Revista Cine
En más de una ocasión me han tomado por judío, y la verdad es que yo me siento bastante halagado de que me relacionen con un pueblo al que admiro. Sin embargo, ni yo ni nadie que no sea de origen judío podría jamás hacerse pasar durante mucho tiempo por lo que no es. Cuando dos judíos se encuentran (y esto no es un chiste), se preguntan el apellido. Cualquier apellido que se te ocurra, la otra persona, el judío de verdad, lo conocerá, y, probablemente, conocerá a alguien más con ese apellido. La pregunta será entonces si tu familia puede estar emparentada con aquella otra, y, de no ser así, cuál es la historia de tus padres y abuelos. En definitiva, la mentira no te durará ni dos minutos.
Dos son los factores que explican esta pasión judía por la genealogía. Uno de ellos tiene que ver con el hecho de que el pueblo judío no es sólo una comunidad religiosa, sino también un grupo étnico. Todavía hoy en día existen personas cuyos orígenes, afirman, se remontan a las tribus de sacerdotes (los kohanim, de donde deriva el apellido Cohen) y levitas mencionadas en la Biblia.
Daniel Mendelsohn
El segundo factor es más reciente: la tragedia que sacudió al pueblo judío en el siglo pasado. El genocidio y los desplazamientos, la pérdida de contacto con seres queridos y el exterminio de familias enteras impulsaron, con los años, la creación de numerosas agencias genealógicas, que ayudaron a algunos a reencontrar a sus familiares, o el triste rastro que quedó de ellos. Y también, sin duda, fueron muchos los que en ese momento descubrieron su relación con personas cuya existencia desconocían hasta entonces.
(Se me ocurre, no obstante, que puede haber otro factor que la wikipedia no menciona, a saber, los requisitos que tiene que cumplir cualquiera que desee emigrar a Israel y que consisten, en pocas palabras, en demostrar sus orígenes judíos hasta tres generaciones de antepasados.)
Naturalmente, en la era internet tal afición por rastrear los orígenes ha experimentado un crecimiento espectacular, y aunque dicho crecimiento se extiende a otras comunidades aparte de la judía, en ésta, por los motivos mencionados, tiene especial relevancia. Son probablemente cientos las páginas web dedicadas a escarbar, por ejemplo, en la historia de los millones de víctimas de la Shoah, y así, cualquier persona de origen judío que desee averiguar qué fue de sus familiares lo tiene hoy más fácil que nunca.
Un ejemplo memorable de esta búsqueda lo tenemos en Los hundidos, de Daniel Mendelsohn. Leí este libro hace seis o siete años, si no más, y a diferencia de tantas otras lecturas que vienen y se van, lo recuerdo de manera absolutamente vívida. El título completo de la obra es Los hundidos. En busca de seis entre los seis millones, y esos seis, huelga decirlo, son aquellos miembros de su familia que perecieron en el genocidio. Uno no necesita excusas ni motivos para emprender semejante búsqueda, pero es fácil entender que, en este caso, la escena inicial del libro, escena que el autor tuvo que vivir más de una vez durante su infancia, lo marcara y convirtiera esa búsqueda en, más que una obligación, un destino ineludible.
La escena en cuestión nos mostraba, si no recuerdo mal, a los padres del autor recibiendo las visitas, a mediados de los años sesenta, en su casa de Estados Unidos, de tíos, tías y primos lejanos, supervivientes de la masacre de Bolekhow. En un momento dado, el pequeño Daniel entraba en la sala donde estaban hablando los mayores, y entonces algunos de éstos, apenas lo veían, estallaban en lágrimas, al ver en él el vivo retrato del tío-abuelo Shmiel. Del tío Shmiel sólo quedaban algunas cartas, unas pocas fotos, y la frase repetida en susurros, "el tío Shmiel y su mujer tenían cuatro hijas preciosas, fueron violadas y luego los mataron a todos."
