"Ya que ha decidido conservar mi relato [...], no quiero que quede mutilado, por si pasa a la posteridad".
Quien expresa su deseo de que no quede mutilado su relato es Victor Frankenstein. Así se lo hace saber al capitán Walton cuando lo descubre tomando notas del mismo. Frankenstein había detectado algo en el capitán, algo que también él compartía en su juventud y pensó que si le hacía llegar su historia tal vez pudiera evitar que este recorriera su misma senda errónea. Es por ello que comenzó a contarle ese relato que ahora él mismo corrige y matiza para que se conserve sin mutilar.
Esta novela es, pues, el relato de un relato. Frankenstein le cuenta su historia a Walton, quien, a su vez, se la traslada a su hermana mediante la correspondencia que mantiene con ella allende los mares. En algún momento de esa historia, será la criatura de Frankenstein quien cuente la suya propia. "Escucha mi historia; es larga y extraña", le implorará a su creador, y este se sentirá obligado a prestarle atención.
La historia que Mary Shelley nos cuenta a nosotros es larga para ser considerada un relato y sin duda debió de resultar extraña allá por principios del siglo XIX cuando la ilustre escritora la creó. De más está decir que su relato pasó a la posteridad, no así exactamente el deseo de no quedar mutilado.
Sí, la criatura de Mary Shelley creció y creció en la cultura popular hasta el punto de que, si bien es cierto que hay cierta tendencia a rescatar su figura, por poco más es recordada en la actualidad su autora. La criatura de Victor Frankenstein creció en mito hasta el punto de robarle el nombre a su creador. Todos pensamos en Frankenstein cuando oímos hablar de Mary Shelly. Todos pensamos en el monstruo cuando oímos hablar de Frankenstein. Sin embargo, en la novela el monstruo no tiene nombre. Por otra parte, ¿quién es más monstruoso, el monstruo en sí o aquel que lo engendra y le da vida?
Leer una obra que ha dado origen a un mito tan arraigado en la cultura popular tiene algo de arqueológico literariamente hablando. Leer Frankenstein tiene un sabor añejo con notas a raíces de determinadas novelas e incluso películas (no en vano el mito de Frankenstein probablemente le deba más al cine que a la literatura). Sin embargo, no es un sabor añejo que deje un poso rancio, sino que tiene el buen maridaje de los clásicos. La novela de Shelley plantea conflictos morales muy interesantes que tienen plena vigencia actual. Al fin y al cabo, aquello que perturba, que fascina, que ilusiona y que corroe al ser humano no ha cambiado tanto a lo largo de los siglos. De esas inquietudes y sus peligros escribe las escritora británica en su ilustre obra. "La invención", nos cuenta en su introducción para la edición de Frankenstein de Standard Novels recogida en la edición de Nórdica que he leído y que contiene un exquisito y original teatrillo ilustrado por Elena Odiozola, "hay que admitirlo humildemente, no consiste en crear del vacío, sino del caos". "La invención", añade, "consiste en esa capacidad de aprehender las posibilidades de un tema; y en poder moldear y formar ideas sugeridas por él".
Si bien Frankenstein está considerada por muchos como la primera novela de ciencia ficción, no hay que perder de vista que se trata fundamentalmente de una novela gótica. Comienza con el rescate, a manos de la tripulación a mando del capitán Walton, de Victor Frankenstein en las gélidas aguas de las inmediaciones del polo norte. Frankenstein se encuentra en el hielo ártico "para perseguir al que huye de mí". Una vez en el buque y tras entablar conversación con el capitán se decidirá a contarle su historia. Walton siente "un amor por lo maravilloso, una fe en lo prodigioso, que se entreteje en todos mis proyectos y me aleja del camino ordinario de los hombres, arrastrándome incluso hacia esos mares apartados y esas regiones desconocidas que estoy a punto de visitar" y Frankenstein no puede evitar que esa pasión y obnubilación le recuerde a las que él mismo sentía tiempo atrás. "El mundo era para mí un secreto que deseaba desentrañar", le cuenta. "Entre las primeras sensaciones de que tengo recuerdo, están la curiosidad, la investigación seria de las leyes ocultas de la naturaleza y un gozo rayano en el éxtasis cuando se me revelaban", pues "nadie sino aquellos que las han experimentado pueden imaginar las seducciones de la ciencia. En los estudios se puede llegar hasta donde han llegado los demás, y nada hay más allá; pero en una investigación científica hay continuamente terreno para el descubrimiento y el asombro".
