrizo. De esto último deduzco que andaba también a la caza por aquellas espesuras. Quizá nos miraba con algo de prevención por juzgar que con nuestra presencia y nuestras voces le espantábamos los animales, y aun puede que por encargo de los suyos nos estuviera vigilando. Una mañana la llamamos y huyó; otra, uno de mis ayudantes y yo tratamos de atraparla, no más que por verla de cerca y conocerla, pero fue en vano.La indiecita era baja de estatura, ancha de rostro, con poca y chata nariz, los ojos rasgados, muy oscuros, y la tez tostada, tirando a cobriza. Llevaba la barbilla y los carrillos, de suyo sonrientes, pintados con unas dedadas verticales como de bermellón.Tenía los cabellos largos hasta el arranque de la espalda, lisos y negros como es propio de los nativos de la Amazonia. Le calculaba yo menos de veinte años. Andaba casi en cueros, las teticas al aire, el culito que era un poco como de chiquilla, sin la anchura demasiada que van dejando los años y los partos, y todo lo demás también a la vista salvo la entrepierna, que se cubría con un trenzado de cortezas.A mí la mozuela, durante un tiempo, se me figuró una curiosidad entre tantas que adornan la selva. No le daba yo al principio mayor importancia que la que me merecían los monitos de los árboles, con perdón. Pero poco a poco me fui aficionando a mirarla. Y pues que era joven y, a su modo, hermosa, y no voy a negar que alegraba la vista como una orquídea en el apogeo de su floración, se me encendió un apetito muy fuerte de gozarla. Luego mi apetito derivó en desazón, atizada de continuo por la falta de consuelo sexual que me apretaba en aquella floresta innumerable.Te confieso, querido L, amigo entrañable, y es la pura verdad, que mis padres al engendrarme no sé qué pisto de genes embutieron en mi persona que he dado en tener una naturaleza difícil de gobernar, a tal punto que, si me forzaran a elegir, te juro que antes me abstendría del comer y del beber, por muy necesarios que resulten para la subsistencia, que de regalarme con los deleites pasajeros de la carne.Tardes hubo en que, habiéndome vencido el sueño, se vino la indiecita a dormir conmigo dentro de mi fantasía. Se escurría sigilosa bajo mi cobija y al punto me cumplía de muy buen grado ciertas imaginaciones de varón que de fijo sobreentiendes. Lo hacía con la misma agilidad que mostraba en todos sus movimientos, y al llegar la hora de acostarme más de una vez me levanté mojado de mis poluciones. Un domingo bajé de urgencia al pueblo de Boa Vista para desfogarme.A la mozuela, por lo linda y lozana, le puse de nombre, en mis conversaciones solitarias, Flor del Bosque. Ya sé que suena cursi, querido L, pero ¿quién me oía susurrarlo?Una tarde, en que más me hubiera valido echarme a dormir junto a los otros, divisé desde la entrada de la tienda de campaña, por los prismáticos, a la indiecita subida a un árbol. Sólo de verla se me vino a la boca una sonrisa. Al pronto me escamó su postura. Juraría que se andaba satisfaciendo en cuclillas con un fruto del yeyo, que es, para que te hagas una idea, un a modo de pepino de, un dedo de grosor y cáscara lisa, rematado en una protuberancia por donde suele desparramar, cuando está maduro, las semillas que se apiñan en su interior. Cuelga por racimos de las ramas. No hay sino verlo para que a uno se le represente en sus pensamientos la forma del miembro viril, a tanto llega la semejanza. Yo ignoraba entonces que los indios y las indias hacen uso medicinal del yeyo. Es probable que, contra las conjeturas que me inspiraba el rijo, la indiecita estuviera curándose alguna llaga o acaso aliviándose de una mala menstruación, aunque a mí me pareciese otra cosa.Se apoderó a este punto de mí (nota hasta qué extremo me derramo en sinceridad) grandísimo deseo de vivir un lance como aquellos que me hacían tan grato el dormir por las tardes; se entiende, claro está, que con la conformidad de Flor del Bosque, ya que por mucho que me domine la lujuria detesto a muerte el obligar a las mujeres a lo que no quieren. Sobre esta cuestión, que tan directamente me afecta ahora, envié días atrás una carta al periódico, pero no la han querido publicar.Confiado en que mis