Adam Kulberg, primo lejano del autor, con la carta que le informaba de que toda su familia había sido asesinada
Los hundidos es la crónica de la búsqueda de la memoria de Shmiel, su esposa y sus cuatro hijas, todos ellos asesinados en el holocausto. Acompañado de tres de sus hermanos, Mendelsohn emprendió esa dolorosa búsqueda, que, aparte del rastreo documental, lo llevó a recorrer ciudades, pueblos y shtetl de Polonia y Ucrania, y a lugares tan alejados como Israel o Australia. Como sabéis lo que os pasáis por aquí desde hace tiempo, siento una especial debilidad por este tipo de historias donde se entrelazan la Historia con mayúscula y la investigación personal, como sucedía en El orientalista o en la también excelente Orígenes, de Amin Malouf, y esta obra de Mendelsohn está a la altura de las mejores.
Recopilando información de todo tipo de fuentes, Mendelsohn intenta atar unos cabos que se habían ido deshilachando en la memoria de las generaciones y que podían aparecer de repente en la otra punta del mundo. A lo largo de la obra, el autor nos cuenta los pasos que está dando tanto entre archivos y álbumes como en la red, y es imposible no lanzarse a consultar en las pausas de la lectura algunos de los enlaces que nos proporciona. A ratos, Mendelsohn imprime a la investigación un ritmo de novela negra, y, como en ese tipo de historia, el lector tiene la sensación de descubrir pistas insospechadas y hacer hallazgos inverosímiles al tiempo que el propio autor. En este sentido, son inolvidables las desesperadas cartas que Shmiel, a medida que siente la inminencia del desastre, envía a sus familiares en América, o, por mencionar otro ejemplo, cuando descubrimos que Shmiel emigró a EEUU a principios de siglo, y por la fatalidad del inimaginable destino, decidió volver a Ucrania. La historia es de por sí absolutamente fascinante, y el modo en que, a través de fotografías, cartas, documentos y, sobre todo, en el clímax de la crónica, las conversaciones con aquellos vecinos que lo conocieron, el autor reconstruye de una manera asombrosamente vívida las vidas de su tío-abuelo, su mujer y cuatro hijas, me conmovió, me apasionó y, como veis, me dejó huella.
El guetto de Bolekhow
El autor alterna la crónica de la búsqueda con capítulos dedicados a la interpretación de pasajes de la Biblia. A algunos lectores estos capítulos les parecen indigestibles. A mí, que me gusta lo raro, me resultaron sencillamente apasionantes. El jugo que sabe sacar el autor no sólo a pasajes oscuros o poco conocidos, sino incluso a aquéllos que todo el mundo conoce, verbigracia, las primeras líneas del Génsesis, me recordó a Michel Tournier, un autor al que no leo desde hace siglos, pero que en su tiempo me reveló evidencias para mí ocultas tanto de la Biblia como de Pinocho. Ahí es nada. Es cierto, en honor a la verdad, que Mendelsohn, crítico, ensayista y verdadero erudito, disfruta haciendo gala de su sapiencia, y que la exégesis que lleva a cabo a veces puede resultar excesiva, pero, como ya he dicho en alguna otra ocasión, a mí me gustan los autores que de vez en cuando me recuerdan mis limitaciones culturales. En definitiva, uno de los libros más impresionantes que he leído en muchos años y que me están entrando unas incontenibles ganas de releer.
La genealogía, si bien el más perdonable, no es el único vicio del pueblo judío. De hecho, como nos demuestra Isaac Bashevis Singer en todas sus novelas, ni siquiera el judío más devoto y ortodoxo está a salvo de las asechanzas del maligno, que acosan por igual a judíos y gentiles.
(Os confieso que al principio, esta entrada iba a estar dedicada únicamente a la última novela de Singer que he leído, pero con el primer párrafo ya me he liado con otras historias, se me ha ido el santo al cielo, y he acabado hablando del libro de Mendelsohn, que, pensándolo bien, quizá no tenga mucho en común con La casa de Jampol.)
