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Fructífera asociación: los westerns de Anthony Mann y James Stewart

Publicado el 17 noviembre 2025 por 39escalones
Fructífera asociación: los westerns de Anthony Mann y James Stewart

La colaboración entre el director Anthony Mann y el actor James Stewart constituye una de las alianzas creativas más interesantes del cine clásico estadounidense de los años 50. En total, ocho títulos en solo cinco años, que pasan por el drama de aventuras –Bahía negra (Thunder Bay, 1953)-, el biopic musical –Música y lágrimas (The Glenn Miller Story, 1953)- o el bélico-aeronáutico –Acorazados del aire (Strategic Air Command, 1955)-, pero que tienen su mayor exponente en la serie de westerns que compartieron entre 1950 y 1955 y que supusieron un hito en el desarrollo del género para acomodarlo a las nuevas y más complejas visiones morales resultantes de las experiencias colectivas derivadas de la Segunda Guerra Mundial. En plena transformación desde mediados de la década anterior, las películas del Oeste dirigidas por los grandes maestros (John Ford, Howard Hawks, Raoul Walsh, William Wellman, Fred Zinnemann…) ya no respondían al simple esquema de «buenos» y «malos» o de «vaqueros» e «indios», sino que aspiraban a un mayor grado de perspectivas, a la creación de unos ambientes más realistas y acordes a sus contextos históricos temporales, al dibujo de unos conflictos morales más profundos y a reflexiones alejadas del maniqueísmo simplón de la propaganda nacionalista. Proveniente del cine negro, Anthony Mann dominaba los ambientes duros, cargados de tensión y psicológicamente turbios, que no tuvo dificultad en volcar en sus westerns. Por su parte, James Stewart, que venía de la comedia screwball, de un cine con cierto trasfondo social y de encarnar al sencillo y digno americano medio en las películas de Frank Capra, aunque ya había protagonizado westerns con anterioridad pudo explorar gracias a estos personajes un perfil más ambiguo y oscuro, más próximo también a su estado de ánimo personal tras haber acumulado miles de horas de vuelo en misiones de bombardeo durante la guerra, cuyos devastadores resultados, que él mismo contribuyó a provocar, pudo constatar de primera mano. La conjunción de su trabajo, junto a la participación de guionistas como Borden Chase, Sam Rolfe, Harold Jack Bloom o Philip Yordan, mantuvo al género dentro de sus convenciones (amplios e idílicos paisajes naturales que contrastan con el peligro que encierran los incipientes núcleos urbanos; antagonismos centrados en dos personajes y resueltos en el ritual del duelo a muerte…), pero le confirió en su forma definitiva una serie de características que en adelante, al margen de la simplificación de la mayoría de las producciones de serie B, serían seña de identidad: un protagonista con fisuras, moldeado por una historia traumática y conflictiva marcada por decisiones y acontecimientos forzados, dolorosos o erróneos; el uso del paisaje como un personaje más, escenarios desérticos, inaccesibles o inhóspitos que funcionan como manifestación del plano interior del protagonista; la ambigüedad moral, la definición imprecisa de los límites éticos de los personajes, que pueden llevar a cabo acciones correctas por motivos equivocados, egoístas u obsesivos, o incluso traicionarse y cambiar de bando; el uso del suspense y de las sombras, las escenas de fuerte carga psicológica, la fragmentación narrativa, las rupturas de ritmo y estructura… Estos signos distintivos y la confluencia y repetición de talentos en esta serie de películas permite hablar de un ciclo que comprende estos cinco títulos, y en el que puede observarse una evolución tanto en su narrativa como en su depuración formal.

Fructífera asociación: los westerns de Anthony Mann y James Stewart

Winchester 73 (1950), en origen un proyecto de Fritz Lang, es cronológicamente la primera de la serie e implica un drástico cambio de rumbo en la carrera de James Stewart. Da vida a Lin McAdam, vencedor de un concurso de tiro celebrado en Dogde City cuyo premio es el rifle del título; cuando su celoso hermanastro (Stephen McNally), al que ha derrotado y que tiene muy mal perder, se lo roba, empieza una persecución en cadena en la que el rifle va de mano en mano a través del Oeste mientras McAdam persigue a ambos. Fotografiada en blanco y negro (la única de la serie) por William H. Daniels y con un tono inicialmente contenido que va ganando en tensión creciente, la película destaca por el uso de un objeto, el rifle, como catalizador de la violencia, el odio, la codicia y la venganza de un significativo grupo de personajes, adquiriendo la rivalidad entre los hermanastros tintes psicoanalíticos por entonces muy de moda en el cine de Hollywood, al tiempo que muestra cómo un carácter sencillo y noble puede pervertirse a causa de su sometimiento a una idea obsesiva. El bullicioso entorno urbano de la apertura del filme se va vaciando y despoblando, concentrando al espectador, como la mente de Lin, en una serie de espacios abiertos usados sin embargo con una intención claustrofóbica.