compañeros reposaban dentro de las tiendas, junté una brazada de pertenencias mías con objeto de ofrecérselas a Flor del Bosque a cambio de su simpatía. Determiné confitarla con una de mis cantimploras de aluminio, así como con unas latas de refresco, un llavero y otras futesas similares, todas brillantes y metálicas.Cargado con ellas me dirigí hacia su árbol sin mirar de frente a la indiecita, sino nada o a lo sumo con el rabillo del ojo para que no cobrase recelo ni temor. Y por el trayecto fui pisando las ramas del suelo con intención de que crujieran, de manera que Flor del Bosque se percatase de que no me acercaba a ella con mañas de cazador. No sabía yo que para entonces ya estaba el danés observándome por detrás con sus prismáticos.Andando mi camino de la manera más tranquila que puedas imaginarte, topé delante de su árbol un brazo de agua rojiza como de cinco metros de ancho sobre poco más o menos. Como no se atisbase el fondo, supuse que no me quedaría más remedio que cruzar el arroyo a nado. Soy buen nadador, tú bien lo sabes. Sentía, sin embargo, cierta aprensión por aquello de que en la selva amazónica las fieras más voraces se esconden dentro de los cauces y, la verdad, nada me apetecía menos que un mal encuentro con un reptil o con un remolino de pirañas.Consideré apenas un segundo la situación; vi el agua remansada; vi que la distancia era poca y el premio tal vez mucho. El instinto y el apremio, conchabados, derrotaron sin dificultad a la prudencia, y como no barruntase peligro ninguno resolví ganar la orilla opuesta, confiado además en que el chapuzón me había de servir de baño refrescante.Ya me había descalzado, ya estaba en paños menores, ya alargaba el primer pie hacia el agua cuando Flor del Bosque dejó caer su yeyo al centro del arroyo. Al punto se formó en derredor un hervor de yareiros. Entreví sus fauces negruzcas, las hileras de agudos dientes, las colas espinosas que salpicaban con una furia de cuchillos. En un amén desapareció el yeyo de la superficie; poco después el agua recobró su traicionera quietud. El corazón me golpeaba con fuerza dentro del pecho. «¡Dios mío», pensé, «qué habría sido de mí si hubiera llevado a cabo mi propósito!» Luego alcé los ojos, distinguí en una rama alta la mueca risueña de Flor del Bosque. Se acuclilló la mozuela y sin vergüenza de que yo la viese, sino con manifiesta candidez y nada de malicia a mi entender, se introdujo un yeyo en la rajita, primero de un extremo y luego del otro; y tras mostrármelo de nuevo lo tiró al agua, donde los yareiros dieron cuenta de él a su modo frenético.Comprendí entonces que la mozuela humedecía el yeyo con su flujo por que lo devoraran los yareiros, que son de suyo carnívoros. Y comprendí también, con una mezcla de asombro y agradecimiento, que la linda indiecita, la orquídea de mis sueños, mi Flor del Bosque, acababa de salvarme la vida.Sintiéndome por ella aceptado, cosa que el danés no podía percibir desde lejos, tendí la mirada en todas direcciones por ver de hallar un tronco que me sirviese de pasarela. Por azar reparé en que una de las ramas de un árbol que se alzaba a mi costado, gruesa como para aguantar sin quebrarse a un hombre de mi tamaño, se cruzaba a una altura de siete u ocho metros con otra del árbol de los yeyos en que estaba encaramada la mozuela. Me desprendí sin tardanza de las dádivas arrojándolas a la otra orilla del arroyo. Luego empecé a trepar el árbol aun a riesgo de romperme las uñas, bien cierto del peligro que corría de desplomarme y acabar mis días repartido en las entrañas de las fieras acuáticas.No poco a gusto se reía Flor del Bosque de mi torpeza. ¿Te acuerdas de la cucaña que ponían por San Juan, cuando éramos niños, en la plaza de nuestro barrio? ¿Y de los chavales que se partían el alma por subirla hasta la punta y una y otra vez resbalaban de vuelta a la base? Pues algo parecido me sucedía a mí, con la diferencia de que el árbol no estaba engrasado, sino que por falta de asideros no atinaba yo a sujetarme. No me desanimaron las tentativas fallidas. Era tan intenso el deseo de llegarme hasta Flor del Bosque que, arañándome los brazos y las piernas, desollándome las rodillas y con las