La historia en La casa de Jampol transcurre bien entrada la segunda mitad del s. XIX, una época convulsionada por recientes revoluciones, y en la que se avistaban en el horizonte revoluciones y convulsiones aún mayores. La principal de todas, y la que marca el devenir de aquella Polonia donde transcurre la historia, nos la señala el autor en la frase que abre la novela:
Después del fracaso de la rebelión de 1863, muchos nobles polacos fueron ahorcados.
Entre ellos, nada menos que la familia del Capitán Nemo, quien, en la versión inicial de 20.000 leguas..., era un noble polaco cuya familia había sido asesinada por los rusos en dicha rebelión. Sin embargo, la posterior alianza de Francia con la Rusia zarista hizo que el editor de Verne se inclinara por no revelar las raíces de la misantropía de Nemo. Pero bueno, no sigamos desvariando.
1861. Tropas rusas acampadas en plena Varsovia
La rebelión fracasada cuyo recuerdo abre la novela es conocida en la historia como el Levantamiento de Enero, y fue una revolución por parte de los jóvenes polacos, a los que luego se unieron los nobles, que tuvo como detonante el reclutamiento forzoso en el ejército ruso. Una de las consecuencias de la derrota de los insurgentes fue, aparte de las ejecuciones y los miles de deportados a Siberia, la confiscación de más de mil seiscientas tierras y propiedades de la nobleza polaca. Entre ellas estaba la casa del conde Jampolski, que da título a la novela.
Calman Jacoby, un respetado comerciante, decide escribir a San Petersburgo y solicitar al nuevo propietario, un general y duque ruso, que le arriende la propiedad. Para su sorpresa, la fortuna le sonríe y, a partir de ese momento, con su capacidad de trabajo y su habilidad para los negocios, Calman consigue crear un pequeño imperio. Pero a diferencia de El imperio de Kalman el lisiado, más centrado en el antiheroico protagonista, Singer da más protagonismo a la progenie de este otro Calman, formada por sus cuatro hijas y, con su estilo sencillo y maestría narrativa, sigue sus diferentes y tortuosos caminos, con el telón de fondo de un país sometido, una violencia dormida, y el torbellino de ideas e ideologías que entonces empezaron a gestarse. Nos dice el autor en la nota previa:
Todas las ideas espirituales e intelectuales que han triunfado en nuestros tiempos tienen su origen en el mundo de aquel tiempo, y así ocurre con el socialismo y el nacionalismo, el sionismo y el asimilacionismo, el nihilismo y el anarquismo, la igualdad de derechos de la mujer, el ateísmo, la debilitación de los vínculos familiares, el amor libre, e incluso el fascismo, en sus rudimentos.
Algunos de los sublevados de 1863
La literatura yiddish no suele ocuparse de los grandes nombres de la historia, aquéllos que trillan las sendas que seguimos los pobres mortales. Tiende, más bien, a centrar su atención en esos pobres mortales a los que tanto las sendas como las ideas les vienen dadas, y a contarnos el modo en que se rebelan contra éstas, se adaptan o se pierden en el caos. Y de caos se puede tildar sin duda esa segunda mitad del s. XIX.
El Levantamiento de Enero tuvo lugar 30 años después de la Revolución de los Cadetes, y no fue el último, pues en 1905 un imperio ruso en caída libre todavía tuvo que enfrentarse al pueblo polaco en la Insurrección de Lodz. Pero, insurrecciones aparte, el verdadero caos, como muy bien nos recuerdan las palabras de Singer, flotaba en el ambiente, en esa marabunta de espectros que recorría Europa. Los nombres de Nechayev y Bakunin, el de Karakozov (el primer revolucionario ruso que atentó contra la vida del zar) o el de Chernishevski, novelista y revolucionario; el colonialismo europeo en África, los eternos ecos de la revolución en Francia y la reciente guerra franco-prusiana, entre muchos otros, aparecen en las páginas como los lejanos relámpagos de una tormenta en el horizonte.
