El primer lugar que me propuse conocer en mi estadía en México fue de índole artístico e implicaba estar cara a cara con los frescos de Diego Rivera en el Palacio Nacional. Así es como un día después de las elecciones (y aún sin un ganador firme de las mismas) atravesé el Zócalo que parecía un espejismo que hervía en una mañana agobiante y entré en el gigantesco edificio que, desde hace años, oficia de cofre donde se guarda lo más interesante de la cultura y la historia del país.
Para mi sorpresa no éramos muchos los jóvenes que estábamos en la fila para ingresar y tampoco gente mayor que siempre se la supone más adepta a las muestras artísticas. Antes de ingresar todo se me aclaró cuando el guarda de la entrada me dijo:
-Es normal que no haya nadie, aquí la gente viene en busca de fiesta, probar el tequila y, con suerte, si les queda tiempo van a Xochimilco o pasan por la casa de Frida Kahlo... del resto, ni se acuerdan.
Al parecer, según me contó el señor, el estado invierte una buena cantidad de dinero en mantener en condiciones los gigantescos frescos y con las escasas entradas que venden a diario a los turistas apenas si llegan para pagarles los sueldos a los que trabajan en esa sección del edificio (ya que el resto son empleados que se dedican a tareas administrativas y llevan a cabo diferentes ministerios y oficinas públicas).
Por fuera el palacio es una mole adoquinada que ocupa un ala completa del Zócalo mexicano. En él se pueden advertir una variada mezcla de estilos y pese a ser, a primera vista, un coloso de estilo colonial, cuando se lo analiza un poco más en profundidad es inevitable advertir la presencia del barroco y de algunos otros elementos bien característicos del arte azteca.
Pero más allá de la mezcla de estilos y la figura gubernamental que significa el palacio, lo más importante que tiene en su interior son los murales pintados por Diego Rivera entre las décadas del 30 y 40 (esta última completa) ya que son la representación mejor realizada de la historia de México desde el apogeo del imperio azteca hasta los mediados del S.XX.
Los murales les fueron encargados a Rivera desde el seno del mismo gobierno, ya que creían que su técnica de pintura no sólo servía para significar una muestra de poderío político sino que además, era la mejor forma para que la mayor parte del pueblo mexicano - por entonces analfabeto- pudiera asistir a una muestra que les contara de forma gráfica y amena los hitos más importantes de la civilización de los mexiles.
Así es como a lo largo de dos décadas, el elefante (como lo llamaban algunos críticos de arte e incluso algunos de sus colegas y camaradas del partido comunista) se dedicó a pintar con ahínco y extremo talento las escenas que sirvieron de panóptico para el pueblo mexicano y para todos aquellos que quieran conocer la historia de la nación de un modo gráfico, sencillo y por demás didáctico.
He aquí la serie de murales que hacen referencia a los diferentes períodos de la conquista de América (los murales aparecen en el mismo orden en el que están en el palacio, comenzando por el más próximo a la escalera de la emperatriz)
El primero de ellos muestra una típica escena cotidiana en épocas de Tenochtitlán. En él se observan algunas de las tiendas que formaban parte del sistema de viviendas de los aztecas y la clásica división del trabajo según las diferentes clases sociales. Los que conforman el mural son hombres, quienes realizaban tareas muy diferentes de las que llevaban a cabo las mujeres e incluso los niños.
El segundo mural cuenta una escena de Tenochtitlán pero con las mujeres como protagonistas. En él se ve un momento de elaboración del alimento, la fundición de metales (para crear utensilios que luego usaban para diferentes finalidades) e incluso, la preparación de plumajes y otros elementos de la naturaleza con los que fabricaban el vestuario de los reyes, jefes y otros personajes de abolengo y poder.
El tercer mural muestra una escena que representa uno de los tantos sacrificios llevados a cabo por los aztecas. En el sitio de Tenochtitlán (más específicamente en la porción establecida entre la Pirámide del Sol y de la luna) se daban cita todos los pobladores para ver como los reyes ofrecían diferentes libaciones y demás oficios religiosos para que los dioses les brindaran un año de prosperidad y fuerza al imperio.
La cuarta escena forma parte del desembarco de Hernán Cortes en Veracruz. Véase como en primer plano se ve la escena que corresponde al modo de repartición de tierras (el escribano da fe de que el adelantado se transforma en legítimo soberano de las tierras) mientras que recibe de un compañero de ruta, una cantidad de trozos de oro que guarda celosamente en su morral de cuero. A un costado de esa escena y, al fondo del cuadro, Rivera plasmó a la perfección el yugo al que fueron sometidos los nativos, manifiesto en las expresiones de sus rostros y en la actitud de algunos de los miembros de la expedición.
El quinto mural expone la última etapa de la llamada "conquista" de América. Con la Inquisición instituída a lo largo del continente, en él se ve queda expuesto el carácter represivo de la iglesia y las reacciones de los indígenas (los cuales aparecen adaptados de alguna forma a la cultura occidental) frente a la tiranía de las hogueras de la fe a la que eran sometidos aquellos congéneres que no aceptaban la imposición de un credo diferente al de ellos.