yemas de los dedos descarnadas, conseguí aferrarme después de un rato a la primera horquilla. De ahí hacia arriba la sucesión de las ramas facilitó mi empeño, de modo que sin grandes fatigas pude alcanzar la que valía para pasar al árbol de mi linda amiguita.Se hallaba entonces Flor del Bosque en una altura inferior, agazapada en el naciente de una rama. De pronto, sin cambiar la expresión jovial de su rostro, comenzó a lanzarme yeyos, no sé si con intención de ahuyentarme o por juego. Los tiraba con tanta fuerza como tino, de suerte que me alcanzó varias veces en las piernas y en el vientre. Lo celebraba con risas tan angelicales y tan graciosas que yo, por que durasen, prefería no sortear los proyectiles, aunque dolían.Cuando llevaba disparada obra de una docena de yeyos, intercepté en el aire uno que me venía derecho alojo. Se conoce que mi acción debía de tener algún sentido ritual para los de su estirpe, pues es el caso que la mozuela se quedó de repente rígida y seria y como anonadada, y al fin, poniéndose de pie, se inclinó en una especie de reverencia o vete tú a saber.Temeroso de haberla ofendido, le dirigí desde mi rama unas palabras afables en idioma portugués, acompañadas de suaves y apacibles ademanes. No las entendió. Quizá no las supe pronunciar como es debido, quizá no estaba ella instruida en la lengua mayoritaria del país. Sin el socorro del lenguaje me parecía harto difícil sondear su disposición hacia mí, llenarle los oídos de galanterías y ternezas, manifestarle mi pasión y, en suma, seducirla.¿Qué hacer? ¿Declararle mis aspiraciones mediante una monería obscena? ¿Remedar como un tosco camionero a las puertas de un burdel de carretera los meneos de la cópula a fin de que no hubiese duda sobre la clase de esperanza que me había llevado hasta allí? La idea de conducirme igual que un hombre bruto me repugnó. Miré un instante dentro de los ojos tiernos de Flor del Bosque en busca de una salida a mi desconcierto, y después, decidido a no escatimarle respeto a la mozuela, imité su reverencia de hacía unos instantes. Ella me correspondió visiblemente complacida. Entre sus labios sonrientes asomó la dentadura blanca; luego despuntó, como impelida por la risa, la punta de la lengua, que, asustada tal vez de su atrevimiento, enseguida volvió a ocultarse. Créeme, querido L, que aquel gesto al parecer involuntario enardeció mi deseo hasta extremos que no son del dominio de la cordura. Por un momento llegué a pensar que yo no estaba allí, encaramado al árbol, sino dormido y soñando como cada tarde en la tienda de campaña.Opté a este punto por desprenderme de la única prenda que me cubría, en la confianza de que a la vista de mi desnudez Flor del Bosque tomase algún partido. O bien mostraba a las claras su rechazo marchándose deprisa por donde había venido, quizá después de atacarme con su cerbatana, o bien se quedaba en su lugar, lo que para mí equivaldría a una invitación a acercarme.Como quiera que ocurriese esto último, determiné pasar sin demora de mi árbol al suyo, extremando, claro está, las precauciones, pues malditas las ganas que tenía yo de darme de merienda a los yareiros.La rama, como te he dicho, era consistente y a propósito para desplazarse por ella. La hubiera atravesado resueltamente de no existir abajo la amenaza de los monstruos carniceros. Los suponía al acecho en el fondo borroso de las aguas rojizas. Recorrí bien abrazado, no te vayas a creer, cosa de dos metros, raspándome el pecho y los muslos con la áspera corteza.La rama, al adelgazar, empezó a inclinarse ligeramente bajo mi peso. Traía yo previsión de que así habría de suceder y, por lo tanto, no me asusté. En aquel momento, te lo juro, hubiera hecho un pacto con el demonio para cambiarle mi alma, si es que tal órgano tengo, por la destreza de un simio arborícola. ¡Con cuánto gusto habría sido yo mono por espacio de unos pocos segundos! En dos brincos me hubiera puesto como si nada en el otro lado.Así pensando, entendí que para alcanzar el árbol frontero me convenía colgarme no más que de las manos. Sin otra sujeción seguí avanzando hasta cerca de donde una y otra rama se juntaban. Fugazmente vi mi silueta reflejada en el