Revista Sociedad

Fueron demasiados

Publicado el 15 abril 2013 por El Patíbulo
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Publicado el 15 abril, 2013 | por Óscar Sainz de la Maza

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Fueron demasiados

Fueron demasiados
Los desacuerdos en torno a la memoria de las dictaduras comunistas deberían hacernos recordar lo difícil que fue para el Viejo Continente aceptar el Holocausto. ¿Deberíamos regular los castigos a revisionistas nostálgicos de ambos bandos, o desenterraríamos demasiado?

Los mandatarios de los países de la Europa oriental están visiblemente molestos. Precisamente en la década en la que la mitad occidental se animaba a conmerorar con más rigor que otras veces los estragos que causó ese brote de locura colectiva que fue el Holocausto, sus peticiones de equiparar los crímenes de sus propias dictaduras con las del Reich caen en saco roto. Siete países del Este lo habían solicitado a finales de 2010. La resolución del Parlamento Europeo de abril del año anterior parecía indicar que el terreno estaba abonado; se condenaban todas las dictaduras nazis, estalinistas, fascistas y comunistas del continente, incluyendo la española y, más recientemente, la limpieza étnica serbia. Se condenaba una “herencia común” de dolor, independientemente de banderas o partidos.

Quizá los dignatarios del ex-bloque oriental no se acordaban –o no les convenía hacerlo- de lo lenta, penosa e incompleta que fue la aceptación de la memoria del Holocausto tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Gentes de tierras devastadas por el combate, pobres como ratas, a las que se les dijo que una etnia a la que ya desde un principio no tenían mucho apego había sido exterminada sin piedad a escasa distancia de sus hogares. Por otra parte, políticos conservadores de partidos católicos cuya colaboración con los nazis había sido evidente.

Y es que en cuanto a responsabilidad por la Shoah, el holocausto de todo un pueblo a base de tiros, gas y asfixia, los ciudadanos de la Europa tradicionalista tuvieron mucho que ver. Ya desde el siglo XIX eran frecuentes las revueltas antisemitas en los barrios bajos de Londres, y la Rusia zarista organizaba pogroms, matanzas planificadas en aldeas judías. Éstos eran la cabeza de turco, el chivo expiatorio de cualquier desgracia social. Los poderes públicos participaban o miraban para otro lado, siempre que la sangre no llegara al río. Cuando Hitler empezó a ganar notoriedad tras su juicio por intento de golpe en 1923, sólo ofrecía al pueblo alemán lo que muchos tenían enquistado en el subsconsciente desde hacía décadas.

A partir de 1939, los soldados rubios y voluntariosos de las SS se contonean por Europa sembrando el terror, y la bota nazi se siente desde la estepa rusa hasta el heroico gueto de Varsovia o el Mediterráneo francés. Estos agentes de exterminio encuentran en las retorcidas creencias antisemitas de muchos ciudadanos europeos un aliado inmediato. Cuando los ciudadanos de la Francia ocupada denuncian a sus vecinos para poder quedarse con sus pisos. Cuando sus propios gendarmes, brazo ejecutor de la República, meten en los trenes de la muerte a decenas de miles de ciudadanos judíos. Cuando el gobierno del Mariscal Pétain, duro conservador íntimo de Franco, promulga las Leyes Raciales sin presiones siquiera por parte de Alemania. Y se puede añadir una lista interminable de vergonzosos casos en Holanda, Bélgica, Polonia, Hungría, Rumanía, Noruega…

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Por supuesto no todos estos ejemplos de colaboración en la matanza estaban motivados por el odio racial: muchos se sintieron atraídos por las compensaciones económicas, y en varios casos, como el polaco, la propia “policía judía” (una milicia formada por judíos escogidos por las autoridades) se encargaba de meter a palos en los vagones a los rebaños de civiles destinados a ser transportados a Auschwitz-Birkenau.