Cuando sucede esta historia, allá por algún año indeterminado del siglo XVIII, a las ciencias naturales y a la física se las denominaba todavía filosofía natural, y desde luego faltaban aún mucho años para que se comenzara a hablar de lo que hoy conocemos como bioética, de la cual probablemente esta novela trate más que de ciencia en sí. Frankenstein relata a Walton su vida desde su infancia, esa pasión no siempre bien dirigida y alimentada que siente desde la niñez, la partida del hogar en Suiza en el que fue feliz y la distancia de su amantísima familia al irse a estudiar a la universidad de Ingolstadt, la creación de su criatura en esa ciudad alemana y el posterior arrepentimiento, culpa, dolor y horrores que sufrirá y provocará. "Aprenda de mí", le advierte a Walton, "lo peligrosa que es la adquisición del saber, y cuánto más feliz vive quien cree que su pueblo natal es el mundo que aquel que aspira a ser más grande de lo que su naturaleza puede permitir". Curiosamente, cuando el monstruo al que ha dado vida le relate su historia, compartirá con él esa misma conclusión: "No puedo describirte el tormento que me infligían estas reflexiones; trataba de desecharlas, pero el dolor no hacía sino aumentar con el conocimiento. ¡Oh, ojalá hubiese permanecido eternamente en mi bosque natal, y no hubiese conocido otras sensaciones que las del hambre, la sed y el calor! ¡Qué extraña naturaleza posee el saber! Una vez adquirido, se adhiere a la mente como el liquen a la roca".
Conviene recordar que el título original de la obra de Mary Shelley es Frankenstein o el moderno Prometeo. Así, Frankenstein, que como ya he señalado, no es el nombre del monstruo sino el de su creador, actúa cual Prometeo que roba el fuego a los dioses jugando así a ser dios.
"¡Maldito sea el día en que recibí la vida! -exclamé con agonía-. ¡Maldito mi creador! ¿Por qué fabricaste un monstruo tan espantoso que incluso tú mismo te apartaste horrorizado de mí? Dios, en su misericordia, hizo al hombre hermoso y atractivo, a su propia imagen; en cambio, mi figura era una mezcla inmunda, una parodia de la tuya, más espantosa aún por su mismo parecido. Satanás tuvo a sus compañeros, a sus demonios seguidores, que le admiraban y alentaban; pero yo me encuentro solo y soy abominado".
"Es así: el ángel caído se convierte en demonio de maldad. Sin embargo, incluso ese enemigo de Dios y del hombre tuvo amigos y aliados en su desolación; en cambio yo estoy solo".
Es esa soledad, esa falta de afecto, ese rechazo que produce la figura desproporcionada y de gran talla de la criatura en todos aquellos que la contemplan y la juzgan sin conocerla lo que convierte a la creación de Frankenstein en monstruo. Es también la falta de responsabilidad del creador hacia su criatura.
Esta, aunque de grandes proporciones, no deja de ser como un recién nacido que llega a un mundo del cual desconoce todo. Ha de aprender a interpretarlo, así como a conocer su lugar o no lugar en el mismo. Su maestro será la observación. También contribuirán a su aprendizaje, cuando aprenda a leer, los libros. "¿Era el hombre, efectivamente, tan poderoso, tan virtuoso y magnífico, y no obstante tan depravado y tan bajo?", se pregunta a tenor de sus lecturas. "Unas veces parecía un mero vástago del principio del mal; otras, lo más noble y divino que cabe imaginar".
Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Victor Frankenstein, que empapado de vanidad y de la irreflexiva osadía de la juventud jugó a ser dios, creó a su hombre a imagen y semejanza de los hombres, es decir, capaz de lo más noble pero también de lo más abyecto. A Mary Shelley su creación se le fue de las manos y el monstruo que engendró, aunque pasó a la posteridad, mutiló a la criatura original al desprenderla de las reflexiones y conflictos morales que esta plantea. La historia de Frankenstein es conocida por todos pero desconocida por muchos, por ello es enriquecedor dedicarle unas horas de lectura a esta novela. Las obras literarias también son criaturas creadas a imagen y semejanza de la especie a la que pertenecen su creadores y, como tales, descifran en sus páginas la naturaleza humana. Los libros que la criatura de Victor Frankenstein lee y que le desconciertan y le maravillan son El paraíso perdido, las Vidas de Plutarco y Las desventuras del joven Werther. Difícilmente hubiera podido caer en sus manos un libro que las propias manos que lo crearon a él estaban escribiendo en ese momento, pero, casi podría asegurar que de no haber sido así y haber por tanto tenido la oportunidad de leer Frankenstein o el moderno Prometeo dicha lectura hubiera obrado en él el mismo efecto que las otras tres. Es un efecto de sobra conocido por todo lector. Es el efecto que provoca el descubrimiento de una obra imperecedera.
"Me es muy difícil describirte el efecto que me produjeron estos libros. Me despertaron un sinfín de imágenes y sentimientos nuevos, que a veces me elevaban al éxtasis, pero más frecuentemente me hundían en el más hondo desaliento. [...], además del interés de su historia sencilla y conmovedora se discuten tantas opiniones y se arrojan tantas luces sobre lo que hasta entonces habían sido para mí temas oscuros que en este libro encontré una fuente inagotable de meditación y asombro".
Traductor: Francisco Torres Oliver
Ilustradora: Elena Odriozola
Editorial: Nórdica Libros
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