arroyo. Formaba yo desde luego una figura ridícula con mis blancuzcas carnes europeas, el miembro oscilante y el trasero fondón de los que se pasan las horas sentados a un escritorio. Pero me daba igual, pues estaba convencido de que nadie me miraba. Todo iba como quien dice a pedir de boca. Mis brazos se mostraban firmes y seguros; los racimos de yeyos pendían cada vez más cerca; libre de temor, me alentaba el convencimiento de que estaba a punto de consumar una bella, maravillosa, inolvidable experiencia.Hacia la mitad del trayecto llamó de pronto mi atención un susurro de hojas agitadas. Enderecé la mirada, vi entre estupefacto y divertido que Flor del Bosque venía con mucha agilidad a mi encuentro, suspendida de la rama de su árbol. Traía un yeyo pinzado con los dientes. Le rogué en mi idioma que retrocediera.De sobra me figuraba que la dulce muchachita no entendería mis palabras; pero supuse que acaso el tono de mi voz le alumbrase el entendimiento, según ocurre a menudo con los perros, que, sin saber lo que les dicen, atienden y obedecen.En un instante nos hallamos los dos colgados cara a cara. Se quedó ella quieta, como cediéndome la iniciativa. Bien que me tentaba estrecharla contra mi pecho; pero me detenía la certeza del peligro que aparejaba soltarse siquiera de una sola mano. Por resarcirme me deleité en su cercanía, en la sonrisa parada en el canto de los labios, en el suave calor de su cuerpo esbelto, en sus pupilas atentas donde podía ver mi semblante reflejado como en un espejito. Yo no recuerdo haber vivido nunca un momento de dicha más intensa.Al punto advertí que Flor del Bosque se sentía fascinada por mi barba. La escrutaba con detenimiento y acaso con un punto de temor. Esto último lo creo así, querido L, porque no se atrevió a tocarla sino con la punta del yeyo, como quien se recata de pasar la mano por las hojas de una planta urticante.En ese intento se produjo un primer roce de las rodillas, de los vientres, así como de sus pequeños pechos con el mío. Su juventud sin picardía me encandiló. Igual que una chiquilla enfrascada en un juego inocente, rodeó mi cintura con sus piernas. Me envolvió de sopetón una profunda vaharada femenina. Discerní el propósito de la mozuela no bien hubo encajado el yeyo en mi boca y, cautelosa, tocó mi barba con la planta de uno de sus piececillos. Enternecido, me tomó la risa y a ella también, para que luego venga el imbécil del danés diciendo lo que ha' dicho.Al deshacer la postura, las nalgas de Flor del Bosque descendieron hasta rozar como al descuido la mismísima punta de mi excitación. Faltó muy poco para que la mozuela se ensartara por sí sola.El calor apretaba de lo lindo. Toda la selva a nuestro alrededor parecía sumida en un silencio expectante. En mi vida he sufrido tanto de no poder gozar a mis anchas. Tenía, como quien dice, a la mozuela a mi entera disposición y, sin embargo, no me era posible estrecharla entre mis brazos. ¡Si la hubieras visto: confiada, alegre, tan cerca su cara de la mía que yo no me cansaba de respirar el aire que espiraba por la boca!Retrocedí con esperanza de atraerla hacia lo más grueso de la rama; pero no me siguió. Antes al contrario, torció el morrito como pensando que me iba. Así que volví sin tardanza a su lado, y esta vez no tuve empacho de apretarme a ella con idea de que notase en el vientre la dureza de mi hombría. De nuevo su sonrisa avivó mis ilusiones. Doblé entonces las rodillas a fin de ofrecerle mi regazo como asiento. Entendió ella al parecer que le proponía un juego e imitó mis movimientos con ligereza y gracia que a mí sin duda me faltaban.Después, en la creciente desesperación que me imponía el deseo aplazado, alargué las piernas por trabar a la mozuela de la cintura como ella había hecho conmigo poco antes. Pero lejos de permanecer inmóvil, también extendió ella las suyas, de modo que quedaron las cuatro extremidades enlazadas en el aire. Como percibiese que tenía Flor del Bosque apoyado el lomo sobre mis empeines, me valí de mi fuerza para levantarla. Se ladeó a este punto la faldilla de cortezas. Quedó al descubierto la mata de pelo crespo cruzada por unos labios entreabiertos y morenos.Mientras mis piernas