Revista Cultura y Ocio
Fotografía: William Eugene Smith
A veces conviene perderse, aunque sólo sea por encontrar el camino de vuelta. Ninguna edad mejor que la infantil para convertir el extravío en una aventura. Más adelante, conforme el tiempo nos impregna de su vértigo y de su insolencia, creemos que todos los caminos nos deben pertenecer y que los nuevos, los que no hemos hollado, sólo nos causarán trastorno e inquietudes. De los caminos que nos surgen preferimos el conocido. Poner el pie en la pisada que dejamos, mirar donde antes lo hicimos, confirmar los leves cambios y llegar al destino con el mínimo quebranto posible. Evitamos el asombro, no lo queremos. Se inclina el alma a lo que la confortó, no a lo que la sorprenda. Tenemos así una visión familiar de la existencia. El mismo hecho de viajar, cuando se hace, hace que acuda el miedo a que no sepamos desenvolvernos y alberguemos bien adentro el deseo del regreso. Se va para volver con más ardor. Son los imprevistos los que malogran el éxito de la jornada, en muchos casos. No hay extravío, ni aventura. Falta la inocencia de quien se pierde sin que intervenga la voluntad y sin que se posea un alcance del riesgo.
A mi amigo K. se le ocurrió perderse por ver si le encontraban. Dice que era pequeño y que cuanto anhelaba era que lo abrazaran mucho cuando lo descubrieran en un parque o en la calle de atrás, a la que le decían que ni se le ocurriera ir. Hay quien se pierde a voluntad propia. Sale de casa y empieza a andar hasta que de pronto no reconoce la avenida a la que ha accedido. En Madrid quise yo que me pasara algo parecido a esto que cuento, pero me faltó tiempo para que la empresa se hubiese completado con éxito. Anduve feliz un buen rato, creí que el viaje era ése y no el otro, el de salir de Córdoba y montarme en el AVE y llegar al hotel de la Gran Vía y dejar allí las maletas. Cuando apremió el tiempo, deshice el hechizo de la aventura recién inaugurada y repasé de memoria las calles que recorrí hasta que salí a un lugar reconocible. Cuando se lo conté a K. me reprendió. Vino a decir que debía haber apurado un poco más y hacer como él, cuando pequeño. Piérdete, Emilio, hazlo de veras. Busca un bosque, anda un par de horas. El problema es que no hay bosques, le contesté. Los han ido quitando de los mapas.
Las ciudades son los bosques. Han crecido a nuestras espadas, se han convertido en monstruos, nos engullen. Los que vivimos en un pueblo pequeño (Lucena, a su modo, todavía lo es) carecemos de esa perspectiva. Casi no hay calle del pueblo por la que no haya pasado o de la que no tengo una conciencia más o menos firme de dónde está y a qué otros calles conduce. Hablan de ciudades sostenibles, pero debería haber ciudades poéticas. No sé bien qué poesía tendrían. Hay muchas y no siempre todas convienen a lo que nos proponemos. La que ahora me apetece es la ciudad de la que no sepa nada. Ni siquiera una idea leída en los libros o la posesión de alguna estampa memorizada por haberla visto en la televisión o en las fotos de los amigos que las han visitado. Puestos a pedir, solicito una grande. Como un bosque que lo ocupe todo. Como un laberinto. De verdad que a veces conviene perderse. Lo hacemos en casa. Es fácil perderse en la habitación en la que lees o en donde duermes, en el cuarto de baño o en el sótano. Te pierdes cuando tienes el bosque dentro de tu cabeza. Hay libros que son bosques. Te hacen andar sin que sepas el lugar al que te diriges. Cuánto más te haga andar y menos sepas del destino, más ganan en su rango de bosque puro. Los niños pequeños, los que todavía no leen, se pierden en el libro de la realidad, que es el que tienen más a mano. Hacen la aventura que no es posible que otros les acerquen. De mayores, al alcanzar la edad en que el juego no nos entusiasma o del que recelamos porque no pensamos que todavía sea nuestro, no tenemos otras aventuras que las leídas o las encontradas en las películas. Queremos ser asombrados, pero confortablemente instalados en el sillón de orejas del salón. Una de las funciones primordiales de la literatura debe ser ésa: la de fundar un bosque donde podamos perdernos y la de llevarnos a salvo a la salida, donde nos espera la calma, el placer de lo que conocemos.