Por comodidad y economía de lenguaje llamamos genios a los autores de obras geniales. Pero en toda la historia de la humanidad no encontraremos una sola personalidad que haya sido genial en todo lo que ha realizado, como tampoco una obra tan grandiosa que haya mantenido la tensión de la genialidad en la expresión de todo su contenido.
El arte jamás ha sido ni será capaz de unir en una síntesis acabada los elementos significativos de unas civilizaciones que han extraído sus valores culturales de fuentes legendarias o mundanas, y sus valores religiosos de manantiales de revelación divina.
A la ciencia y la religión, a las razones de la vida y la muerte, no les exigimos que manifiesten por separado la totalidad del universo intelectual y emotivo que esperamos ver armónicamente expresado en el arte.
La «Odisea» llegó a la cima expresiva de la épica de los dioses y los héroes, dejando en la sombra de los muertos la de los hombres. «La divina comedia» alcanzó la cumbre en la manifestación de un destino universal, particularmente cristiano. Shakespeare se alzó más alto que nadie en el retrato dramático de las pasiones mundanas, sin permitir como Dostoievski que la religión entrara en ellas. Don Quijote y Sancho marcaron los límites del arte encarnando la imposibilidad de una síntesis entre ideales y realidades. Fausto rozó lo cósmico a costa de su renegación. Y sin embargo, seguimos pidiendo a la creación artística que una lo divino a lo humano, es decir, la inspiración a la disciplina y a la experiencia.
A pesar de su fuerte individualidad, el autor de obras geniales está lejos de representar una «locura divina», como creyó Platon, ni una «especial patología», como pensó Lombroso. El acercamiento al sitio donde se forja el talento de los llamados genios del arte, comenzó precisamente cuando se abandonó el momento de sus inspiraciones, debido a la inestabilidad y falta de uniformidad de sus potencias imaginativas, y se miró con atención al de los métodos innovadores que producían la originalidad de sus obras.
Este nuevo enfoque de la originalidad, iniciado por Alexander Gerard en su ensayo sobre el genio (1774) y hecho suyo por Kant en la «Crítica del juicio», continúa descubriendo el secreto motor de las obras geniales, con fundamentos más sólidos que los derivados del conocimiento analítico del subconsciente y de los fenómenos que Freud trató como sublimaciones excelsas de instintos reprimidos. La psicología del artista puede explicar lo anecdótico que rodea su producción sin penetrarla, y alguna vez el porqué de su tema, pero nunca el qué o el cómo de su obra.
Las obras geniales se distinguen de las que no lo son por el carácter genuino y la naturaleza disciplinaria de su originalidad. Únicamente son geniales las obras artísticas que inventan sus propias reglas preceptivas, para definir la belleza, o verídica completud, de intuiciones universales respecto del aspecto de la vida que expresan.
Las demás obras de arte, por atractivas, raras o fantásticas que sean en su temática, por novedosas que resulten en sus materiales, tamaños o abstracciones, como sucede a todas las que, carentes de genio en sus autores, buscan la originalidad donde no está la matriz de la creación, constituyen repetitivas expresiones de escuela, de oficio o de pedagogía. Las más originales en formato o contenido son así las más académicas o vulgares en expresión estética.
A.G.T.