Fructífera asociación: los westerns de Anthony Mann y James Stewart

El antihéroe representado por Stewart, que en la siguiente película de la saga, Horizontes lejanos (Bend of the River, 1952), se hace llamar Glyn McLyntock, parece reconducir con éxito la situación: antiguo pistolero en proceso de rehabilitación, acepta un empleo de guía de colonos en ruta hacia Oregón (de ser un agente de muerte, Glyn se convierte en proveedor, en un medio para quienes desean comenzar una nueva vida). Su pasado, sin embargo lo persigue a mayor velocidad de la que intenta huir de él: otro forajido reconvertido, Cole (Arthur Kennedy), con el que ha hecho buenas migas y que comparte su viaje en la caravana, deriva progresivamente en antagonista, y la llegada del invierno y la dificultad de conseguir en Portland la entrega de las provisiones pedidas y ya pagadas complica la historia y la relación entre Glyn y Cole hasta que deriva en un enfrentamiento a muerte, y en el que el tercero en discordia es un jugador que se ha unido a la partida (Rock Hudson). El ansia de redención alimenta las contradicciones y el tormento interior del protagonista, mientras que sus dificultades por superar su pasado se plasman en lo inaccesible del paisaje rocoso, las barreras naturales y la dureza del clima del entorno del río Columbia y de los montes Hood, hermosamente filmados en Technicolor, obstáculos tan amenazantes y potencialmente letales como Cole, encarnación de los lúgubres espectros del pasado. Tal es la perturbación de Glyn que en cierto momentos los tradicionales roles de «bueno» y de «malo» llegan a verse invertidos.

Fructífera asociación: los westerns de Anthony Mann y James Stewart

La dualidad del personaje creado por Mann, Stewart y, en este caso, los guionistas Sam Rolfe y Harold Jack Bloom, se plasma en Howard Kemp (Stewart), protagonista de Colorado Jim (The Naked Spur, 1953), un cazarrecompensas que captura al forajido Ben Vandergroat (Robert Ryan), acusado del asesinato de un sheriff, y a la mujer que lo acompaña (Janet Leigh). Por tanto, se trata de un hombre que, por motivos exclusivamente egoístas (perdió su granja en la guerra y con su trabajo intenta reunir el dinero para recuperarla), ejerce de brazo de la ley y de la justicia aunque emplea métodos al borde de lo admitido por estas; en su labor, además, rivaliza o comparte interés con otros dos individuos poco dignos de confianza: un viejo buscador de oro (Millard Mitchell) y un soldado licenciado, o más bien desertor (Ralph Meeker), ambos necesitados de la recompensa y poco inclinados a compartirla. Destaca el tratamiento severo del exuberante paisaje, más aislado, solitario, escarpado y nevado que en los títulos precedentes, indicativo de la claustrofobia y el encierro psicológico en el que se estancan los personajes. El filo oscuro de Kemp choca con las maniobras arteras y ruines de Vandergroat, un tipo sin aparentes escrúpulos, experto en la manipulación de sus semejantes bajo cuyas malas intenciones subyace un ser mucho más complejo y ambivalente de lo que parece, y que, al fin y al cabo, como el protagonista, lucha por compensar errores y lograr su supervivencia. La gran hondura psicológica y la intensidad dramática del guion sirven al propósito último de ofrecer una devastadora guerra mental entre personajes al límite, en un clima creciente y asfixiante de todos contra todos que solo puede augurar un desenlace violento y traumático.

