El debut en el largometraje de Kei Chika-ura fue Complicity (2018), una historia sobre la construcción de una nueva vida por parte de un joven chino emigrado a Japón y que, a la sombra de unas costumbres y rituales nuevos y la ayuda de un anciano que se transforma poco a poco en una especie de figura paterna, acaba por reinventarse como persona. Cinco años después, Chika-ura regresa con un filme que sigue ahondando en el estilo distante e intenso que le caracteriza, con bastantes números para convertirse en un referente del cine nipón en los festivales. Ya se verá, `pero de momento en San Sebastián ya se ha llevado dos premios.
Great absence (2023) es una catarsis fílmica, una historia que surge tras la experiencia del director cuidando a un padre cuya mente se apaga por momentos y con el que no ha tenido prácticamente contacto durante años. Rodada en el mismo pueblo donde sucedió todo en la realidad, el guión entrelaza varias líneas de tiempo y las perspectivas de varios personajes (la segunda mujer del padre, el hijo de ésta, la esposa del protagonista...), reconstruyendo una relación padre-hijo, pero también los motivos de su distancia e incomprensión. Hasta alcanzar a explicar la intrigante escena con la que arranca la película. Bien contada, bien dosificados los hitos del drama, pero excesivamente pausada: que sí, que es muy propio de la cultura japonesa esa ceremoniosa calma, pero 150 minutos para un argumento tan mínimo y fácilmente anticipable, resulta excesivo.
Protagonizada por Tatsuya Fuji, un célebre actor chino que ha acumulado un gran prestigio cultural y profesional y, también, por qué no, por haber interpretado uno de los roles principales de El imperio de los sentidos (1976), la cosa es que Great absence conmueve en algunos momentos, pero no los suficientes. Tampoco ayuda la rigidez del esquema dramático de recuerdo-recuperación-reinvención en el que se mueve el personaje del alter ego del director y que, desde casi el principio de la película, anuncia su más que previsible final.