Sin embargo, como suele suceder en los libros de Singer, y quizá (no he leído tanto como para poder afirmarlo) en toda la literatura yiddish, tanto los personajes como los hechos históricos parecen ser herramientas en manos del autor para dar forma a la cuestión central y eterna, que viene a ser, en apariencia, el judaísmo, y en realidad, la relación del hombre con un Dios que se ha desentendido de su creación.
Un grupo de judíos jasídicos en Cracovia
Veíamos en La familia Máshber que el judaísmo estaba a merced tanto de la persecución étnica en forma de pogromos como del fanatismo dentro mismo de la comunidad. En La casa de Jampol los peligros que acechan al pueblo judío no vienen por ese lado sino, más bien, por el progreso de occidente. En palabras de un personaje de la novela, Wallenberg, un judío convertido al catolicismo:
Es absurdo vivir en Polonia y hablar una jerga germánica, como el yiddish, y más ridículo todavía vivir en la segunda mitad del siglo XIX y comportarse como si uno viviera en la Antigüedad. (...) He viajado por Turquía y Egipto, y puedo decirle que ni siquiera los beduinos son tan salvajes como nuestros asideos.
Dejando de lado la cuestionable elección por parte del traductor del término asideo en lugar de jasídico, la caracterización de ese movimiento religioso como fanático y retrógrado es tan sólo una de las acusaciones que los judíos "occidentalistas" hacen a una parte de su pueblo.
¿No le parece raro que los judíos lituanos se hayan dedicado tanto al estudio, en tanto que los judíos polacos apenas se interesan en adquirir conocimientos científicos?
La tensión entre ambas corrientes es una constante a lo largo de la novela, y podemos decir que también en este sentido las palabras de Singer respecto a las ideas espirituales de nuestros tiempos se ven hoy confirmadas, pues son muchos los israelíes que tienen una opinión igual de negativa sobre el judaísmo ortodoxo, que tanto debe al jasidismo.
Un vídeo casero, una canción yiddish muy hermosa y una voz increíble
Pero decíamos que el peligro proviene, sobre todo, del progreso de occidente, y de hecho, el fantasma de un siniestro personaje (no es el Carlos que pensáis) recorre la novela de principio a fin.
-... Los judíos han de convertirse en polacos de cabo a rabo. De lo contrario, seremos expulsados, como en los tiempos del Faraón.
-Los polacos también están esclavizados.
-Éste es otro asunto.
-Los fuertes quieren dominar a los débiles -dijo Ezriel, un poco dubitativo acerca de la pertinencia de su observación.
-Mucho me temo que así sea. En Inglaterra se ha publicado recientemente un libro que hace furor en el mundo científico. Según parece, sostiene la teoría de que la vida no es más que una constante lucha para sobrevivir, y que tan sólo los más fuertes triunfan.
La grandeza de Singer radica en que uno no sabe muy bien si el autor utiliza el conflicto espiritual y la batalla de ideas como mero escenario para desarrollar un impresionante novelón que muchos han comparado con Los Buddenbrook, o si, por el contrario, las vicisitudes de la saga familiar, con sus miembros atormentados, atribulados y, en ocasiones, depravados, no son más que una excusa para para presentar dichos conflictos y batallas.
Con un escritor tan grande como Singer, autor de novelones como El mago de Lublin, La familia Moskat o la que para mí es una auténtica obra maestra, Sombras sobre el Hudson, es posible que La casa de Jampol dé la impresión de ser una novela secundaria en su bibliografía. Pero no os engañéis: La casa de Jampol es Singer en estado puro, un libro donde un puñado de personajes más reales que la vida misma nos muestran nuestras ambiciones, nuestros miedos, nuestra insignificancia, y la enorme fuerza que, en nuestra ingenuidad, le otorgamos a nuestra frágil esperanza.
Y la saga continúa con Los herederos. Ya estoy frotándome las manos.
I'm a Yiddish man in New York