Fructífera asociación: los westerns de Anthony Mann y James Stewart

De atípico puede calificarse el siguiente título de la serie, escrito en exclusiva por Borden Chase, Tierras lejanas (The Far Country), tanto por su localización (Alaska y el Yukón) como por su contexto temporal (la fiebre del oro de 1896). Jeff Webster (Stewart), un aventurero solitario de enigmático pasado, y sus socios (Walter Brennan y Jay C. Flippen) llevan ganado a Alaska para venderlo allí a los tratantes de carne que suministran provisiones a los buscadores de oro. Acusado del asesinato de dos peones que, según Jeff, intentaron darse la vuelta y robarle el ganado, las vacas son requisadas por el sheriff de Skagway (John McIntire), la última ciudad estadounidense antes de la frontera con Canadá, quien no es más que un bandido que se sirve del puesto de servidor de la ley para monopolizar los negocios de la localidad, prácticamente todos en su poder. Ayudado por sus compañeros y por la dueña de un bar (Ruth Roman), Skagway en el único entorno urbano en miles de kilómetros a la redonda de altas montañas, valles sin poblar, desfiladeros y grandes ríos y bosques interminables. Ese marco al límite de la civilización alude de nuevo a los personajes (la ley sin ley que encarna McIntire; el protagonista obligado a adaptarse a un mundo donde domina la fuerza o a perecer durante el proceso), sometidos a pasiones e intereses que no pueden controlar (como los aludes de las montañas, las crecidas de los ríos o las estampidas de las vacas). Tres aspectos van marcando progresivamente al personaje de Jeff: en primer lugar, no es un personaje ejemplar; si tiene que saltarse la ley, lo hace sin remordimientos. Por otro lado, en un momento de la película la mano con la que dispara queda inutilizada; pierde a sus amigos y se encuentra en riesgo de muerte. Finalmente, es salvado por una mujer que se sacrifica por él y muere en su lugar. El paisaje frío, remoto, peligroso, duro, no está exento de calidez y humanidad, pero estas proceden siempre de las mujeres (la pecosa Corinne Calvet, por ejemplo), auténtico bastión civilizador, más razonables, emotivas y pragmáticas que sus colegas masculinos.

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Al otro extremo de Norteamérica, a México y su región fronteriza, se marcha El hombre de Laramie (The Man from Laramie, 1955). De nuevo un representante de la ley, o al menos del Estado y del Gobierno, Will Lockhart (Stewart), un oficial del ejército, adopta la falsa identidad de un comerciante para investigar la identidad del hombre que vendió rifles de repetición a los apaches, uno de los cuales mató a su hermano; una vez más, la venganza como motor de una trama que lleva a Lockhart a chocar con un rico hacendado (Donald Crisp) y, sobre todo, con su pendenciero hijo (Arthur Kennedy). La película cambia los fríos norteños de la entrega anterior por los vastos espacios desérticos del sur retratados en CinemaScope; el calor y la aridez son aquí los que caracterizan una historia que combina tensión contenida de las escenas íntimas con la espectacularidad de los grandes enfrentamientos acaecidos en exteriores. El aire de tragedia shakespeariana se suma aquí a una reflexión acerca de la violencia económica, a la lucha del hombre contra el hombre, pero también del hombre contra el sistema. Una nueva ocasión en la que el protagonista se ve lesionado en una mano, lo que le obliga a luchar, precisamente, con uno de los rifles que acabó con la vida de su hermano, otra vez un objeto como catalizador de venganza, violencia, odio y resentimiento, en un cierre circular de un ciclo imprescindible del western clásico.

Fructífera asociación: los westerns de Anthony Mann y James Stewart

En conclusión, durante la serie de westerns dirigidos por Anthony Mann y protagonizados por James Stewart, este interpreta personajes que no son plenamente hombres de la ley ni héroes sin mancha. Son seres en el filo de la sociedad, errantes, desarraigados, con un pasado traumático, que no encuentran su lugar porque tal vez han sido privados de él definitivamente de manera violenta, irrecuperable. Por su parte, sus antagonistas no son simples villanos de una pieza, no son clichés, metáforas de un mal abstracto. Son personajes dotados de intereses y ambiciones, marcados por conflictos cuyas intenciones chocan con las del protagonista, también llenas de aciertos y de errores, de equivocaciones y traiciones provocadas por la obsesión de la venganza, de la satisfacción de una necesidad emocional irrenunciable. La búsqueda de venganza, de redención, de rehabilitación, deriva finalmente en la soledad de un representante del orden devorado por ese mismo orden, por el sistema que ha jurado defender y por el que expone ordinariamente su vida. Un caos emocional, un tormento y una angustia existenciales que encuentran en la violencia su vía de escape, y que prepararon a Stewart para personajes psicológicamente más complejos que los que venía interpretando hasta entonces, abriéndole la posibilidad, por ejemplo, de entrar en el universo de Alfred Hitchcock. A Anthony Mann estos títulos, rentables en lo económico y apreciados por la crítica, le permitieron consolidarse dentro de la categoría de «películas A», mientras que su tratamiento del drama y del paisaje le abrieron tanto las puertas del melodrama de los años 50 como de las grandes superproducciones en gran formato. Dentro del western como género, estas obras de Mann y Stewart ensancharon su campo de acción y su área de interés y, a través de la asunción de temas como la culpa, la codicia, la violencia y la autodestrucción, lo dispusieron a abrir su etapa más espectacular en lo formal (la pantalla ancha y la explotación del paisaje como elemento simbólico), al tiempo que señalaba el camino de renovación de los años 60 (en buena medida debido a la influencia europea, en particular de Sergio Leone) y la etapa del llamado «western crepuscular».


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