Cuando el verano está a punto de acabarse, para mí el Mediterráneo ofrece lo mejor de sí: mejores temperaturas, menor ajetreo y más espacios para el descubrimiento. La semana pasada, tuve la oportunidad de pasar cinco días en Croacia y más precisamente en la costa de la Dalmacia: desde Dubrovnick hasta Trogir, pasando por Split, Mali Ston, Orebic´ y Cavtat, a la búsqueda de cosas alternativas a los tópicos fagocitados por las grandes masas desembarcadas por los cruceros que inundan, devastan, contaminan espacios y silencios y condenan a todos a la mediocridad segura del “todoincluido”. En los sitios que he visitado, sin lugar a dudas el mar, sus playas y la arquitectura de muchas ciudades son los protagonistas absolutos y fascinantes que atrapan y te obligan a volver. Pero hay más, hay muchísimo más que completa y enriquece las bellezas histórico-naturales; esto “más” está hecho por un pueblo que ha sufrido y ha sabido levantarse con rapidez y gusto; un pueblo orgulloso de sí mismo y a la vez muy cercano a valores éticos-religiosos; un pueblo que vive en gran medida del turismo y a la vez que mantiene un profundo arraigo a la tierra, a sus productos y al trabajo para poderlos obtener. Un pueblo que mira al futuro con fuerza sin todavía olvidarse del pasado, de sus orígenes y de sus valores más tradicionales.
En la galería de imágenes que sigue, he querido capturar esta dimensión más sostenible de la Croacia que va mucho más allá del tópico sol-y-playa o de la marea humana que apiña lugares de encanto al ritmo de una “toccata e fuga” imparable. Una esposa dudosa de su perfección, un hombre que cuelga la colada, tejas, mercados, fruta, hortalizas, campesinos vendiendo los productos de su propio trabajo…esta ha sido mi Dalmacia!
La semana que viene el post estará dedicado al paralelismo que encuentro entre desiertos y glaciares…