Al acabar la guerra, el colaboracionismo se diluyó rápidamente, en un intento de escapar de las crueles venganzas perpetradas por los antiguos miembros de las resistencias antifascistas en cada país. Los altos mandos nazis, los gerifaltes de la Gestapo y otras autoridades militares, fueron juzgados y ejecutados, algunos incluso linchados en el sitio. Pero hubo políticos colaboracionistas que lograron sobrevivir en su cargo, necesitadas como estaban las fuerzas de ocupación de orden y estabilidad, y temerosas de posibles avances rusos desde el bloque oriental. Políticos que lograron reanudar sus carreras y llegar hasta la cima de la Quinta República de De Gaulle, o la Secretaría General de las Naciones Unidas. Quedaba, aparte, una masa popular hambrienta que no iba a cambiar de la noche a la mañana su punto de vista por saber de un genocidio que ni siquiera había visto; la penuria apretaba y para muchos el regreso de los judíos suponía simplemente más bocas para repartir.

Así, la bienvenida por parte de pueblos y políticos europeos no fue tan cálida como cabría suponer. Los políticos católicos belgas vetaron cualquier indemnización a los escasos supervivientes que consiguieron regresar, y el Gobierno recurría a triquiñuelas legales para desposeerlos de sus antiguas posesiones. En Holanda, los primeros ministros (de partido católico) se negaban a construir un monumento de conmemoración del horror en Auschwitz. Era, decían, “propaganda comunista”.

Para un judío no era seguro caminar por las calles de la Varsovia de posguerra al caer la noche. Y el 40% de los alemanes occidentales seguían prefiriendo en 1952 tener a los judíos fuera que dentro del país. Mientras tanto, las informaciones oficiales, incluyendo naturalmente a un París que presentaba a sus exterminados como “Muertos por Francia” y a un Londres que relacionaba las imágenes de los campos con las de “presos políticos”, evitaban a toda costa recordar el componente étnico y religioso de las masacres del Reich. No sería hasta después de los 70 que Europa Occidental empezaría a salir de su sopor amnésico, tras la emisión de un famoso serial y brutales documentales sobre la Shoah. En el área sovietizada fue aún peor. Gomulka explotaría con éxito el antisemitismo natural de los polacos para tapar los errores de su propia gestión, llegando a expulsar a los pocos judíos que quedaban vivos en el país en 1967.

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Por tanto, la lenta respuesta a la petición de estos siete países –precisamente naciones en las se colaboró activamente tanto con la Solución Final como con las delaciones y violencia de los regímenes comunistas- no debería sorprender a nadie, mucho menos a los protagonistas de errores pasados. Ahora bien, surge la siguiente pregunta: ¿Es legítimo que las autoridades europeas se encarguen de castigar penalmente a aquellos que opinen desde el revisionismo? ¿A los que, por ignorancia o sectarismo, aún niegan el Holocausto al completo o sienten nostalgia de Ceaucescu, Mussolini o Franco?

El problema de judicializar la condena colectiva a los negacionistas es que todo el mecanismo de castigo recaería sobre los gobiernos nacionales, especialmente tras la negativa de la UE a tratar el tema en la agenda legislativa comunitaria. Las tentaciones de utilizar la reglamentación de castigo como arma política serían grandes, se vio durante la caza de brujas emprendida por los polacos Hermanos Kaczynski en 2005. De igual manera, aquellos enfrentados al Gobierno de turno podrían enfrentarse también a la ley de reparación al asociarla con sus adversarios. Ocurrió en España durante la primera legislatura de Jose Luis Rodríguez Zapatero, cuando la derecha en pleno, fuera moderada o radical, se opuso enconadamente a la Ley de Memoria Histórica que preveía la retirada de los símbolos del franquismo y financiaba la búsqueda de desaparecidos.

No, es excesivo encargarle a un gobierno que castigue a quienes crea cómplices de una dictadura. El camino consiste más bien en trazar unas pautas generales desde arriba, desde una Europa como símbolo de la oposición demócrata a los totalitarismos. Un mensaje no necesariamente acusador (los ciudadanos franceses o húngaros de hoy no deberían vivir con sentimiento de culpa por hechos que pertenecen a un siglo que la mayoría ni entiende), pero a la vez un mensaje que sirva de recordatorio. De advertencia de cara al futuro. Porque no fueron pocas las manos que libremente ayudaron a los autómatas del nacionalsocialismo a matar, torturar y recluir a los hombres, mujeres y niños del pueblo judío. Fueron demasiadas manos, demasiadas voluntades. Bajo la sombra de la ocupación, los europeos airearon sus propios fantasmas y se prestaron al juego de marginación y liquidación de sus nuevos amos. Fueron demasiados.



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