Revista Arte

Gauguin. El buen salvaje

Por Lparmino @lparmino

Gauguin. El buen salvaje

Autorretrato, 1896, Paul Gauguin
Museu de Arte, São Paulo, Brasil - Fuente


Sería excesivamente fácil tratar de relatar la polémica sobre el primitivismo patente en la obra de Gauguin y su peculiar visión del mundo salvaje y exótico representado por las islas del Pacífico bajo la administración colonial francesa. De hecho, frente a los muchos que consideran el aspecto romántico de esta huida del pintor hacia el “lado salvaje” buscando lo primigenio del arte y de la vida, huyendo de una sociedad europea abotargada, corrompida y en exceso farisea, muchos otros tratan de desentrañar el excesivo paternalismo tan presente en las políticas coloniales de las potencias europeas de finales del siglo XIX y principios del XX. Así, entre los elogios que alaban la figura total del artista tan propio de la época y de la sociedad francesa del momento, el auge del tipo bohemio parisino entregado al arte por el arte y a los excesos de todo tipo, y los muchos comentarios que tratan de incidir en la figura de un burgués fracasado y sin éxito entre sus coetáneos, transcurre la obra de uno de los pintores más emblemáticos de la historia de la pintura contemporánea.

Gauguin. El buen salvaje

Nevermore (O Taiti), 1897, Paul Gauguin
Courtauld Institute of Art, Londres - Fuente

Dentro del ambiente artístico generado en el París de finales de siglo XIX, espíritu de innovación y transgresión constante de todos los clichés de una sociedad encorsetada y demasiado sumergida en un cinismo manipulador y asfixiante, el artista se empeña en la creación de un nuevo modelo icónico que trate de responder a las inquietudes de un mundo empantanado en los lodos del progreso y la modernidad. En ese contexto, de un positivismo que había descubierto la excesiva primitividad de la especie humana y que había ensanchado hasta lo imposible el límite del mundo conocido, el viaje adquiera un valor catártico e iniciático destinado a los elegidos y los aventureros. Oriente y el mundo exótico, cuya imagen desvirtuada y alterada se consumía ávidamente en las capitales europeas, se convierte en nuevo Dorado y paraíso donde los atrevidos podían purgar sus penas. Un breve repaso biográfico a la trayectoria del artista Gauguin (París, 1848 – Atuona, Islas Marquesas, 1903) nos revela la importancia del viaje en su trayectoria. Desde pequeño, cuando su padre, periodista de corte liberal, asqueado y perseguido tuvo que emigrar a Perú, hasta sus últimos viajes buscando lo primitivo como medio de redención a todos sus excesos, la vida de Gauguin se traduce en una permanente huida, quizá de si mismo.

Gauguin. El buen salvaje

El Cristo amarillo, 1889, Paul Gauguin
Albright - Knox Art Gallery, Buffalo (NY, USA) - Fuente 

En este devenir el fracaso se convirtió en una constante y en motor básico de su incesante actividad viajera, exploradora y artística. Pese a sus inicios prometedores en el mundo de los negocios parisinos y en la bolsa, la crisis que sacudió a Francia en 1882 hizo que Gauguin se trasladase a Panamá donde trabajó como obrero en la construcción del canal. En esos momentos, empezó a considerar la posibilidad de vivir completamente de su pintura. A su regreso en Francia, admirador de Pissarro, empieza a frecuentar los círculos impresionistas, aunque poco a poco desarrolla un lenguaje propio y muy característico de enorme trascendencia en el lenguaje pictórico posterior. Su carrera artística no obtiene los triunfos deseados y siempre se ve abocado a vivir en condiciones míseras, ahogado por la insuficiencia económica y un estado de salud precario debido a sus continuos excesos, sexuales y alcohólicos.

Gauguin. El buen salvaje

Joven con abanico, 1902, Paul Gauguin
Museum Folkwang, Essen, Alemania - Fuente

Pero el viaje, la luz de los trópicos, el color en estado puro y las formas sencillas pero rotundas, llenas de significados y de sentidos, pueblan sus lienzos creando un lenguaje muy personal y propio que le distancia de los impresionistas, le etiqueta dentro de los neo o los post – impresionistas, y le convierte en bandera de las fauves, de los simbolismos y de los expresionismos. Gauguin concebía el color como el material y elemento indispensable que dentro del lenguaje pictórico debía retransmitir el mensaje de sus obras. Sus formas, simples, a base de colores planos y de alegres tonalidades, muy cálidas, se encierran y se enmarcan a modo de las antiguas vidrieras medievales. Esas mismas influencias dejaron sentir las formas artísticas orientales que conoció durante su estancia en Ruan. Así, más que reflejar o representar la naturaleza a modo de un retrato, como hacían los impresionistas, Gauguin la reinterpreta haciendo del color su verbo, esa tonalidad aprendida en sus retiros espirituales y tropicales, entre los brazos de pequeñas nínfulas tahitianas. Muchas veces puede resultar difícil leer entre líneas en los cuadros que Gauguin mandaba desde Polinesia a Francia esperando un pago que nunca llegaba. Detrás de todo el colorismo, de las formas puras que trataban de ahondar en un pasado místico, primitivo y puro en que el humano era inmenso en convivencia adecuada con la naturaleza, donde el arte era tal en esencia, se escondía el trasfondo de fracaso y penurias vitales de un artista cuyo reconocimiento, de nuevo, llegó tarde. Luis Pérez Armiño

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