Revista Comunicación
Corriendo como perseguido atravesé la plaza San Marco y me fui al convento del mismo nombre, ardiendo de ganas de conocer de más cerca la obra del Beato Angélico. Me deslumbró el colorido de su pequeña “Anunziazione”. ¡Qué deliciosa espiritualidad! Caí en éxtasis, o por lo menos así me parece, pues no tuve conciencia de mí hasta que un guardián me toco el hombro diciéndome que era hora de cerrar las puertas.
Llego a mis oídos que en Lungo il Mugnnone funcionaba la Accademia Internazionale donde había sesión de desnudo todas las mañanas, desde las 8 a las 12 y 30. Costaba poquísimo, era libre y se tenía derecho, si se deseaba, a dos correcciones semanales a cargo de dos profesores, uno académico y el otro “moderno”. Me inscribí en las del último, que resultó ser Augusto Giacometti. Era un hombrazo, con pies y manos enorme, boca en media luna con las puntas hacia arriba, cara ancha, bonachona, de ojos muy chiquitos, afilada por una barbilla en punta de color rojizo. Venia los martes y viernes. Recibí de él la primera corrección un martes. El viernes apenas llegado a mi caballete me preguntó a boca de jarro: -“¿Por qué no pinta usted con espátula?”. Le conteste bruscamente: -Porque no me gusta la espátula; me gustan los frescos de los grandes maestros que no tienen pastas, pero sí mucha calidad”. Me respondió:
-“¡Bravo!” y se rascó la perita rumiando su desconcierto.
En Florencia, la suya era una silueta no por arrogante menos familiar. Se le llamaba il bel pittore. En una ocasión -yo desembocaba por la vía Calzaioli a la Piazza della Signoria- vi este espectáculo para mí inolvidable; un caballete y su tela (o su telón, porque medía no menos de 2 por 2 metros); un pintor, paleta y pinceles en mano; una multitud formada por gente curiosa de todas las edades que retrocedía compactamente cuando el pintor reculaba para contemplar de lejos su trabajo, y que avanzaba come una marea cuando éste se aproximaba a su lienzo adelantando el pincel a manera de florete. Era (Césareo Bernardo) Quirós, entregado a su tarea; creo probable que ni siquiera haya visto a la gente.
EMILIO PETTORUTI
“Un pintor ante el espejo”