Revista Cultura y Ocio
Rafael Chirbes Crematorio
Avanza el verano. De joven me gustaba el verano, el ajetreo con los amigos, de acá para allá, en busca de los sitios con más ambiente, las copas llenas de hielo picado —frappé, se decía por entonces; peppermint frappé—, y un bolero de Lorenzo González; o, después, algunos años más tarde, aún más cursi, le pedíamos al camarero que nos pusiera algo on the rocks, en las rocas, un güisqui en las rocas, le pedíamos, y sonaba el twist de Saint-Tropez en la playa, igual que en la película de Gassman), los baños nocturnos, los ligues rápidos y sin compromiso con las primeras turistas que visitaron la comarca antes del boom (cuando el twist de Saint-Tropez, yo estaba ya casado, ya había empezado a construir), los toqueteos y los polvos en el agua, o entre los cañaverales de las dunas por entonces desiertas, en la habitación de algún desangelado hotel: francesas, alemanas que se dejaban tocar sin complejos. De todo eso hace mucho tiempo. Y, sin embargo, vuelve a ser verano. La imperceptible espuma de los veranos de entonces, su zumbido, porque, ahora, me paso la vida huyendo del sol, del calor, metido en una malla nodal de cápsulas climatizadas: la oficina, el coche, los restaurantes y cafeterías, la casa en la ladera del Montbroch herméticamente cerrada y refrigerada durante la mayor parte del día (bastante calor paso cada vez que me acerco a visitar las obras); me quedan —eso sí que lo disfruto algunas tardes— los baños en la piscina, una copita de vino blanco frío, algún vermut o, ya sólo muy de vez en cuando, un gin-tónic al borde del agua con el cuerpo aún mojado, una toalla sobre los hombros. Las tardes en las que corre la brisa del mar, me amodorro en la tumbona de la terraza, a la sombra, leo revistas de motor, de vela, de viajes; un libro de arte, de arquitectura, o una novela; nada de economía, nada de política; de eso tengo más que de sobra a lo largo del día en la radio, en las conversaciones con socios y clientes. Leo algo ligero y me quedo mirando las palmas de las palmeras moviéndose con la brisa. Disfruto, a medida que cae la tarde, de los olores de hierbas y tierra mojadas por los aspersores; del olor del jazmín, de la dama de noche (galán de noche lo llaman en la comarca), que va haciéndose más intenso en el crepúsculo. La luna, arriba, como un faro, como una rodaja de melón maduro.