**** ADVERTENCIA PREVIA: La presente reseña contiene comentarios que, por versar directamente acerca de aspectos relevantes de la trama del film, pueden suponer una molestia para aquellos lectores que tengan el deseo o la previsión de ver el mismo en fecha próxima.
Es doctrina bastante extendida entre los estudiosos de la creación artística la que predica que los autores (o, al menos, la inmensa mayoría de ellos) suele desplegar un único tema o motivo a lo largo de toda su obra; tema o motivo que se va formulando y reformulando, a veces bajo ropajes que les prestan una apariencia irreconocible, pero siempre, en esencia, el mismo. En el caso de Hitchcock, resulta bastante evidente –aunque, curiosamente, sólo una de sus películas lleva ese título- que ese tema es el del falso culpable, y Frenesí no supone sino un eslabón más (el penúltimo) de esa cadena, aunque presente algunas peculiaridades sobre las que merece la pena detenerse.
Estamos en 1972: el mago Hitch tiene ya 73 años, una salud bastante quebrantada (su sobrepeso crónico comenzaba a hacer estragos) y una carrera cinematográfica legendaria, plagada de éxitos impresionantes de crítica y público, y en la cual, sobre un nivel medio de producción extraordinario, sobresale un buen puñado de títulos destinado a constituir a referencia histórica del séptimo arte. Quizá, en tales circunstancias, se imponía un cierto punto de relax y, ciertamente, en Frenesí se advierten detalles y curiosidades que nos transmiten una sensación, un ánimo de divertimento –un puntito irónico, también, aunque esté jamás estuvo ausente de la obra hitchcockiana- que parecen más propios de un autor que ya está de vuelta que de un aspirante a la gloria.
De todos modos, tales apuntes no nos deben llevar a una apreciación desenfocada, o errónea: Frenesí es una buena película, un excelente thriller cuya trama se desarrolla con el vigor y la precisión que caracterizan toda la filmográfia hitchcockiana, y en el que podemos apreciar, aun con los matices ya apuntados, las constantes temáticas y estilísticas que impregnan la misma en su totalidad.
Por ejemplo, en el dibujo de los personajes principales: los dos protagonistas (o antagonistas, para ser más precisos) son figuras harto explotadas en películas anteriores de sir Alfred. Robert Rusk, el psicópata asesino, es un ser frío, calculador, fuertemente influido por su madre, aunque no sea ella –a diferencia de lo que sucedía con sus precedentes Bruno Anthony, en Extraños en un tren, o Norman Bates, en Psicosis-, al menos aparentemente, la motivadora o instigadora de sus impulsos criminales, que hallan su base en una patología psico-sexual que le lleva a convertirse en un auténtico asesino en serie. Por otra parte, tenemos a Dick Blaine, el prototipo del perdedor, destinado a convertirse en un "falso culpable" de manual –la concatenación de circunstancias, hábilmente dispuestas por el guión, lo empujan sin remisión a su condena-, con el que, paradójicamente, y en contraste con lo que suele ser reacción habitual frente a este tipo de personajes, no simpatizamos, debido a su carácter irascible y desabrido (Blaine empatiza muy poco, que diría un apóstol de la inteligencia emocional al uso). Alrededor de ellos, y junto a ellos, toda una pléyade de personajes secundarios de muy diversa entidad en el desarrollo de la historia y que tienden a desplegar situaciones y relaciones frecuentemente triangulares en cuyo vértice se sitúa uno de los dos protagonistas –sólo uno de los secundarios, el inpsector-jefe de policía Oxford, alcanza un cierto punto de autonomía: sin llegar a alcanzar el rango de trama secundaria, sus episodios culinarios domésticos sí que constituyen una vía de contrapunto humorístico ciertamente muy lograda-.
En cuanto al desarrollo de la trama, la misma se apuntala sobre cuatro hitos: tantos como los cadáveres de las víctimas que se producirán a lo largo de la historia, marcando los tránsitos de una a otra situación e impulsando la acción con ritmo metódico, hasta su desenlace final.
El primero constituye toda una tarjeta de presentación, y aparece al final de la secuencia con que se abre la película. Tras varios planos generales de los rincones más emblemáticos de la capital británica, acompañados de un fondo musical ligero y festivo, surge, fuera de campo, la voz de un discurso político; en ese momento, la cámara nos va acercando, en panorámica,a la figura de un responsable local que canta las excelencias de la limpieza efectuada en el Támesis, cuando, de pronto, una panorámica en sentido inverso nos lleva a la orilla de ésta para mostrarnos el cadáver de una mujer desnuda, boca abajo y con una corbata al cuello, entre las excalamaciones de asombro de la concurrencia. Todo un golpe de efecto al más puro estilo Hitch –para abrir boca-, que nos pone en la rampa de lanzamiento hacia lo que habrá de venir después, y nos arroja ya varias claves acerca de los impulsos y modus operandi del criminal –aunque ni hayamos contemplado el crimen ni sepamos quién es la víctima-.
Los dos siguientes, incursos ya en pleno despliegue de la historia, sí aparecen ya claramente vinculados a la acción criminal que los genera: incluso, en el primero de ellos, el segundo del film, Hitchcock muestra, con una secuencia trabajadísima cuyo detallismo en la planificación nos remite a hitos legendarios (la escena de la ducha en Psicosis, o la muerte que constituye el leit motiv de Crimen perfecto –Dial M for murder-), y cerrada con un plano impactante por lo grotesco del mismo, el desarrollo íntegro del hecho, reservándose, incluso, un golpe de efecto final para el descubrimiento del cadáver (tras un ominoso e interminable silencio, un grito –de nuevo, fuera de campo- espeluzante). Por el contrario, el tercero no se nos muestra en imágenes, aunque Hitchcock vuelve a recrearse en un juego de movimiento de cámara –que se va alejando del escenario de su comisión en un silencio igualmente llamativo- que nos lo termina haciendo tan explícito como si nos hubiera sido mostrado; otro golpe de efecto más, aunque sea a costa de escamoternos la visión de un cadáver, que, no obstante, reaparecerá, algunas secuencias más tarde, no para confirmarmos un asesinato que ya sabemos claramente que se había producido, sino para darle ocasión al director de organizar uno de esos numeritos de tensión angustiosa a los que siempre fue tan aficionado (en esta ocasión, a costa de la necesidad del asesino de recuperar un objeto perdido cuyo hallazgo por otras personas podría depararle serios problemas).
En cuanto al cuarto y último, el que cierra la serie, es el que termina generando el desenlace de la trama, y recupera, cual si un periplo circular hubiéramos recorrido, con su alfa y su omega, las constantes del primero: víctima desconocida y cadáver que aparece de manera inopinada e impactante (aunque, a tenor del escalonamiento de hechos de la secuencia que lo precede, más o menos esperable). Un broche óptimo para un despliegue extraordinario de una carrera criminal intachable que se terminará yendo al garete –como no podía ser de otra manera- por un detalle nimio.
Ciertamente, Frenesí carece de la profundidad psicológica y la riqueza referencial que las más ilustres joyas de la filmografía hitchcockiana –aquellas que integran su nómina de títulos más prestigiosos, conocidos y reconocidos- exhiben. Pero no deja de ser una excelente muestra de suspense criminal, perfectamente concebida y ejecutada, y llevada a término con una maestría difícilmente igualable. La de un maestro indiscutible. Como Hitchcock: aun gordo, viejo y achacoso, lo seguía siendo –y ya nunca va a dejar de serlo....-.