resistieron el esfuerzo me entregué a comerme aquella dulce rajita con los ojos. Mejor me la hubiera comido de otra forma si no me lo hubiera vedado la incómoda postura.Rendido de voluptuosidad, me solté de la mozuela y, liberando una mano, me atreví a tentarle entre las ingles. No 'se resistió. Yo quise más. Bien sé que no debí; pero me confundió el que Flor del Bosque abriera resueltamente los muslos a la llegada de mis dedos. Uno le introduje, no sé cuál, te juro que sin violencia, sino con pensamiento de que la dominase igual que a mí la necesidad del placer.Ella se percató entonces de que yo ambicionaba otra cosa distinta de aquellos juegos y risas en el árbol. Al instante reculó hasta alcanzar su rama. Apenas se hubo colgado de ella, profirió un gemido breve a tiempo que se detenía. Se volvió a mirarme.Había en sus ojos negros súplica y espanto. Me pinchaba en el pecho una culpa grande y le pedí perdón con palabras que para ella nada significaban. Algo musitó entrecortadamente en su idioma, como si me contestase. Su rostro bello se había aquietado en una mueca crispada de terror.Vi de súbito una hormiga que atravesaba rauda su frente. Un segundo después eran diez, treinta, tres mil hormigas salidas de yo no sé dónde que le bajaban por los brazos y los cabellos hasta cubrirle en poco tiempo el cuerpo entero. Hice amago de acudir en su socorro, pero no fue posible llevar adelante mi buen propósito. El árbol de los yeyos estaba infestado de una turbamulta de hormigas. Ya una primera hilera trataba de pasar a la rama de la que yo me suspendía. Flor del Bosque emitió un agudo chillido. Después cayó al arroyo. Oí el salpicón, los coletazos en la superficie del agua, pero no quise mirar.Por la noche el doctor Berg, en el curso de una conversación que sostuvimos a solas, me aseguró que en principio no había razón ninguna para creer que mi versión de los hechos no fuera cierta. Con eso y todo, consideró que mi presencia en el campamento perjudicaría seriamente el proyecto, por lo que juzgaba preferible que me volviese cuanto antes a mi país. Me prometió discreción y que hablaría en privado con el danés, que era quien le había ido con cuentos raros, para que el asunto no trascendiese a la prensa de nuestros respectivos países.Me vine, claro está, a partido. Eso sí, para despejar dudas solicité que todos los miembros de la expedición supiesen de mi boca lo ocurrido. Berg, comprensivo, mandó que se reunieran en torno a la hoguera del campamento. Delante de todo el equipo insistí en que mi encuentro con la muchacha india había sido fruto de una decisión voluntaria de ambos. Aseguré con lágrimas en los ojos que un ataque de hormigas voraces había desencadenado de manera inesperada el trágico accidente, que no había mediado agresión ni abuso ninguno por mi parte y que me sentía profunda y verdaderamente afligido. Les juré por lo más santo, primero en inglés y luego en mi alemán imperfecto, que no había habido posibilidad ninguna de ayudar a la pobre muchacha. Y para certificar mis buenas intenciones, me ofrecí a referir el caso personalmente a la policía brasileña.Noté que mis palabras eran acogidas con gesto aprobatorio por la mayoría de los compañeros. El danés, con la mirada clavada en el fuego, guardaba silencio; pero, en cuanto llegó a Europa, le faltó tiempo para levantar contra mí las calumnias que ya conoces. Me han dicho que incluso habló en televisión.
FIN
Hannover, febrero de 2002 Fernando Aramburu: San Sebastián, 1959. Licenciado en filología hispánica, desde 1984 vive y trabaja en Alemania, donde compagina la escritura con las tareas de profesor de español en la pequeña localidad de Lippstadt, cerca de Hannover, y con la de la crítica en algunas revistas y diarios españoles. Se dio a conocer en el mundo literario con la novela Fuegos con limón, ganadora del Premio Ramón Gómez de la Serna 1997, a la que siguió Los ojos vacíos, Premio Euskadi al mejor libro en lengua castellana (Andanzas 279 y 421). Ha explorado el género del cuento con No ser no duele (Andanzas 316), y ha publicado recientemente un volumen de prosas titulado El artista y su cadáver (Marginales 202).

Volver a la Portada de Logo Paperblog